Es difícil encontrar un síntoma más claro de la decadencia que afecta hoy a la sociedad europea como la de la continua invocación de que se han perdido los valores fundamentales de esa misma sociedad. Una prédica esta que se encuentra en labios de ciudadanos corrientes, de políticos cultivados, de clérigos de toda laya y de profesores de ética o sociología. Y no solo conservadores —como era casi obligado—, sino también socialdemócratas y progresistas. Todos ellos insisten en que la raíz de nuestros males está en el abandono de unos valores (fuesen los de igualdad, equidad, justicia, satisfacción diferida de los deseos, responsabilidad individual o solidaridad comunitaria) que poseímos en un pasado venturoso. Pero resulta que, como nos enseña unánime la historia, evocar una “edad áurea” en la que “se tenían valores” es un dato recurrente en toda sociedad en decadencia: miren si no a la fase terminal del Imperio Romano, o a la monarquía católica del siglo XVII, por poner algún ejemplo. ¿Cuál era el paradigma de autocomprensión entonces, sino el de una crisis que solo se invertiría si se recuperaban unos valores que habían existido en un pasado feliz, aunque nadie sabía cómo obrar tal milagro si no era mediante su puro deseo?
Ahora bien, dejando de lado esta congruencia repetida entre la prédica de los valores perdidos y la decadencia de una sociedad, ¿qué hay de cierto en la idea básica? ¿Han perdido sus valores fundantes las sociedades occidentales y, en particular, la española? La respuesta es que sí, pero que ello es un resultado inevitable del éxito en la construcción de esas mismas sociedades, lo que significa que el proceso no es reversible. Aunque parece que se nos ha olvidado, la mejor teoría sociológica del siglo XX advirtió hace ya decenios que lo que llamamos sociedad occidental moderna (es decir, la sociedad capitalista) se había construido mediante el uso y consumo parasitarios de unos valores y estructuras sociales típicamente premodernos y tradicionales, en los que se había apoyado para poder desarrollar la sociedad individualista y universalista de mercado. Pero que, y este era el punto relevante, la sociedad capitalista no era capaz de reproducir esos mismos valores tradicionales y preburgueses en que había basado su triunfo. Por ejemplo, escribía
Habermas en 1977 que “la llamada ética protestante, con su insistencia en la autodisciplina, el ethos secularizado de la profesión y la renuncia a la gratificación directa por la diferida se funda en tradiciones que no pueden ya regenerarse sobre la base de la sociedad burguesa. La cultura burguesa en su conjunto nunca pudo reproducirse a partir de su propio patrimonio, sino que siempre se vio obligada a complementarse en cuanto a motivos activos (valores) con imágenes tradicionalistas del mundo”. Y lo mismo decía
Cornelius Castoriadis: que el capitalismo se desarrolló usando de manera irreversible una herencia histórica creada por épocas anteriores que luego se vio incapaz de reproducir.
En términos más sencillos, si gracias al uso de los valores tradicionales de la sociedad premoderna y de una “burguesía austera” llegamos a poner en planta una “sociedad de la satisfacción” que precisa para subsistir de un tipo antropológico de individuo enfocado al consumo inmediato y al diferimiento de los costes y responsabilidades de su acción (como decía
Galbraith), sería un tanto ingenuo echar en falta al individuo virtuoso original. ¡A ese lo consumimos para crear el nuevo, y con el nuevo tendremos que lidiar!
Aunque también es cierto que no procede arrojar sobre nuestra propia cultura una culpa excesiva (hasta en la manía de culparnos por todo demostramos nuestro etnocentrismo los europeos), porque parece inevitable que todo cambio sustancial de modelo social implique utilizar unos valores que se perderán al arribar al nuevo modelo. Basta mirar en derredor para ver en el mundo procesos simétricos de consumo parasitario de valores fundacionales que nunca podrán recuperarse: China, o Asia más en general, muestran hoy cómo unas sociedades en desarrollo usan de unos valores tradicionales de impronta genéricamente confuciana (el equivalente funcional a nuestra ética protestante,
Max Weber dixit) para despegar y crear una nueva sociedad que es manifiestamente incapaz de reproducirlos porque precisa de un individuo distinto para mantenerse.
Por otra parte, y para confundir aún más la cuestión, el paradigma decadente de la “vuelta a los valores” gusta de incurrir en la falacia típica del intelectualismo socrático: el obrar bien nace del saber bien, luego lo que hay que hacer es enseñar valores en la escuela, sea con asignaturas
ad hoc sea con más horas de religión. Cuando en realidad deberíamos recordar que, como le decían los sofistas a
Sócrates, la virtud no se aprende, sino que se adquiere por la práctica y el ejemplo. O, lo que es lo mismo, que la moral es sociogénica y cada sociedad tiene la moral común que le corresponde según su estructura y según los procesos que la sostienen. Ese es el orden lexicográfico entre mundo y valor, y no el contrario, nos guste o no. Así que... llorar menos por los valores perdidos y promover más la reforma del mundo. Ser menos decadentes, vamos.
José María Ruiz Soroa,
¡Marchando una de valores!, El País, 21/05/2013