En una escena de la película realizada en 1967 por Pier Paolo Pasolini Edipo rey, la reina Yocasta, interpretada por Silvana Mangano, ofrece al espectador una mirada inolvidable en la que es difícil discernir si prima el dolor, la incredulidad o la determinación: ha comprendido la profundidad del precipicio pero, pese a todo, todavía quiere resistirse al desastre. Atentos al deslumbrante protagonista, Edipo, y en ocasiones al misterioso personaje secundario Tiresias, el adivino ciego, se ha acostumbrado a prestar poca atención a Yocasta. Sin embargo, a la reina de Tebas, que sólo aparece esporádicamente en la tragedia de Sófocles, se le hace justicia dos siglos y medio después, ya no como máscara sino con el rostro y la fuerza expresiva de Silvana Mangano.
En esa escena Yocasta ha intuido con turbadora claridad que su esposo, Edipo, es, en realidad, su hijo. Como si el horror por esta constatación no fuera suficiente, también vislumbra que Edipo ha cometido parricidio al matar al rey Layo, su anterior marido. El círculo parece cerrarse; y no obstante, aún Yocasta trata de salvarse, y salvar a Edipo, tratando de disuadir a éste. Le invita a no proseguir sus averiguaciones. Como rey de la ciudad tiene poder para ello.
Siempre se ha aludido al hecho de que Yocasta, de acuerdo con la época y las costumbres, necesariamente se casó con Edipo en un matrimonio de interés. Por el bien de Tebas la reina viuda se unía al joven desconocido que, al descifrar el enigma de la Esfinge, con la consecuente destrucción del monstruo, había liberado a la ciudad de la epidemia, o del hechizo, a la que estaba sometida. Es probable que, en el momento de la boda, fuera así. Sin embargo, no hay que esperar a la película de Pasolini, ni a la interpretación de Mangano, para comprobar el deslizamiento hacia el amor de los sentimientos de Yocasta, y, en alguna medida, también de los de Edipo. Yocasta pronuncia palabras de mujer enamorada; Edipo, al final de la obra de Sófocles, se arranca los ojos con el broche del vestido de su esposa, ya suicidada. Se ha prestado poca atención a esta historia de amor en medio de las prodigiosas turbulencias que rodean el caso Edipo. parece querer jugárselo todo a una última esperanza que desafíe el abrumador peso de los oráculos, cuando los oráculos se han convertido en evidencia.
Pero Edipo se obstina en proseguir su camino. Tras la tentativa postrera de Yocasta en el texto de Sófocles (la mirada de Silvana Mangano en la película de Pasolini), la elección de Edipo es ya definitiva: está dispuesto a aceptar la ruina a cambio de la verdad. De hecho, ésta de Yocasta, es la señal de partida para la carrera final. Antes, al enfrentarse duramente con el adivino Tiresias, Edipo ha tenido los primeros presentimientos nítidos sobre su condición. Antes, todavía, al volver la expedición que ha enviado a Delfos, para consultar al oráculo, los indicios eran muy tenues. Antes, al principio de la obra, recién triunfador de la Esfinge y rey reciente, Edipo lo ignora prácticamente todo acerca de sí mismo. A lo largo de este proceso pasará de ser un hombre libre pero ciego a ser un hombre ciego pero libre. Y creo que esta es la gran enseñanza de uno de los mitos más poderosos que hemos heredado.
Por lo general se ha acentuado la fatalidad que rodea a Edipo, en detrimento de su libertad. Al desconocer el joven héroe los rasgos esenciales de su condición, al estar errado sobre cuáles eran su familia y su patria, ha sido transformado en la figura de un destino inconmovible. Sin ser culpable jurídicamente, pues no pudo saber que mataba a su padre y se casaba con su madre, era irremediablemente culpable por naturaleza.
Como resulta lógico, esta apreciación se ha radicalizado a través del impacto de la psicología moderna y del casi inaudito prestigio popular del complejo de Edipo enunciado por Sigmund Freud. En un salto hacia delante, que desde luego habría sido incomprensible en el mundo antiguo, todos, por así decirlo, estábamos contagiados por el destino de Edipo, es decir, por su culpabilidad no legal pero sí natural. Todos habíamos sido marcados por el complejo de Edipo. En un sentido tan metafórico como clínico, en algún momento decisivo de nuestras vidas, en la infancia o en la adolescencia, nos habíamos comportado como Edipo en busca de su Layo y, especialmente, de su Yocasta. Por consiguiente —y esta era, o es, la clave del psicoanálisis— para alcanzar nuestra liberación personal no es necesario dejar atrás la culpabilidad edípica adherida a nuestra naturaleza y, más en concreto, a nuestra sexualidad.
Sin embargo, a diferencia de lo subrayado por Freud y tantos otros, Edipo no es sólo destino sino también, y de un modo muy privilegiado, libertad. A la recuperación de este aspecto, casi soslayado en el psicologismo moderno, se dedica un excelente libro, Enigmático Edipo, cuyo autor es uno de los mejores conocedores del mito, Carlos García Gual. En él el lector, además de la traducción del texto de la tragedia, puede encontrar un pormenorizado recorrido por el legado de Edipo hasta llegar al pensamiento contemporáneo.
Al comienzo de la obra quizá sí sea Edipo una mera pieza de la fatalidad o, como le gusta a Pasolini, un hijo de la fortuna. Es un fruto puro de la arbitrariedad. La quintaesencia de aquello que, sin embargo, ocurre, en mayor o menor grado, a todos los hombres: desconociéndose cree conocerse. Pero la verdadera grandeza de Edipo tiene lugar después, cuando empieza a aventurarse en su propia ignorancia y tiene el coraje de llegar hasta el fondo de su precipicio. Es entonces cuando lo que era destino, una consecuencia de lo que viene dado, deviene libertad. Edipo pasa, a través del dolor y de la dignidad, de ser elegido por el azar a tener el poder de elegir, aun a costa de incurrir en la desgracia.
Visto de este modo el desenlace de la tragedia nos conduce a un Edipo sin complejo, libre de ataduras, preparado para la gran búsqueda a la que Sófocles se referirá en su otra obra dedicada al héroe, Edipo en Colono. Y es Yocasta, con su mirada, la que se erige en testigo del cambio de rumbo.
Rafael Argullol, Edipo sin complejo, Babelia. El País, 25/05/2013