by Vergara |
¿Qué se reprocha a los partidos? La apropiación de la política para alejarla del interés general y ponerla en manos de intereses espurios. En el centro de la política está la cuestión del poder. En democracia, los partidos políticos son los instrumentos para dirimir de modo incruento quién se hace con el enorme poder que es el control y la gestión del Estado. El poder tiene una dualidad intrínseca. Su dimensión positiva es la capacidad de hacer cosas. Es un factor constructivo en todos los ámbitos de la sociedad. La dimensión negativa: el poder estimula la voluntad de poder, que siempre tiende al abuso. Por eso, la democracia es un sofisticado invento que, al tiempo que asigna el poder del Estado, por medio del sufragio universal, contiene mecanismos para evitar los abusos. Por ejemplo, la división de poderes. En la práctica, el sistema democrático, especialmente en modelos constitucionales como el español, tiende a escorarse a favor del Ejecutivo, que dispone de amplios resortes para imponerse a los demás. El régimen político actual, surgido de la preocupación por la estabilidad que presidió la Transición, se está desplazando hacia el autoritarismo posdemocrático, por la voluntad del Ejecutivo de controlarlo todo. Y los partidos han transmitido una idea de la política como coto privado, cerrado y excluyente.
Con la crisis, gracias a los movimientos sociales, el interés por la política ha vuelto a despertar tras muchos años de indiferencia. Sin embargo, desde el Gobierno se señala a aquellos que actúan políticamente por otras vías como antipolíticos. Lamentable y restrictiva idea de algo que nos concierne a todos: la política. Y que los partidos quieren para ellos solos. Sin embargo, la causa principal de la caída de los dos grandes partidos en los sondeos es otra: los gobernantes están para gobernar, y la ciudadanía tiene la sensación, especialmente desde que empezó la crisis, de que el PSOE cuando gobernaba y el PP ahora no gobiernan.
¿Qué quiere decir gobernar en democracia? Dirigir al Estado conforme a un proyecto mayoritario, imponiendo los intereses generales de la ciudadanía a los de unos pocos. Para ello se necesita autoridad y proyecto político: unas ideas y unos objetivos susceptibles de ser compartidos por la gente. Naturalmente, los Gobiernos deben plantear soluciones realmente posibles. Nada degrada tanto la reputación de un partido como incumplir las promesas electorales con las que se ha ganado unas elecciones (como vemos con la galopante pérdida de legitimidad de ejercicio que está sufriendo el PP) o dar un giro político sin las explicaciones necesarias y por manifiesta presión exterior (como hizo el PSOE en 2010 y todavía está pagando). Desgasta mucho a los partidos la sensación de que no están de parte de la ciudadanía porque son impotentes frente a los poderes contramayoritarios. Y los ciudadanos sin política están completamente indefensos. Esta percepción llega por la incapacidad de tomar decisiones en lo realmente prioritario; y por la nula empatía de una comunicación que se empeña en aplicar a la política las técnicas del marketing comercial.
Gobernar significa imponer a los bancos que el crédito vuelva a regar el sistema económico y que se acaben los desahucios que solo llevan marginalidad y alarma social. Gobernar significa defender la enseñanza y la sanidad de la codicia privatizadora y no entregarse a ella. Gobernar significa actuar contra el paro, no desvalorizar el empleo. Cuando la ciudadanía percibe que quien gobierna carece de poder y autoridad para gobernar porque mandan otros, coloca a la política y a los partidos en el último lugar de la escala del respeto. Y esto no lo arregla un repunte de la economía. La cultura del bipartidismo es en sí misma conservadora: prima la estabilidad sobre la representación. Puede que el primer paso para la regeneración política sea acabar con el mito del bipartidismo. Si los dos grandes no se reforman, tendrán que reformarlos los ciudadanos.
Josep Ramoneda, La crisis del bipartidismo, El País, 19/05/2013