A la espera de la película que le dedica Margarethe von Trotta pasado mañana, creo, es el estreno, tomo de su anaquel los libros de Hannah Arendt. Siempre los he tenido a mano en mi biblioteca. Desde aquel Eichmann en Jerusalén que me marcó siendo muy joven, Arendt ha estado entre mis interlocutores más constantes. Puede que sea porque, igual que le sucediera a ella, me emociona a mí Walter Benjamin más que ningún otro pensador del siglo veinte. Y la historia de Hannah Arendt, buscando en Portbou, años después, la improbable tumba y los perdidos papeles de su amigo suicida, está entre las declaraciones de amistad esa forma superior del amor más conmovedoras del atroz siglo que fue el nuestro.
Von Trotta ha tomado como epicentro de su relato la primavera de 1961, durante la cual cubre Hannah Arendt para el New Yorker el juicio en Jerusalén de Adolf Eichmann. Con una lucidez desgarradora. Con un empecinamiento en la búsqueda de la verdad que la emparenta con aquel otro judío, desarraigado y distante, que apostó toda su vida a la tarea de «no reír, no lamentar, no burlarse ni detestar; entender sólo». Como Baruch de Spinoza en el Ámsterdam del siglo XVII, Hannah Arendt supo siempre que lo verdaderamente trágico exige la mirada más fría. Y la aún más glacial escritura. Que lo sentimental es siempre obsceno. Que el énfasis envilece a la tragedia.
Y, ante los ojos de esa judía alemana abocada a vivir en largo exilio, han pasado las cosas más extremas. Una juventud dorada, junto al filósofo mayor y el más infame del siglo. Arendt aprendió todo del supremo maestro. También lo amó: esas cosas pasan. Se salvó de ser exterminada por los discípulos del maestro Heidegger, que borraron al pueblo judío de la faz de Europa, porque supo escapar a tiempo. Vino el exilio en Francia, la amistad de un desesperado Walter Benjamin, empeñado en acabar sus fichas en la Biblioteca Nacional de París antes de que los nazis entraran. La huida, nuevamente. Y, al final de ella, los Estados Unidos y una vida nueva.
Leemos en Arendt la voz de un clasicismo absoluto. El que viene de no ceder jamás a afectos ni pasiones. El que exige que quien escribe tan sólo a su rigor deba atarse. Y yo no sé no he visto aún la película de Margarethe Von Trotta si es acertado hacer girar su vida y obra en torno a un solo libro: el que recoge las crónicas de Jerusalén para el New Yorker. En el juicio del año 1961 contra el último de los dirigentes nazis que planificaron el exterminio total de los judíos en Europa, Hannah Arendt concita todos las claves de su obra. Que es, ante todo, una meditación sobre el mal, porque lo es y la de más fuste sobre el totalitarismo. Y el mal, como el Estado total que cristaliza paralelamente en la URSS y la Alemania de entreguerras, fue la obra, no de monstruos, sino de funcionarios: burócratas eficientes. A eso remite el final del penúltimo capítulo del libro sobre Eichmann, el que narra la gris retórica nacionalista del personaje ante el patíbulo: «Fue como si en aquellos últimos minutos» concluye resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible trivialidad del mal, ante la cual las palabras y el pensamiento son impotentes.
No, Eichmann no era un monstruo. No hay monstruos. Sólo hay hombres, hombres que matan: predadores hablantes, dice Freud. Burócratas eficientes del homicidio, anota Hannah Arendt. Y lo trágico humano cabe en esto: Eichmann puede ser cualquiera.
Gabriel Albiac, Arendt, ABC.es, 19/06/2013