1. El dibujo de un mundo
A través de la noción de posibilidad el hombre hace suya una determinada relación con el rostro inacabado de la realidad, con su precariedad, con sus cambios y con sus acontecimientos. Una lectura de Aristóteles y de Leibniz nos permite entender que esto no sucede así porque lo posible introduzca en la realidad actual, fija y necesaria un cierto grado de indeterminación pura. Al contrario: lo posible se ofrece como bisagra del inacabamiento de lo real porque permite determinar, es decir, pensar y tratar, el devenir y su incertidumbre. Decir el cambio y sostenerse en él es instituir el orden abierto de la contingencia, un orden abierto en el que conocer, explicar, acumular, mejorar, aprender, construir…
La determinación de lo posible es entonces la que aporta un modelo cuyas pautas y criterios permiten pensar, justificar y transitar lo incierto, mutable y perenne. Es el modelo que, arrancándola de los designios de la eternidad, hace de la contingencia un mundo para el hombre. Visto así, instalarse en lo inacabado es a la vez dibujar un mundo; pautarlo, fundamentarlo y justificarlo hasta el punto de que este mundo destierra la invención o creación de otros mundos. El orden de lo posible acaba proponiéndose, paradójicamente, como la cartografía de un mundo que no puede ser otro, no porque sea ontológicamente necesario, sino porque está dotado de un orden incuestionable, fundamentado en la racionalidad propia de lo posible. Instituir el orden abierto de la contingencia es afianzar, en última instancia, los cimientos de una contingencia irrevocable.
Esta paradoja encuentra su caso más extremo en Leibniz, el pensador de los infinitos mundos posibles. Su filosofía, que se abre con el gesto radical de poner la infinitud de lo posible como ley, medida y fundamento de lo real, conduce, a través de una camino riguroso y arquitectónicamente muy bien construido, a la conclusión de que el hombre está en un mundo sin alternativa; que forma parte, por tanto, de una contingencia que ni de hecho ni de derecho podría ser otra. El propio desencadenamiento del juego de lo posible (el cálculo exhaustivo de sus relaciones, disyunciones y conjuntos de composibilidad; la emisión de una elección y la realización de la mejor posibilidad) es lo que asegura como único e indiscutible el dibujo del mundo existente. El juego de lo posible es así un juego de racionalidad y de legitimidad, la ley de un orden único en el que convergen todas las singularidades, hasta sus accidentes más ínfimos; en definitiva, un pozo de razones, la fuente de justificación de lo que hay. Todos los posibles confirman un mismo mundo. La contingencia irrevocable con la que Leibniz afianza y defiende lo existente es, así, la que corresponde a un mundo cargado de razones. Y es que éste es precisamente el problema que atraviesa el pensamiento de Leibniz y su confrontación con lo posible: el de la justificación de un universo infinito y oscuro, justificación que debe abrir las puertas al desarrollo del conocimiento y de la ciencia y que, en su aspecto teológico, debe conducir a la celebración gozosa e inteligente de la obra de Dios. La irrevocabilidad de lo contingente no es entonces una condena sino que se propone, precisamente, como un camino de salvación.
La pregunta que se nos plantea a partir de aquí es: ¿en qué sentido puede valer hoy la idea de una contingencia irrevocable para entender la relación que se establece entre lo posible y lo real? Una cosa parece evidente: en esta realidad de múltiples caras que podríamos llamar “el mundo de hoy”, no hay nada que esté investido de una necesidad absoluta pero al mismo tiempo se experimenta, con descarnada claridad, que nada puede ser de otra manera. El mundo aparece hinchado de posibles, pero nosotros no podemos nada. Si ésta es la experiencia que tenemos de la irrevocabilidad de la contingencia, está claro que no aparece vinculada al problema de la justificación. El problema del mundo no es hoy su oscuridad, sino la obviedad con la que cada acontecimiento proclama, una vez tras otra, “esto es lo que hay”. No hace falta entonces reconstruir el argumento por el cual todo lo posible confirma un mismo mundo. Esta reiterada confirmación es el punto de partida. Ya no es la inteligencia a la que aspira el pensamiento, sino la estupidez a la que deberá enfrentarse.
El problema de lo posible aparece entonces bajo una luz totalmente nueva. No puede formularse en términos de argumentos y contra-argumentos, porque lo posible no es el pozo de razones de un mundo por explicar. Es la cartografía de una realidad que lo pone todo a la vista. El mundo ha asesinado a sus dioses y ha demolido sus fundamentos. “Todo lo posible pero sólo lo posible” no puede servir entonces de ley, medida y fundamento de lo real. Lo que articula el orden abierto de esta contingencia igualmente irrevocable es la afirmación “todo es y se ha hecho posible”, la articulación incontestable e inapelable de la obviedad. Las pautas y criterios de lo posible, su modelo de racionalidad y de legitimidad, han hecho cuerpo con la realidad del mundo. Articulan la falsa transparencia de lo que hay.
Abordar hoy el problema de lo posible significa preguntarse por esta nueva lógica de confirmación con la que lo posible dibuja un mundo, un solo mundo. Por eso hay que abandonar algunos falsos problemas, que sólo consiguen distraer al pensamiento y hundirlo en la impotencia. Buscar la delimitación de lo posible y lo imposible, preguntar si hay o no hay posibles, argumentar en favor de unos determinados posibles contra otros, o sopesar mundos alternativos son algunas de las cuestiones en las que resulta engañoso entrar. Demostrar que algo es posible o imposible no puede si no conducir al reconocimiento ya sea de un orden formal, ya sea de un estado de cosas; el argumento a favor o en contra de determinados posibles es redundante en un mundo que no necesita exhibir sus razones; finalmente, vincular lo posible a la idea de un mundo otro es encuadrar la cuestión en una falsa y reductora oposición entre lo real y lo posible, que despotencia toda la problemática. Y es que el problema de lo posible no es reconducible a la pregunta por su existencia, sus contenidos o su delimitación. Leibniz necesitaba argumentar que la infinitud de lo posible confirma lo que hay. Para nosotros, éste es el verdadero problema que lo posible nos plantea: los posibles no se han agotado; los posibles no necesitan ser demostrados; los posibles deben ser interrogados porque confirman una misma realidad.
2. Todo es y se ha hecho posible
¿Desde qué mundo hablamos? ¿Cuál es este mundo en el que los posibles confirman sin argumentos su propia realidad? No es el mundo sublunar griego, finalizado por la perfección de una autosuficiencia divina; tampoco es el universo infinito, física y teológicamente inteligente, de la modernidad. Nuestro mundo es una realidad estallada en múltiples planos inconmensurables e incomunicables entre sí. Nuestra realidad se dice de muchas maneras y sus lenguajes no son traducibles, no se les presupone un denominador común. No obstante, podemos seguir hablando de mundo, experimentando su unidad. ¿Desde dónde? Nuestra realidad estallada y carente de referencias unívocas conforma un mundo en tanto que está determinada por el conjunto de relaciones que produce e impone el capitalismo tardío, un capitalismo que no se circunscribe a la articulación de un determinado sistema económico y de producción sino que subsume todas las esferas de la vida, hasta confundirse con la realidad misma. Le corresponde la articulación de un consenso político, llamado democracia, cuyas instituciones adquieren el estatuto de un medio ambiente, que sólo puede ser estropeado o conservado, pero en ningún caso cuestionado, subvertido, derrocado. La democracia-mercado no es un sistema más. Proclamando su no-caducidad, instala al mundo en una nueva y recién estrenada eternidad. Puede pasar cualquier cosa, pero parece que el mundo por fin ha desnudado su verdad. “Esto es lo que hay”. Se impone así la sensación de que siempre hemos estado aquí y se hace imposible pensar cómo poner fin a lo que hay.
Pero esta recién estrenada eternidad del mundo no tiene más ley que la de lo posible. Es la extraña fatalidad de una contingencia irrevocable en la que nada tiene por qué ser necesariamente como es pero tampoco puede ser de otra manera. La irrevocabilidad de este orden abierto ya no es la de un mundo cargado de razones. ¿Cómo se articula entonces? En el “todo es y se ha hecho posible” que realiza el capitalismo tardío, lo posible no argumenta ni fundamenta. Es la ley de orden de una realidad que no deja nada fuera ni se tiene a sí misma como límite.
Una realidad en la que todo es y se ha hecho posible no deja nada fuera, en primer lugar, porque cualquier otro mundo, descartado o deseado, cae del lado de lo imposible y se convierte en la expresión o bien de un desengaño histórico o bien de una utopía. Lo posible no constituye el lugar de un argumento previo que sustenta el mundo y conjura su oscuridad. La elección, como momento fundamental de legitimación, deja de estar en el antes. No hay opciones descartadas. Un solo modelo de realidad se hace portador de todos los posibles y se ofrece, por tanto, como un espacio de la elección al que no hay alternativa. La realidad no se legitima por haber sido elegida sino por organizarse sobre la posibilidad permanente de elegir. La unicidad del mundo se hace entonces total: ya no es el único por ser el mejor posible, sino que es el único porque ha engullido todo lo posible. En segundo lugar, una realidad en la que todo es y se ha hecho posible no deja nada fuera porque no hay en ella nada que desvelar, ni siquiera su propio fundamento. Las redes de lo posible dibujan entonces la cartografía de una realidad obvia en la que todo se puede ver, en la que todo se puede decir. Su racionalidad y su legitimidad constituyen la transparencia impertinente y sin argumentos de lo que no se deja preguntar ni siquiera por su porqué; puro sentido común que se impone con un estúpido silencio.
Una realidad en la que todo es y se ha hecho posible no se tiene a sí misma como límite porque en su incesante movimiento no se anuncia ni su muerte ni la llegada de algo otro. No es portadora de ninguna contradicción ni tendencia. Ilimitadamente paradójica, se instala en el fin sin fin de una conclusión permanentemente inacabada. No hay nada que resolver. Desde este punto de vista, las redes de lo posible no son solamente el dibujo de una realidad obvia, sino también el lugar de un movimiento sin meta ni peligro: la continua movilización de diferencias y la gestión del riesgo y de la imprevisibilidad en la que todo se sabía aunque fuera imposible predecir nada. Si éste es su movimiento, su futuro es entonces el de un tiempo sin medida y sin acontecimiento por el que una realidad navega hacia sí misma, en la reiterada confirmación de lo que hay.
3. Fin sin fin
Sin nada que desvelar, sin nada que resolver, sólo podemos empezar repitiendo, una y otra vez, la verdad inmediatamente más obvia y estúpida de la contingencia irrevocable en la que nos encontramos: que todo es y se ha hecho posible. Es una verdad obvia y estúpida porque en principio no dice nada. El pensamiento ha dado pocas afirmaciones tan vacías como ésta. Sin embargo, inscrita en el análisis que estamos haciendo del concepto de posible como concepto político y de su relación con la organización de un determinado dibujo de la contingencia, ha empezado a llenarse de sentido. Concretamente, ha apuntado al carácter simultáneamente obvio y paradójico de una realidad múltiple, que no tiene por qué ser necesariamente como es pero que sin embargo se halla encerrada en el orden abierto e infinito pero sin secretos ni salidas de un mundo radicalmente único. La afirmación reiterada de esta nueva ley de lo posible, realizada por el capitalismo tardío, despliega las diferentes caras paradójicas de su realidad.
3.1. Primera paradoja
En primer lugar, todo es y se ha hecho posible nos habla de la extrema diversidad y desigualdad de un mundo incuestionablemente único. Un mundo en el que todo es y se ha hecho posible es un mundo máximamente variado y desigual, en el que los lenguajes que hablamos, las enfermedades de que morimos, las calorías que nos mantienen vivos y los dioses que calman nuestra sed no guardan ya proporción alguna. Sin embargo, las grietas, abismos y vacíos han sido borrados de su superficie: las fronteras, vallas, alambres y minas que se clavan sobre la piel de mares y continentes no separan mundos ni son límites que prometan una nueva tierra. Al contrario: son las cicatrices que aseguran la unidad inquebrantable de este mundo que, porque en él todo es y se ha hecho posible, se despliega como un continuo de diferencias que todo lo engulle.
Como no es de extrañar, en el sistema leibniziano habíamos ya encontrado la formulación de una diversidad que no subvierte ni fragmenta sino que reafirma e incluso glorifica el carácter ordenado y único del mundo existente. Se trataba de la diversidad que constituyen los infinitos puntos de vista: cada individuo, como un espejo de perspectiva ligeramente inclinada respecto a los demás, reflejaba y multiplicaba los rostros de un mismo universo. La ley de orden del mundo se alojaba y se afianzaba entonces en sus infinitas expresiones. Era una diversidad que se articulaba en una relación sin relación, armónica o conspirativa, apoyada sobre la idea de que otros infinitos mundos hubieran sido posibles. Cada diferencia implicaba al resto, porque todas se desprendían de una misma decisión racional: que este mundo, porque era el mejor, tenía que existir.
La situación ha cambiado. No habiendo decisión previa ni opciones descartadas en las que fundamentarse, las diferencias no arrastran consigo la afirmación de este mundo frente a otros. Si no pueden ser creadoras de mundo es porque se nos ha hecho imposible pensar y vivir en relación a un mundo otro. ¿Padecemos quizás un déficit de imaginación? El lamento sobre la propia impotencia no es sino un imparable remolino que sale de ella para hundirnos aún más. Lo nuevo es que el mundo se ha hecho radicalmente único y no sirve de nada desviar la vista hacia otros supuestos horizontes, lejanos o futuros. Hoy, un solo modelo de realidad se ofrece como portador de todos los posibles. Por eso no necesita ser legitimado frente a otros. Y es cuando no hay otro, que todo se moviliza[2] por la obviedad de lo que hay. Es cuando no hay otro, que todo se mueve bajo la amenaza de un afuera que no existe; o mejor dicho, de un afuera que sólo existe como amenaza o como muerte, como condena a no existir.
Asentado sobre la obviedad y sobre el miedo, este modelo de realidad que se hace único porque es portador de todos los posibles tiene un nombre: es la democracia-mercado o, dicho de una manera más chic, el Global Democratic Market Place. Sus nombres proliferan, porque es el objeto más preciado del periodismo de actualidad, y sus acentos varían en función de las expectativas y valoraciones que se le adscriban. Sin embargo, sus dos rasgos constitutivos no acostumbran a mencionarse, y no porque se escondan, sino porque se acostumbran a dar por supuestos: en primer lugar, que no hay alternativa a la democracia y sus instituciones; en segundo lugar, que no hay alternativa al capitalismo. Ambos se confunden con la realidad y se vuelven indiscernibles. O peor aún, si cabe: innombrables. No es anecdótica la extrañeza que nos produce a las generaciones más jóvenes la palabra “capitalismo”. Reconocerla y, por lo tanto, distinguirla requiere un largo y esforzado aprendizaje. Un capitalismo que cambia de forma pero que no parece llevar inscrita en su movimiento la posibilidad real de su muerte se esconde, naturalizado también, detrás de sus “mejores o peores” versiones. Se puede luchar hoy contra el neo-liberalismo y la globalización, pero no con ello se pone en cuestión al capitalismo.
Es en esta democracia-mercado del capitalismo mundial integrado que asegura la unidad inquebrantable del mundo, donde toma cuerpo un discurso de la diferencia que ha neutralizado todas sus amenazas y peligros. Cuando la diferencia no encuentra más caminos por los que discurrir que los que trazan la obviedad y el miedo de un mundo que se ha quedado solo, la imagen del otro puede circular inofensivamente por las calles de nuestra ciudad, por las páginas de las revistas de entretenimiento dominical y entre los flashes de la publicidad. Es también en ese mismo escenario donde la desigualdad más extrema puede continuar extremándose obscenamente sin consecuencias. ¿Dónde está el límite cuando la realidad misma no lo tiene, cuando todo es y se ha hecho posible?
La imagen del otro puede decorar inofensivamente nuestro paisaje porque de él ha desaparecido, como venimos diciendo, la posibilidad real de un mundo otro. Esta desaparición se acompaña, sin embargo, de una revitalización del discurso sobre la utopía. Y no es de extrañar. Ante la imposibilidad de “cambiar el mundo”, parece que sólo cabe o bien proyectar optimistamente hasta el final su camino de dirección única, o bien apelar a la exigencia de algún tipo de horizonte imposible. En el primer caso, se da rienda suelta a toda clase de tecnoutopías futuristas que pretenden embarcarnos en un progresismo sin fin. Bajo la promesa de la continua mejora en el tiempo, se confirma el mundo y se nos aplasta con más fuerzas, si cabe, en su incuestionabilidad. En el segundo, se inventan otras globalidades que oponer a ésta, por ejemplo, la que restaura una supuesta unidad armónica entre el hombre y la Tierra o la de una siempre reciclable república universal. Son otras globalidades que se oponen a la que nos engulle, sin más eficacia que la que indica su nombre: como globos que por mucho que reboten nunca conseguirán pinchar y hacer estallar al otro. A partir de las ideas de Bloch, se argumenta a menudo que la utopía no tiene como objetivo ser realizada sino que su función es poner en movimiento la crítica a lo que hay. Pues bien, esto es lo que hoy, en tanto que último receptáculo de la idea de un mundo otro, la utopía ya no puede hacer. Sea por la vía directa de su afirmación, que confirma el aplastamiento al que lo posible nos entrega, sea por la vía indirecta de la consagración de nuestra impotencia, que refuerza el secuestro de la realidad, cada vez más extraña a nuestras manos, la utopía hoy no puede sino confirmar la realidad del mundo en que nos encontramos.
3.2. Segunda paradoja
En segundo lugar, todo es y se ha hecho posible nos habla de la aguda imprevisibilidad de un mundo en el que todo está dado. En un mundo en el que todo es y se ha hecho posible, saltan los cauces de la previsibilidad y la cadencia temporal de los acontecimientos se desborda. Porque todo es posible, puede ocurrir cualquier cosa y puede hacerlo en cualquier momento. La imprevisibilidad se instala así en el corazón de nuestras biografías, en la relación de éxitos y fracasos de cualquier empresa, incluso en el curso de los ciclos naturales. También en el estallido del “terror” y en las correlativas declaraciones de guerra. ¿Quién sabe hoy dónde va a estar al día siguiente? ¿Quién puede instalarse en la seguridad de un rol? ¿Quién no aguanta soñando que a cada minuto puede cambiar su suerte? En esta cadencia loca, en la que los tiempos y los acontecimientos no guardan ninguna proporción entre sí, todo se mueve como el ritmo vertiginoso de la moneda, que en pocos segundos se cae y remonta en una hermosa pantalla de lucecitas verdes y rojas, habiendo dejado un reguero de muertos en el camino. Y sin embargo, porque ésta es la imprevisibilidad que late en una realidad enteramente confinada al modo de lo posible, todo está dado. En la apertura sin afuera del todo es posible no rige ningún plan, no se despliega una ley de lo predecible, ni hay una inteligencia directriz. El modelo de lo posible ha hecho cuerpo con el mundo y articula, sin fundamento, una contingencia irrevocable, arbitraria y necesaria a la vez. Todo está dado, entonces, porque la imprevisibilidad, lejos de abrir abismos y grietas de fondo oscuro, se inscribe y se recompone en el plano de visibilidad de lo que hay, en la falsa transparencia de lo obvio. En las prisiones de lo posible no nos asalta ya el absurdo, pero tampoco nos acecha una radical novedad. Lo imprevisible se hace reconocible. Lo nuevo se neutraliza en un reiterado déjà vu.
En la oscilación de esta segunda ambivalencia, todo es y se ha hecho posible nos instala en la precariedad. Más allá de coyunturas económico-laborales, la precariedad designa la fragilidad de una realidad en la que el cambio, la continua emergencia de algo nuevo y la incesante apelación a la creación no responden a problema alguno; es decir, no liberan ningún sentido nuevo: todo se sabía ya aunque fuera imposible predecir nada. Por eso en la precariedad no hay peligro, sólo hay riesgo. No hace falta citar a Hölderlin para captar la diferencia. El peligro se afrenta, el riesgo se gestiona; en el peligro nos acecha un impensado, en el riesgo una amenaza; contra el primero se lucha, contra el segundo se decide calculando probabilidades; finalmente, el peligro se vence mientras que al riesgo se lo esquiva, gracias a las garantías de la seguridad. Y lo más importante: mientras que los peligros no se escogen, todo riesgo remite a una elección y a sus consecuencias. Es en la incertidumbre del riesgo donde toma cuerpo el carácter siempre abierto, infinitamente inacabado pero incuestionable y ya siempre dado, de las prisiones de lo posible y su espacio de la elección; una apertura sin afuera en la que se entretejen la máxima arbitrariedad y la máxima responsabilidad: puede ocurrir cualquier cosa y al mismo tiempo todo depende de tu elección (de tus opciones, de tus preferencias, etc.). Sobre estos dos pilares se construye en las prisiones de lo posible el “reino de la libertad”. Un reino perverso, ciertamente, porque en él la libertad se ejerce aproblemáticamente: es una libertad que, recogiendo de nuevo la interrogación de Zaratustra, se ha desprendido de su “para qué”. Por eso puede ser presentada como aval del orden, por parte de los defensores de la democracia-mercado, y al mismo tiempo ser considerada como un problema resuelto o a bandear por parte de la izquierda y gran parte pensamientos emancipatorios. La que se practica en la arbitrariedad calculable del riesgo y bajo el horizonte de la responsabilidad y el juicio: ésta es la libertad que se defiende en las prisiones de lo posible. Frente a ella sólo caben dos posiciones: o bien desintegrarla, desde dentro, como cuestión y entonces podemos apoyarnos en las magníficas palabras de Valéry:
“¿Pero de dónde puede venir esta idea de que el hombre es libre; o la otra, de que no lo es? Yo no sé quién ha empezado, si la filosofía o la policía. Después de todo, se trata de hacer plenamente inocentes les actos del hombre y asimilarlo a un mecanismo; o de hacerlo, como se acostumbra a decir, responsable…”
O bien plantearse qué fenómenos de liberación (si es que esta palabra puede ser mantenida tal cual) pueden estar a la altura de esta realidad abierta y sin afuera. La pista la tenemos: tendrán que ver con formas de pensar lo posible contra sí mismo hasta el punto de hacer estallar la lógica imprevisiblemente reconocible de la elección.
3.3. Tercera paradoja
Finalmente, todo es y se ha hecho posible nos habla del carácter concluyente de una realidad no acabada; concluyente, porque ya ha engullido y hecho posibles todos los posibles; no acabada, porque no ha llevado su realización hasta el final. Un mundo en el que todo es y se ha hecho posible es por lo tanto un resultado sin cumplimiento, un punto de llegada que se clausura y se instala en el aún no.
El aún no, convertido en lugar de anclaje, en el territorio mismo de la realidad entera, deja de brillar como “señal que invita a ir hacia adelante, que ordena ir más allá y no quedarse a la zaga”. No está cargado de futuro ni es portador de una exigencia de transformación. Se abre como un aquí y ahora permanente en el que nada se cumple y nada se anuncia aunque ocurran muchas cosas; es el paradójico aquí y ahora que corresponde a una realidad, ineludible y a la vez siempre extraña, que se instala en un presente hecho de posibles. Cuando los posibles pertenecen enteramente al presente, cuando ya sólo nos hablan de lo que hay y lo reiteran y confirman infinitamente, el mundo se abandona a un tiempo sin medida y sin acontecimiento. Su movimiento incesante danza en los bordes de un fin sin fin en el que no hay proceso ni tendencia, y en el que no se atisba más salto o ruptura que el que siempre ha anunciado en el imaginario colectivo la muerte súbita de una catástrofe extemporánea. De ahí el interés que despiertan, en este fin de milenio, toda suerte de apocalipsis. No es una cuestión de fechas, aunque siempre ayudan a alimentar la imaginación. El fenómeno responde, más bien, a la imposibilidad de pensar, hoy, la manera de poner fin a lo que hay. El único recurso a mano, porque no necesita de metas ni finalidades, es entonces el del cataclisma total.
El fin sin fin de esta conclusión permanentemente inacabada que son las prisiones de lo posible vuelca y desborda la idea del “monde fini” que puso en circulación Paul Valéry y que aún hoy en ensayos recientes se retoma con facilidad. Más allá del agotamiento de lo oscuro y del desvelamiento de la más nimia parcela por descubrir, el mundo sigue acabándose sin acabar, porque no sólo se ha dado el mapa exhaustivo de su corteza planetaria sino también la obvia cartografía de sus posibles. Si el “tiempo del mundo acabado” tiene futuro, éste será el de una realidad que navega hacia sí misma, guiada por el mapa infinito de sus posibles. Es el futuro del mundo, que puede ser infinitamente gestionado. Embarcados en esta navegación autorreferencial por la que un modelo solo, portador de todos los posibles, se reproduce y se confirma a sí mismo, todo mirar hacia adelante queda reducido a la tonalidad de una adhesión anímica: optimista, y entonces podremos alimentar un voluntarismo constructor de pseudo-futuros en forma de biografía, de proyecto o de avance material, sea del tipo que sea; o pesimista, y entonces vendremos a engrosar las filas de cansados, cínicos e indiferentes a los que este mundo de infinitos posibles no dejará tampoco parar de trabajar. Estas parecen ser las opciones que ofrecen los tiempos del fin (de la historia, de las ideologías, etc.), que paradójicamente son los tiempos de un mundo en el que todo es y se ha hecho posible. Pero hay navegaciones difíciles, y las hay también que complican su travesía. Las hay incluso que, porque se emprenden con el único propósito de zarpar, acaban por extraviar el rumbo y hacer inservible el mapa. Sólo en éstas valdrá la pena aventurarse.
4. Las prisiones de lo posible
Esta realidad obvia y precaria de unas redes de lo posible que no dejan nada fuera ni se tienen a sí mismas como límite es a lo que queremos llamar las prisiones de lo posible. Todos los posibles confirman en ellas a un mismo mundo: un mundo que se ha quedado solo. Esta soledad no se debe únicamente a que desde el pensamiento crítico no se pueda pensar y vivir en relación a la idea de otro mundo. Es que la realidad misma no necesita de la referencia a nada otro (ni un sueño, ni una meta, ni un espacio por civilizar) para dirigir su movimiento: no necesita encaminarse hacia nada más que hacia sus propios posibles. Por eso se puede decir que el desarrollo mismo de la sociedad y de su corazón capitalista han decretado el fin de la modernidad. Hay mucho futuro, pero no hay proyecto; hay un abanico infinito de posibles por explorar, pero nada decisivo que desvelar. Podríamos decir que son los tiempos de un nuevo universalismo, que no es resultado de una regresión hacia lo premoderno sino, creemos, de un salto más allá. Es el universalismo de lo obvio: un universalismo desfundamentado y desnudo de razones. Es ahí donde la imposición estúpida e impotente de “lo que todo el mundo sabe”, de “lo que nadie puede negar” toma más fuerza que nunca.
El orden de la contingencia ha resultado ser, para nosotros, el de una contingencia irrevocable, sin fundamentos ni argumentos: prisiones sin afuera y sin salida; espacio de la elección al que no hay alternativa. Pero no todo acaba ahí. La ambivalencia misma del concepto de posible lo impide. El modelo de racionalidad y de legitimidad que lleva en sus entrañas es fuerte. Tan fuerte como el sentido común. Alternativas, disyunciones, y el gran pilar de la elección. Sensatez e insensatez que constituyen una ontología. Sabiduría del límite que construye una gran prisión. Abierta. Pero todo modelo, por serlo, abre unos campos de batalla. Sólo se piensa contra un patrón, apuntando a un impensado. Lo posible tiende también sus batallas. Su vocación normativa y fundamentadora no lo agota. En el concepto de posible se abre siempre, también, esa relación con el rostro inacabado de lo real: con sus inadecuaciones, excesos y precariedades. ¿Cómo pensar lo posible contra el modelo de orden que entraña?
5. La escenificación del fin de lo político y sus discursos
En la reiteración de ese enunciado inicialmente vacío y estúpido, “todo es y se ha hecho posible”, han desfilado delante nuestro la extrema diversidad y desigualdad de un mundo incuestionablemente único, la aguda imprevisibilidad de un mundo en el que todo está dado y el carácter concluyente de una realidad no acabada. Han empezado a girar, así, las tres paradojas que hacen funcionar lo posible como ley que nos ata a lo que podría ser de otra manera o no ser; las tres ruedas que alimentan la irrevocabilidad de lo que no tiene porqué ser y al mismo tiempo no puede ser de otra manera. Son las tres expresiones de esa extraña fatalidad que no se fundamenta en ningún absoluto ni se desprende del decreto autoritario de ningún dios, sino en la metástasis de lo posible como obvia cartografía de lo que hay. Sobre su irresoluble girar, lo posible nos pone en la obviedad de una realidad abierta y sin afuera que no se deja (des)hacer, sólo confirmar. Por eso, instaladas en esta conjunción aproblemática y aporética a la vez, las prisiones de lo posible escenifican el fin de lo político. Lo posible, en su invariable cantinela compuesta de alternativas, elecciones y contingencias por transformar, muestra ahora sin ambigüedades que no es un arma política para la creación de mundos: en el territorio infinito y fatal que dibujan su inteligibilidad y su legitimidad, hemos visto desvanecerse la idea de un mundo otro e integrarse a la alteridad claudicante, hemos asistido a la neutralización de la novedad en una imprevisibilidad reconocible y a la múltiple celebración de una libertad que ha perdido el problema de su “para qué”; finalmente, nos hemos encontrado embarcados en el fin sin fin de un no-futuro con mucho tiempo por delante. Aquí es donde los dientes pueden empezarnos a rechinar y donde nuestro no-saber, hasta ahora pura estupidez e impotencia, puede empezar a balbucear. Aquí es donde el “todo es y se ha hecho posible” podrá levantarse como problema que no ha hecho más que empezar. Pero para ello tendremos que desprendernos de algunas de las inercias que, articuladas como estrategias que crean zonas de seguridad, han localizado el discurso, lo refuerzan y coartan con el peso de una verdad y conjuran, así, el peligro idiota de un nuevo balbuceo: el balbuceo de los que sin buscar ni esperar nada, pensando lo posible contra lo posible, aspiran al mundo como mundo por demoler aún.
El primer discurso que, a pesar de tentador y reconfortante, cae por su propio peso es el de los proyectos emancipatorios que se agarran sin tregua al descubrimiento de nuevos posibles u2013sociales, ecológicos, tecnológicos, etc.u2013 con los que abrir camino hacia un futuro mejor. Los objetivos se diversifican, se hacen más variopintos y concretos, quizás no aspiran a subvertir, pero sí a mejorar… En todo caso parten de un mismo esquema insostenible después de todo lo que hemos visto hasta aquí: que hay un horizonte de posibles (sean más o menos ideales), por encima de una realidad injusta, deficiente y eternamente decepcionante, a los que hay que apuntar y por los que hay que luchar. En el mejor de los casos, es un discurso cargado de buenas intenciones pero los discursos, como sabemos, no se miden por sus intenciones ni en función de un margen de error. Debemos prestar atención a los efectos de realidad que producen y en este caso, como veremos, no son inocentes ni inofensivos. El empeño en mantener una supuesta oposición crítica entre la realidad y un horizonte de posibles tiene dos consecuencias principales: en primer lugar, produce un bla bla bla risible pero edulcorante y tranquilizador que vela “lo que todos sabemos” (que todo es posible y sin embargo no podemos nada… más que escoger) y llena el vacío estúpido e insoportable que nos engulle cuando no tenemos nada que decir. Es un bla bla bla que calma y culpabiliza: calma a quienes no se atreven a vivir sin opciones ni re-soluciones y culpabiliza a quienes no creen ni quieren creer que van a cambiar el mundo. En segundo lugar, pone en marcha una dinámica de pequeños éxitos y continuos fracasos que, enraizada en la renuncia y el miedo, refuerza la lógica de la elección (“esto mejor que nada”) y ahonda en el cansancio voluntarista de una navegación ancorada en sus proyectos: una navegación que, sin atreverse a zarpar, se empeña en seguir trazando rutas sobre el mapa mientras refuerza los nudos de sus amarras: cada vez más impotentes, cada vez más estúpidos, cada vez más culpables y cada vez más prisioneros, claro está, de lo posible. Apelar a todos los sueños que un día se harán realidad y esforzarse en demostrar la posibilidad de sus posibles produce hastío. En las prisiones de lo posible sólo nos interesan los sueños que dejan, al despertar, la huella imborrable de la noche. No se escogen, no se argumentan y lo que menos importa es que se hagan realidad. Son los sueños que hacen que ya no seamos los mismos al siguiente despertar.
Junto a los proyectos emancipatorios, hay otros discursos que más que caer por su propio peso deben quedar inmediatamente desbordados por nuestra mirada sobre las prisiones de lo posible: los que, sea desde la perspectiva que sea, narran la historia de un final. Por extremos y prototípicos nos referiremos, muy brevemente, a dos: la teoría del fin de la historia (en la versión que da Fukuyama) y la teoría del simulacro o de la evanescencia de lo real, tal como la ha pensado Baudrillard. De alguna manera, y por eso vale la pena tenerlos en cuenta, ambos son discursos que se sitúan en las prisiones de lo posible, porque dan por acabada e irrecuperable la proyección de nuevas realidades que se apoyaría en un horizonte de posibles con capacidad para desmentir lo que hay y abrir nuevas tierras y caminos. Pero, como veremos, lo hacen desde una perspectiva que no puede sino encadenarnos aún más. Para la teoría del fin de la historia, cuya voz más altisonante ha sido la de Fukuyama pero que nos habla cada día desde las múltiples voces del sistema político y económico mundial, la ausencia, históricamente demostrada, de alternativas a un modelo que se hace así portador de todos los posibles lo convierte inmediatamente en el advenimiento (empíricamente imperfecto pero innegable) de un ideal a celebrar: la democracia-mercado. Su “historia de un final” es por tanto la proclamación de una “buena nueva”. Desde la teoría del simulacro, el agotamiento de los posibles como instancia crítica y motor de alternativas no tiene que ver con el hundimiento histórico ni teórico de esos mismos posibles. Es el resultado de algo muy distinto: del asesinato de la realidad, que ha sido suplantada por los signos que dan fe de ella. Disuadida en el espacio absoluto y transparente del simulacro, sin original ni referente, la realidad no ha triunfado: en la superficie de las apariencias es la gran ausente, el vacío cuya desaparición no ha dejado huella. La impotencia de lo posible, su insistencia en hablarnos de lo que hay y confirmarlo infinitamente, queda así explicada mediante un desplazamiento que sólo puede dejarnos a las puertas del aquí y ahora de un “apocalipsis” de lo virtual, es decir, en una generación para siempre interminable y reciclable de simulacros que nos ha sustraído irremediablemente tanto la realidad como la ilusión.
Ambos discursos asumen, por lo tanto, el paradójico fin sin fin de las prisiones de lo posible de tal manera que se enclavan en él, con triunfo o con melancolía, y lo hacen de-finitivo. El primero, con el gozo cínico e insultante, dadas las circunstancias, del “ya hemos llegado”; el segundo, con el gesto cansado e impotente del “se acabó…”. Para ver qué perspectivas adoptan en las prisiones de lo posible, podríamos decir que si el primero nos encadena, celebrándola, a su aproblematicidad, el segundo nos amarra, con impotencia y finalmente con una indiferencia cool, a su aporía. Más allá entonces de la persecución voluntarista y cansina de nuevas posibilidades, las prisiones de lo posible tienen otras dos modalidades de condena: el triunfalismo de su rostro aproblemático y la indiferencia que genera su rostro aporético. El primero refuerza nuestro aplastamiento en la obviedad transparente y llanamente visible de lo que hay; el segundo perpetúa la irresolubilidad infinita de una realidad más y más extraña e intocable. Uno y otro secuestran y nos sustraen lo posible, a la vez que nos encierran en un mundo en el que todo es y se ha hecho posible. ¿Cómo será una mirada que no se detenga en el “donde hemos llegado” ni le interese “lo que se acabó”? ¿Cómo y hacia dónde emprender el éxodo que parte de este mapa sin exterioridad que son las prisiones de lo posible?
Marina Garcés, En las prisiones de lo posible, Ed. Bellaterra, Barna 2000