Lo de llamar antisistema a cualquiera que se mueva tiene su aquel, su trampa, su contenido subliminal: si hay peña antisistema, es porque hay sistema. Desengáñense, no hay sistema, hay un tinglado, solo que el término antitinglado no funcionaría porque contra el tinglado se manifiestan hasta quienes viven de él, es decir, el Gobierno y los partidos que, con más o menos matices, se encuentran en su lógica. Significa que los aledaños del poder, de todos los poderes, así como su centro, están corrompidos hasta el tuétano y con las formas de corrupción más diversas que quepa imaginar. No es solo Bárcenas. Bárcenas es el Dioni de la comedia, el esperpento hacia el que se vuelven las cámaras para distraernos de lo demás. Si no había ido a la cárcel hasta ahora, era por eso mismo, porque mientras lo veíamos entrar y salir de su mansión, y darse el paseíllo hasta el coche vestido de verano o invierno, según, con la cartera de atrezo vacía, o quizá con el plátano de media mañana en su interior, no veíamos otras cosas. Bárcenas viene a ser una Barbie o un Ken para adultos. Vistiéndolo o desnudándolo pasamos las horas muertas, que son las mismas que nos matan, convencidos de vivir bajo un sistema y no bajo un tinglado. Ahora lo podremos disfrazar también de presidiario. Todos los tiempos, todas las actuaciones, están calculadas al milímetro. El problema es que cada vez que se desprende una viga del tinglado, del tenderete, del quiosco al que llamamos sistema, los damnificados somos usted y yo. En efecto, las vigas de la sanidad pública y de la política educativa y de la justicia de las tasas y de las mentiras electorales caen sobre nuestras cabezas. Cuando alguien se queja, por inocente que sea su protesta, lo tachan de antisistema para hacernos creer que se rebela contra un orden y no contra un desbarajuste.
Juan José Millás,
Desbarajuste, El País, 28/06/2013