En una ocasión se hizo un experimento muy interesante. El experimento consistió en mostrar a unos estudiantes vídeos de profesores dando una clase que ellos (los estudiantes) nunca habían visto u oído antes. Y se les pidió que durante la exposición de la clase, y a ciertos intervalos de tiempo, puntuaran, sobre una escala de valores ya estudiada, las capacidades de estos profesores en cuanto a su calidad docente y habilidades para evocar la atención, el interés y el atractivo de la clase. La escala de valores ya había sido utilizada previamente por otro grupo diferente de estudiantes que recibieron clases de estos mismos profesores durante un período de 6 meses. El estudio mostró que los nuevos estudiantes, al muy poco tiempo, minutos, tras comenzar a escuchar, ver y oír a los profesores ya dieron puntuaciones muy similares a las dadas por los estudiantes que, previamente, tuvieron clases con ellos. Y esto indica algo claro y sorprendente. Y es que, en general, cualquier alumno, ya desde el mismo comienzo de la exposición del profesor, elabora una primera impresión que le permite intuir que va a tener un profesor bueno, regular o malo. Este estudio mostró que los profesores reconocidos como excelentes generan en quien escucha un cierto acercamiento emocional, una empatía provocada, al menos en parte, por sus gestos, las cualidades de su voz y la entonación de las palabras. Pero sin duda hay más ingredientes que adornan la excelencia de estos profesores como por ejemplo, dicen algunos, los silencios entre la exposición de conceptos importantes y el énfasis puesto poco después en los mismos, la construcción de las frases y su contenido y en definitiva, un cierto aire mágico que le lleva a comunicar bien y crear una cierta facilidad de acercar y hacer entender bien los contenidos de su mensaje.
Lo curioso de todo esto es que estas cualidades, que adornan a un profesor excelente, son detectadas casi por todos los alumnos. Son cualidades que, por supuesto, generan las más varias opiniones pero que todas parecen converger en etiquetar de excelente el trabajo de estos profesores. Algunas opiniones son estas. "Yo creo que es cómo trata los temas. No lo sé. Pero es un tío capaz de transformar algo que sería casi aburrido en algo interesante". "Yo encuentro siempre atractivo lo que dice". "Es un profesor que llega". "La verdad es que estoy deseando siempre asistir a su próxima clase". "Comienzo la clase tomando apuntes pero termino no haciéndolo sin darme cuenta. Simplemente escucho". "A mi me resulta muy fácil aprender lo que dice aun sabiendo que es un tema complicado". Sin duda que son muchos los ingredientes que, como he apuntado ya, adornan las clases de estos profesores y en particular, en la Universidad, el conocer en profundidad las materias que enseñan y en expandir más allá de esas materias aspectos que facilitan su comprensión. Pero sin duda que el ingrediente principal que engancha al alumno es la emoción.
Y esto último lo avala otro experimento que consistió en pedirle a un actor que impartiera una clase a un grupo de alumnos. Al actor se le pidió expresamente que la clase tuviera un alto tono emocional y que fuera impartida con entusiasmo, pero con poco contenido académico e incluso que intentara dejar poco claros o difusos algunos conceptos claves de la clase. Cuando más tarde se le pidió a los alumnos que valoraran la clase en una escala de puntuaciones, la calificación fue muy buena. Esto claramente indica que el componente de comunicación, de emoción, fue muy importante aun en detrimento de la comprensión de parte del contenido, materia de la clase. Y esto cobra hoy un fundamento sólido en lo que conocemos acerca de cómo funciona el cerebro. Y es que no hay razón sin emoción pues la maquinaria neuronal que alberga la corteza cerebral y genera conocimiento a través de lo que se aprende y memoriza lo hace con ideas que vienen ya impregnadas de emoción. No se piensa o se hace un argumento sobre un árbol o un caballo de modo aséptico, desprovisto de colorido emocional. Antes al contrario. Los abstractos de árbol o caballo con los que se puede construir un discurso racional, ya vienen pintados emocionalmente (de un modo inconsciente) de bueno o malo, de placer o dolor. Y es así como se construye el pensamiento y toda nuestra razón, incluidas las decisiones, aun pequeñas, que tomamos todos los días. De ese útil que es la emoción, bien administrado, se saca hoy una de las muchas lecciones que enseña la neuroeducación.
Francisco Mora, La emoción y los profesores excelentes, El Huffington Post, 30/05/2013