Recordarán ustedes el planteamiento que hace ya algunas semanas presentó el presidente Obama cuando se tuvo noticia de la existencia de un programa de vigilancia por parte del Gobierno de Estados Unidos en internet que parecía atentar contra determinados derechos individuales. Sus palabras al respecto fueron rotundas: “No se puede tener el cien por cien de seguridad y el cien por cien de privacidad”. Era un mensaje claro, aparentemente inequívoco, propio de un buen comunicador como sin duda lo es el actual inquilino de la Casa Blanca. Pero no es obvio que dicha rotundidad permita poner en orden los diversos asuntos implicados bajo esa disyuntiva.
Porque lo que la gran mayoría de personas dio por descontado fue que la seguridad a la que Obama hacía referencia era la de la nación americana, un bien colectivo de enorme importancia en la actualidad –máxime cuando tantos analistas han dictaminado que vivimos en la era del terrorismo global–. Nadie pensó en la posibilidad de que la seguridad que hubiera que salvaguardar fuera precisamente… la de la privacidad, y valdría la pena preguntarse por qué. Muy probablemente, anticipémoslo, porque se ha ido generalizando el convencimiento de que dicha privacidad es, a estas alturas, una mercancía francamente devaluada.
No hace falta ser un gran experto en informática para darse cuenta de que, con independencia de las ocasiones en que hayamos aceptado expresamente el uso de nuestros datos para recibir información comercial, nuestras visitas a diferentes páginas quedan registradas y nos vienen devueltas en forma de recomendaciones cuando abrimos cualquier buscador. Hasta tal punto nos hemos acostumbrado a esta irrupción en la presunta privacidad de nuestro ordenador que hemos terminado por no concederle mayor importancia, probablemente porque la inmensa mayoría preferimos pensar que nuestro anonimato permanece a salvo no tanto porque esté protegido por ninguna instancia (y menos pública) como porque lo más probable es que nadie tenga especial interés en irrumpir en nuestra privacidad.
Pero está claro que un argumento así resulta inadmisible en la medida en que termina significando la aceptación, derrotista y resignada, de un estado de cosas en modo alguno aceptable. Probablemente si eso mueve a tan poco escándalo es porque en gran medida han sido los propios individuos, que ahora se supone que deberían alzar la voz ante la amenaza de invasión de su esfera privada, los que han contribuido a sacar a la luz lo que se supone que debería permanecer en las sombras de lo privado. Me refiero, obviamente, a ese específico exhibicionismo que tiene lugar en algunas redes sociales, en las que los titulares de sus cuentas muestran, prácticamente sin ningún pudor, dimensiones de su vida y de sus relaciones que les dejan en una situación de absoluta indefensión desde muchos puntos de vista. Es de sobra conocido que una práctica habitual de muchos jefes de personal consiste en introducirse con seudónimos en estas redes sociales para poder examinar en ellas aspectos personales de los candidatos y candidatas que aspiran a obtener un puesto de trabajo en sus empresas (aspectos obviamente no recogidos en los currículums que presentan).
Más allá de consideraciones psicológicas acerca de los mecanismos mentales que impulsan a los individuos a mostrar en el escenario público, en este caso virtual, lo que debería permanecer fuera de él (eso es lo que designa, literalmente, el término obsceno), importa resaltar un elemento estructural del proceso. El hecho de que muchas personas se entreguen voluntariamente, desnudándose y exponiéndose, a la mirada panóptica obliga a plantear estos asuntos en otros términos, alejados de las tradicionales invocaciones a la corrupción y a la libertad de información.
En realidad, la vigilancia y el control que se dan a través de las redes sociales no se puede decir, propiamente, que hayan acabado con el preexistente vínculo de la confianza, tan enaltecido en su momento por
Fukuyama: se han limitado a ocupar el lugar que esta ha dejado vacante tras su retirada de la vida social. Esta nueva vigilancia (vigilancia posmoderna, acaso la podríamos denominar) no se realiza como un ataque a la libertad. Más bien al contrario, cada uno de los individuos participantes, de los nodos de la red, se entrega a la misma práctica: el morador del panóptico digital es víctima y actor a la vez: controla y es controlado, vigila y es vigilado, todo ello en un solo y mismo movimiento. (El filósofo alemán de origen coreano
Byung-Chul Han ha presentado en su librito
La sociedad de la transparencia, de próxima aparición en España, perspicaces observaciones sobre esta cuestión.)
No se trata, entiéndaseme bien, de desresponsabilizar a los poderes políticos o económicos, sino de llamar la atención sobre el hecho de que la coacción que padecemos es fundamentalmente sistémica. Lo que, en definitiva, es como decir que constituye más un imperativo económico y tecnológico que un designio moral o político. Nos vemos abocados a ejercer dicha coacción porque en cierto sentido somos, nosotros mismos, el efecto de esta nueva realidad en la que vivimos inmersos.
Manuel Cruz,
Privacidad, mercancía devaluada, La Vanguardia, 05/07/2013