¿Cómo pueden los físicos ser útiles para estudiar el comportamiento de los humanos si este comportamiento está guiado por intenciones mientras que los físicos se las tienen que ver con las conductas de átomos, moléculas y otras entidades descerebradas? Ésta es, suponemos, la pregunta que cualquiera se haría. Parte de la respuesta está en que una porción sustancial de cuanto ocurre en sociedad es «resultado de la acción humana, no del designio humano», como diría el pensador escocés del siglo XVIII Adam Ferguson. Los senderos que se abren en un bosque, la evolución de un idioma, la aparición del dinero como medio de cambio, la contaminación atmosférica en una ciudad o el mismo curso global de la historia son el resultado de lo que han hecho y están haciendo muchos cientos de miles de seres humanos, en diferentes épocas y sin obedecer a ningún plan de coordinación central; es decir, cuanto sucede en estos ámbitos, sucede al margen de su voluntad y sus propósitos, aunque, por otro lado, no cabe duda de que son sus actos, guiados por otros motivos conscientes, los que hacen posible la aparición y decurso de estos fenómenos sociales. Estos son los subproductos colectivos, para cuyo estudio no necesitamos reparar en las intenciones de cada sujeto particular, pues estas intenciones apuntan en otra dirección y no son las que explican la emergencia y evolución de tales subproductos. Como ya dijera Karl Popper, inspirado en ideas de Carl Menger y Friedrich Hayek: «Debemos admitir, sí, que la estructura de nuestro medio social es obra del hombre en cierto sentido, que sus tradiciones e instituciones no son ni la obra de Dios ni de la naturaleza, sino el resultado de las acciones y decisiones humanas, pudiendo ser modificadas, asimismo, por éstas; pero insistimos en que esto no significa que hayan sido diseñadas conscientemente y que sean explicables en función de necesidades, esperanzas o móviles. Muy por el contrario, aun aquellas que surgen como resultado de acciones humanas conscientes e intencionales son, por regla general, los subproductos indirectos, involuntarios, y frecuentemente no deseados, de dichas acciones»1.
Según el mismo Popper, el campo de estudio propio de la sociología son estos subproductos colectivos, lo que, de ser cierto, significaría que la sociología se puede relevar del análisis de algunas de las complejidades psicológicas del ser humano (si bien no de todas ellas), y que las interacciones humanas que dan pie a la aparición de estos subproductos colectivos pueden ser «aproximadas» mediante los modelos de interacción entre cuerpos en cuyo estudio tienen una amplia experiencia los físicos. ¿No puede acaso la física estadística, que se ocupa del comportamiento colectivo de sistemas, como las moléculas de un gas en un recipiente, decirnos algo útil sobre los resultados inintencionados del comportamiento colectivo de los seres humanos? (Philip Ball, Masa crítica, Trad. de Amado Diéguez Turner y Fondo de Cultura Económica, Madrid y Ciudad de México pp. 10 y 40-41). Quien encuentre provocadoramente reduccionista este enfoque debería, antes de ensartar los trenes habituales y consabidos, tomarse unos minutos de respiro y examinar sin prejuicios los rendimientos de esta perspectiva en algunos casos concretos.
EMBOTELLAMIENTOS FANTASMA
Imaginamos que cualquiera de ustedes ha pasado por esta enigmática experiencia: va conduciendo su automóvil por una autopista a velocidades legales cuando de repente, sin previo aviso, tiene que ir pisando el freno porque advierte en lontananza un atasco kilométrico. «Debe de haberse producido un accidente, tal vez incluso un choque en cadena», piensa. Va atravesando con penalidades los kilómetros de atasco, con los ojos puestos a derecha e izquierda por si advierte algo fuera de lo corriente. Nada. De pronto empieza a notar que el tránsito se hace más y más fluido, la circulación recupera su normalidad y se ha quedado sin averiguar la causa del atasco.
Es muy natural considerar el tráfico de automóviles como un fluido y aplicar a su consideración lo mucho que saben los físicos del comportamiento de los fluidos. En particular, los líquidos metaestables, que mantienen su condición fluida más allá del punto teórico de congelación, son viejos conocidos de los físicos, y pueden ayudarnos a entender por qué se producen los embotellamientos fantasma, sin causa aparente que los provoque. El agua, pongamos por caso, no se congela en todos los puntos a la vez sino de forma local: en algún sector empiezan a formarse grumos o glomérulos cristalinos que se extienden con rapidez a todo el líquido. Esos grumos seminales se forman aprovechando irregularidades, como partículas de polvo en suspensión o rozaduras del recipiente. Pero si nos esforzamos por mantener el agua libre de todo tipo de impurezas, las islas cristalinas de hielo sólo pueden formarse al azar, por agrupación aleatoria de algunas moléculas de agua. Sin este empujón aleatorio, la transición de fase, de líquida a sólida, puede retrasarse y conseguir agua «sobreenfriada», es decir, agua que se mantiene líquida por debajo de su punto de congelación. Hasta ahora el récord de agua sobreenfriada está en 39° bajo cero. Por debajo de esta temperatura es casi imposible evitar que el agua se congele. El agua ingresa en la condición metaestable cuando permanece líquida por debajo de cero grados centígrados, pero su estado líquido es cada vez más vulnerable a contingencias mínimas a medida que se reduce la temperatura más y más. Lo que acaba con el estado metaestable es el fenómeno de la nucleación: en un líquido sobreenfriado, un pequeño grumo de cristal sólido será la semilla a partir de la cual el estado sólido se expandirá con la rapidez del pensamiento a toda la sustancia, haciéndola pasar en un santiamén de líquida a sólida. En una situación metaestable, las probabilidades de «contagio» de un pequeño acontecimiento (que en circunstancias normales carecerían de relevancia) se disparan.
La situación de tráfico fluido metaestable puede conseguirse si todos los conductores viajan aproximadamente a la misma velocidad, desde muy lenta a muy elevada, y aunque la densidad crítica (cantidad de vehículos por kilómetro que, en condiciones normales, provocaría la congestión) haya sido ya superada. Pero este tráfico sincronizado es muy vulnerable a las más pequeñas fluctuaciones. Imaginemos que hay tráfico sincronizado a una velocidad elevada, y en estas circunstancias un conductor frena levemente y sólo por unos segundos para atender a una llamada por el móvil, o para cambiar de emisora de radio, o para encender un cigarrillo, etc. Esta minúscula alteración en el estado de fluidez metaestable hará que el conductor que vaya detrás sobreactúe al percibir las luces traseras de freno del conductor que acaba de recibir la llamada del móvil. Ese frenazo brusco provoca frenazos aún más bruscos en los conductores que vienen a continuación, de modo que la oleada de frenadas se propaga hacia atrás y, en un parpadeo, el tránsito ha pasado de fluido metaestable a gravemente congestionado. Dicho en otros términos: ha pasado de líquido a sólido. Si se consiguen evitar los accidentes por alcance ante la brusquedad creciente de las frenadas, lo que no podrá evitarse, en cambio, es que el tráfico no recupere la fluidez hasta transcurrido un lapso de tiempo prolongado. La desaceleración de los vehículos ha ido en aumento, de modo que a los últimos cogidos en el atasco les costará más recuperar la velocidad de crucero que tenían hacía unos minutos. Además de esto, la cantidad de coches que queda prisionera del atasco fantasma por detrás es siempre mayor que la que queda atrapada en él por delante. A los de delante les cuesta poco recuperar la velocidad inicial, pues sólo han frenado levemente (con lo que consiguen huir del colapso circulatorio por los pelos), pero a los últimos en incorporarse al embotellamiento les toca quedarse parados un buen rato, pues los de delante llevan ya tiempo detenidos. La fluidez del tráfico tardará en recuperarse aunque haya sido un gesto invisible y anónimo el que haya acabado con ella2.
EL MUNDO ES UN PAÑUELO
La teoría de grafos, una parte de la matemática discreta, ha recibido en los últimos tiempos una atención inusual gracias a los sociofísicos, que han encontrado en ella una poderosa herramienta para estudiar las peculiaridades de las redes sociales. Una red social puede representarse mediante un grafo cuyos nodos o vértices son individuos y donde las aristas son las conexiones entre esos individuos. Una pregunta que nos puede interesar responder es cuántas aristas o «grados de separación» median entre dos individuos cualesquiera de los que ahora habitan el planeta. Esta cuestión se la planteó ya Stanley Milgram, uno de los psicólogos sociales más audaces del siglo XX.
En 1967, Stanley Milgram dirigió un curioso experimento para mostrar eso de que «el mundo es un pañuelo». Puso un paquete en manos de 196 personas que vivían en el estado de Nebraska y de otras 100 que residían en la ciudad de Boston; el paquete contenía el nombre y la dirección de un cierto corredor de Bolsa que trabajaba en Boston pero cuyo domicilio estaba en Sharon (Massachusetts), a unos cuarenta kilómetros de Boston y a más de dos mil de Nebraska. Milgram encomendó a cada una de esas 296 personas de su experimento que hicieran tres cosas:
1. Que escribieran su propio nombre en el paquete.
2. Que lo mandaran por correo a un amigo o conocido que ellos tuvieran y que pensaran que podía estar más cerca de alguien que viviera en Boston o que tuviera la posibilidad incluso de conocer a ese agente de Bolsa de Boston.
3. El destinatario del paquete debía seguir los pasos 1 y 2.
Cuando el experimento concluyó, Milgram pudo comprobar cuántos de los paquetes remitidos desde Nebraska y Boston habían llegado finalmente a ese corredor de Bolsa escogido al azar; como también, y no menos importante, cuántos pasos intermedios había entre el remitente original y el agente de Bolsa: para esto bastaba con contar el número total de remitentes, entre los que estaría el eslabón inicial y los eslabones intermedios.
Lo normal sería pensar que muchos paquetes morirían por el camino y que, de los pocos afortunados que llegaran a su meta final, quedaría constancia de que habían pasado por muchos, tal vez cientos de intermediarios; pero Milgram descubrió algo sorprendente: es verdad que sólo alcanzaron su objetivo 64 del total de paquetes emitidos (42 desde Nebraska y 22 desde Boston), pero esos paquetes llegaron al agente de Bolsa tras pasar por una media de sólo 5,2 intermediarios. Había habido menos de seis grados de separación entre los residentes de Nebraska y Boston, escogidos al azar, y el corredor de Bolsa de Boston, también escogido al azar.
Parte de la sorpresa por el resultado se mitiga cuando Milgram nos cuenta que se produjo un significativo «embudo» en el penúltimo envío: de los 64 paquetes «victoriosos» (los que completaron su carrera hasta el final), 16, exactamente la cuarta parte, le llegaron al corredor de Bolsa a través del señor G., un tratante de paños de Sharon; otros diez fueron remitidos por el señor D., y cinco provenían del señor P. Los señores G., D. y P. fueron el último eslabón de 31 de las 64 cadenas que completaron triunfalmente el recorrido: casi un 48% del total.
Los señores a los que Milgram llama G., D. y P. son «conectores», personas que conocen a mucha gente y a los que muchos acudieron para cumplir su parte del encargo de hacer llegar el paquete al destinatario final. Que haya seis grados de separación entre dos personas cualesquiera del planeta no significa que los nodos o vértices de la red tengan todos el mismo potencial de conexión con el resto. Precisamente el que algunos de esos nodos sean personas que conocen a mucha gente es lo que explica que haya tan pocos grados de separación entre dos personas cualesquiera, elegidas al azar, de las más de seis mil millones que hoy habitamos la Tierra.
La mayor parte de nosotros no somos conectores: tenemos un círculo de amigos restringido y notamos que no disponemos del tiempo ni de la energía para mantener contactos con mucha gente; contactos que, además, serían ocasionales y nos resultarían poco satisfactorios. Pero los conectores tienen una cualidad psicológica especial: son maestros en lo que el sociólogo Mark Granovetter llama «el nexo débil»: tienen muchos conocidos y no rehúyen, dada su idiosincrasia, las pequeñas obligaciones que supone mantener un nexo débil y esporádico con ellos, tales como felicitarles por su cumpleaños o enviarles una postal o correo electrónico por Navidad. Así consiguen mantener viva una copiosa agenda de relaciones, la mayoría de las cuales con un nivel de intensidad tan tenue que la casi totalidad de nosotros seríamos incapaces de asumir o de verles siquiera el sentido. Estos conectores son los que acortan de manera tan sorprendente los grados de separación entre uno mismo y otro ser humano arbitrariamente seleccionado de este planeta. Son personas que conocen a muchas otras personas (son los promiscuos sociales), y nosotros conocemos que las conocen, de modo que acudimos a ellos para, cuando nos hace falta, entrar en contacto con desconocidos que en un determinado momento presentimos que nos van a ser de utilidad. Buscar conectores es el método que siguieron más o menos inconscientemente los involucrados en el experimento de Stanley Milgram, y es lo que nosotros hacemos también cuando queremos comprar un piso o buscar un buen sitio donde pasar las vacaciones3.
Hay un juego de mesa, llamado Six Degrees of Kevin Bacon («Seis grados hasta Kevin Bacon»), que ilustra bien la idea de que vivimos en un «mundo pequeño» o que «el mundo es un pañuelo». Se trata de averiguar cuántos grados de separación hay entre un actor cualquiera y el actor Kevin Bacon. Por ejemplo, ¿cuántos grados de separación piensa usted que hay entre Natalia Verbeke y Kevin Bacon? Tal vez imagine que una media docena como poco; pues no: sólo tres, según una consulta hecha en la página web The Oracle of Bacon en mayo de 2009. Veamos:
1. Natalia Verbeke trabajó en la película GAL con Jordi Mollá.
2. Jordi Mollá participó junto con Rance Howard en El Álamo. La leyenda.
3. Rance Howard fue compañero de rodaje de Kevin Bacon en Frost/Nixon.
Luego, en total, hay tres grados de separación entre Natalia Verbeke y Kevin Bacon. Y no es que Kevin Bacon tenga nada de especial, no es que sea un punto de enlace particularmente privilegiado entre actores de Hollywood. De hecho, Kevin Bacon tiene una media de grados de separación con los más de un millón de actores con los que se le relaciona en IMDb (Internet Movie Database) de 2,946: menos de tres pasos de media. Muy por delante de él, y ocupando el primer puesto, está Rod Steiger, con un número promedio de grados de separación de 2,678, el mayor conector de actores de Hollywood. Steiger ha intervenido en películas de primera clase, como La ley del silencio o En el calor de la noche (por la que ganó un Oscar), pero también ha hecho mucha serie B y ha intervenido en géneros de lo más variopinto (comedia, acción, terror, ciencia ficción, musical, cine bélico). Es esta versatilidad, más que sus dotes como intérprete, la que hace de Rod Steiger el actor mejor conectado con otros actores.
EL RICO SE HACE CADA VEZ MÁS RICO
Una subespecie de redes de mundo pequeño cuyas propiedades nos interesan de modo particular son las llamadas «redes libres de escala». He aquí cómo se forma una red libre de escala:
1. Supongamos una red con una estructura inicial cualquiera, a la que van añadiéndose nodos y conexiones. Supongamos también que en esa red inicial hay un nodo más conectado que otros (tal vez por simple azar).
2. Los nodos que van incorporándose a la red establecen conexiones con los nodos ya existentes, pero lo hacen de preferencia con los nodos más «populares», de modo que estos nodos se hacen cada vez más populares. Es el «efecto Mateo»: el rico se hace más rico y el pobre, más pobre (o igual de pobre)4.
3. Con el tiempo, y suponiendo que cada nodo tiene una probabilidad proporcional a su grado de popularidad de recibir conexiones entrantes de nodos nuevos o ya existentes, va produciéndose una «amplificación de la desviación» inicial, y los nodos con una ligera mayor popularidad en el punto de partida se convierten, con el transcurso del tiempo, en hiperconectores, concentradores o supernúcleos (hubs, en inglés). Esta es la receta para formar una red libre de escala (muy bien explicada en Ricard Solé, Redes Complejas, Tusquests, Barcelona, pp. 57-62), y esta es la forma en que han ido creciendo Internet (como red física) y la web (como red de información): unos pocos sitios reciben una atención desmedida y además se quedan con la parte del león de los nuevos enlaces entrantes que suministran los muchos nodos que se incorporan cada día a estas redes, con lo que su popularidad va en aumento; y, a la par que esto sucede, la mayoría de los sitios de Internet y de la web arrastran una penosa existencia al borde del olvido y la extinción.
La red de distribución de la riqueza es también una red libre de escala. Hace años, en el verano de 1897, el economista y sociólogo italiano Vilfredo Pareto descubrió que esta distribución obedece a una ley potencial, conocida popularmente como «regla 80/20»: el 20% de personas posee algo más del 80% de riqueza, el 10% es propietario del 90% de la riqueza, etc. Y esto sucede en países tan distintos como Estados Unidos, Chile, Bolivia, Japón, Sudáfrica, Reino Unido o la extinta Unión Soviética. Esta ley de Pareto ha sido confirmada en múltiples ocasiones y en diferentes continentes y culturas5.
De ser esto cierto, la disparidad en la tenencia de patrimonios no se debería tanto a razones políticas como a una ley socioeconómica que haría valer sus derechos contra cualquier política económica que tratase de torcerla. Para la gente políticamente de izquierdas, los ricos lo son porque se confabulan para ampliar sus privilegios (presionando a los cargos públicos, por ejemplo) o por su poder de mercado (monopolios, colusión en la fijación de precios). Para la gente de derechas, los ricos se merecen su riqueza porque son más industriosos y frugales o porque están más dispuestos a correr riesgos. Pero, según la ley de Pareto, la razón fundamental en la disparidad de riqueza está fundada en el tratamiento antojadizo de la suerte (que premia a unos sobre otros, sin merecimiento alguno) junto con un mecanismo de retroalimentación, por el que el dinero llama al dinero, y que hace que sea más probable que, con el discurrir del tiempo, quienes, acaso por azar, cobraron ventaja al comienzo en la carrera hacia la riqueza material, amplíen esa ventaja hasta límites que parecen afrentosos y que sugieren (falsamente, casi siempre) que juegan sucio.
Lo antedicho no significa, aclara Mark Buchanan (The social atom, Cyan Books and Marshall Cavendish, Londres), que la inteligencia y el trabajo duro (o el juego sucio) no importen, sino sólo que la suerte inicial (y el mecanismo de retroacción positiva que ensancha su influencia) es el factor decisivo. Lo que esto quiere decir, hablando en plata, es que el que ya es inmensamente rico tenderá a aumentar su brecha de riqueza con el pobre: el dinero afluye con más alegría donde ya hay dinero. En la ley de Pareto hay escondida una retroacción positiva (un «efecto Mateo»), que apunta a que las divergencias en la renta y en la riqueza tienden espontáneamente a agudizarse, con independencia de cuál sea el sistema económico. Si excluimos los grupos de cazadores-recolectores, estrictamente igualitarios, cualquier otro colectivo humano será un sistema social en el que las divergencias en la percepción de renta y riqueza tenderán a agravarse con el correr del tiempo. La desviación inicial con respecto a la igualdad no hará sino intensificarse.
LAS OBRAS Y SUS AUTORES
Aunque los tres libros a los que estamos refiriéndonos tienen un innegable parecido de familia, la materia que abordan no es exactamente coextensiva. Ricard Solé nos ha regalado la que sin duda es la mejor introducción a la teoría de redes de que se dispone en castellano por el momento: no sólo es que esté escrita con garbo y simpatía, en un estilo amigable y nada pretencioso; es que, además de esto, el autor se las ingenia para envasar en poco más de doscientas páginas un montón de datos y teorías incitantes que los explican. No se ocupa únicamente de redes sociales (los contagiados por una epidemia o un virus informático, los usuarios de Internet y de la web, los involucrados en la trama de contactos sexuales o los oferentes y demandantes en el comercio internacional), sino también de ecosistemas y de redes neuronales o semánticas. Tal vez le interese conocer qué sucede con la red neuronal cuando sobreviene una enfermedad degenerativa, como el alzheimer. Consulte el libro de Solé. Quizás esté intrigado por el hecho de que en todas las lenguas conocidas se dé la polisemia, que una misma palabra tenga diferentes significados. ¿Por qué la palabra «matriz» designa tanto una parte de la anatomía femenina como un más bien extravagante objeto matemático? ¿No constituye esta equivocidad un fallo palmario en la eficiencia comunicativa de un idioma? Pues bien, Solé da una explicación, tan fascinante como convincente, de por qué la polisemia es, pese a cuanto pueda parecer a simple vista, una ventaja para nuestra navegación cotidiana por la red semántica de las palabras.
Aunque la teoría de redes pueda considerarse una parte de la sociofísica, también es cierto que, en otro sentido, los intereses de los teóricos de redes se derraman más allá de las lindes del ámbito social, como comprobará quien se asome al libro de Solé, que no por nada es una autoridad internacional en la materia. En cambio, el ensayo de Mark Buchanan (también muy estimulante para nuestras redes neuronales, y de similar porte) está circunscrito a la sociofísica e incluso está ausente de él casi cualquiera cosa referente a redes6. Su obra se centra más bien en los subproductos colectivos: explica cómo la gente que se aglomera en una plaza forma, cuando el hacinamiento alcanza un umbral crítico, corrientes humanas espontáneas que después influirán en lo que cada uno haga a continuación, sin que la formación de las corrientes ni su posterior influencia retroactiva sobre las personas hayan sido planeadas por nadie. También subraya cuán sensibles somos los humanos al contagio social, y cómo ese contagio explicaría, mejor que otras causas, la explosión de la compra de teléfonos móviles, o la caída brusca de las tasas de natalidad en Europa o la forma en que crecen y decrecen los aplausos al final de un concierto. Puede parecernos que son cosas de muy distinta envergadura, pero en todas ellas (incluso en la decisión de cuántos hijos vamos a tener) se revela hasta qué punto nos influye cuanto hace la gente a nuestro alrededor, sin tener clara consciencia de ello.
Por último, el libro de Philip Ball cubre toda la gama de intereses abarcados por la obra de Buchanan, junto a algunas cosas más: dedica dos capítulos a la teoría de redes y también se adentra en cuestiones de econofísica (la disciplina hermana de la sociofísica), y lo hace con un nivel de detalle y profundidad mayores (en general) que Buchanan. Sus casi seiscientas páginas proporcionan una síntesis admirable de los incisivos hallazgos y vislumbres en la física de la sociedad, así como de sus antecedentes históricos. Lástima que el conjunto haya quedado algo dañado por la desmaña del traductor, que se empeña vanamente en convencernos (p. 21) de que Thomas Hobbes fue un mozalbete precoz que a los catorce años ya había traducido la Medea de Sófocles del griego al latín. En el original inglés queda claro que, por mucho griego y latín que Hobbes supiera, sólo pudo traducir de una lengua a la otra la Medea de Eurípides (la de Sófocles simplemente no ha llegado a existir o, al menos, no ha quedado registro de ella). En la página 214 se lee: «La mano oculta de [Adam] Smith se convirtió en parte del acerbo [sic] de saberes del mundo empresarial». A uno le queda un acerbo sabor de boca cuando lee esto de la «mano oculta», pero aquí la culpa no es del traductor: es Philip Ball quien escribe «hidden hand» en lugar de «invisible hand». En la página 310, el traductor vierte «increasing return of scale» por «incremento del retorno de escala», en vez de, como sería lo correcto, «rendimiento creciente a escala». Pero, más que errores que afecten a la comprensión del texto, estas son pequeñas toxinas que lo empañan y deslucen. Y, en todo caso, es muy loable que Turner y el Fondo de Cultura Económica se hayan animado a traducir una parte de la obra de tan interesante como polifacético autor, del que ya han publicado en castellano H2O. Una biografía del agua y La invención del color.
Ángel Guillén Fiats/José Antonio Rivera, Una física de la sociedad es posible, Revista de Libros, octubre 20091. Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, trad. de Eduardo Loedel, Barcelona, Paidós, 1982, p. 279. La cursiva está en el original. ↩2. Sobre embotellamientos fantasma, véase Ball, pp. 188-204, 379-380; y Buchanan, p. 6. La versión al castellano del libro de Buchanan será publicada en breve por Ediciones Tres Fronteras. ↩3. El informe más exhaustivo que conocemos del experimento de Milgram es el que escribieron Jeffrey Travers y el propio Stanley Milgram, «An Experimental Study of the Small World Problem», Sociometry, vol. 32, núm. 4 (1969), pp. 425-443. Se encontrarán muy animados resúmenes de este archifamoso experimento en Malcolm Gladwell, La clave del éxito, Madrid, Taurus, 2007, pp. 45-47; Duncan Watts, Seis grados de separación, Barcelona, Paidós, 2006, pp. 39-44; Ball, pp. 419-421, y Solé, pp. 30-32. ↩4. El «efecto Mateo» es así llamado en recuerdo de este pasaje bíblico: «Porque a todo el que tiene se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que no tiene se le quitará» (Mateo, 25:29). ↩5. Véase Buchanan, pp. 168-173. Para un tratamiento más detallado puede acudirse a Benoît Mandelbrot y Richard L. Hudson, Fractales y finanzas, trad. de Ambrosio García Leal, Barcelona, Tusquets, 2006, pp. 165-171 y 303. Por cierto, eso de la «regla 80/20» es sólo una aproximación. Los porcentajes pueden diferir de éstos y, lo que es más importante, al tratarse de porcentajes de cosas distintas, su suma no tiene por qué dar 100. Sobre todo esto habla con claridad Chris Anderson en su libro La economía Long Tail, trad. de Federico Villegas y Silvia Lezama, Barcelona, Urano, 2006, pp. 172-173. ↩6. Tal vez porque Buchanan había escrito con anterioridad un libro de introducción a la teoría de redes, titulado Nexus. Small Worlds and the Groundbreaking Science of Networks, Nueva York, W. W. Norton, 2002. Otra admirable introducción a la materia.