¿Cuántas veces nos hemos hecho la pregunta de por qué determinada persona, siendo tan inteligente, cree cosas absurdas o realiza actos igualmente absurdos? El hecho de que nos hagamos esta pregunta indica que seguimos confundiendo inteligencia con racionalidad. Lo segundo es más raro que lo primero, básicamente porque lo segundo requiere esfuerzo y disciplina.
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Isaac Newton |
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varias ocasiones hemos hablado de la importancia que los sesgos cognitivos tienen en nuestro comportamiento. Uno de los que más nos cuesta reconocer que influye en nosotros es el comportamiento impuesto por la manada: hacemos lo que hacen los demás, simplemente porque lo hacen los demás. Es un comportamiento que tiene su lógica evolutiva: si todo mi grupo huye, mejor huyo yo también y luego, ya si eso, pregunto por qué corren; quedarse a averiguar la causa podría convertirme en la cena de un depredador. Lo mismo aplica a la búsqueda de comederos (preferimos bares y restaurantes con gente a vacíos), a la pareja (en la que encontramos atractivo al espécimen ya elegido y favorito de otros congéneres), o lo que nos gusta, divierte o emociona en general (por eso las risas enlatadas, los aplausos inducidos o las imágenes seleccionadas de público secándose las lágrimas en los programas de televisión). En esta era 2.0 seguimos sujetos al mismo principio, como ponía de relieve
un estudio aparecido la semana pasada sobre nuestro comportamiento en Facebook.
Como apuntábamos al comienzo, la inteligencia no nos salva de él salvo que la utilicemos para desarrollar pautas que nos eviten caer inconscientemente en estos comportamientos que muchas veces son usados contra nosotros (básicamente por vendedores, publicistas, políticos y timadores; lo que no significa necesariamente que sean lo mismo). Tampoco nos salva la ciencia. Ni saber matemáticas. Ni ser religioso. Sólo la disciplina mental es de alguna utilidad.
Pero, mejor que argumentar, ilustrémoslo con un conocido caso histórico. En ningún lugar se expresa mejor de forma cuantitativa la irracionalidad humana que en el mercado de valores. Aún más desde que existe la prensa. Así que empecemos por el principio: Inglaterra, comienzo del siglo XVIII.
La Compañía de los Mares del Sur (CMS) fue fundada en 1711 por Robert Harley, ministro de hacienda (
first lord of the treasury) de la reina Ana de Gran Bretaña e Irlanda, con el fin último de crear aliados políticos. Harley quería acabar con la impopular Guerra de Sucesión en España que estaba afectando terriblemente a la economía británica. La CMS, mediante un decreto del parlamento, consiguió el monopolio para encargarse del comercio de Inglaterra con las colonias españolas en las Indias Occidentales y Sudamérica. Harley le dijo a todo el que le quiso escuchar que el permiso, imprescindible para llevar a cabo ese comercio, sería concedido por el rey de España tras la paz. La CMS se las prometía muy felices.
El comienzo del siglo XVIII fue una época optimista. Los europeos tenían pasión por los negocios y los viajes de exploración. Seguían los acontecimientos con fruición a través de un medio que acababa de aparecer, el periódico. En 1702 Londres tenía un solo periódico; en 1709 había 18. Harley, político muy hábil, descubrió pronto cómo usarlos para la propaganda de forma eficaz. Contrató a Daniel Defoe (el autor de “Robinson Crusoe”) o a Jonathan Swift (el de “Los viajes de Gulliver”) para que escribiesen para él. Los gerentes de CMS, por su parte, entendieron también la importancia de la publicidad (así como la de la letra pequeña) para su negocio, y llegaron a emitir algunas de las primeras notas de prensa de la historia.
Baste lo anterior para poner de relieve que los objetivos de la CMS, y sus probabilidades de beneficio, estaban sujetos a multitud de variables geopolíticas, además de las propias de una empresa marítima. De hecho, desde su fundación la compañía vivió altos y bajos en consonancia con la evolución de los acontecimientos en España. Pero a comienzos de 1720 todo parece solucionarse de golpe para la empresa (el lector interesado puede leer los detalles
aquí,
aquí y
aquí). El optimismo generalizado, los intereses políticos (refinanciación de la deuda del estado) y la actuación de los propagandistas llevan a que una acción de CMS multiplique por diez su precio, de 100 a 1000 libras, en el primer semestre de 1720.
Quizás debamos recordar en este punto que, trabajando en estrecha colaboración con el ministro de hacienda estaba el “Guardián y Señor de la Ceca” (el director de la casa de la moneda). Desde 1701 el
Warden and Master of the Mint era Sir (desde 1705)
Isaac Newton.
En la primavera de 1720 Sir Isaac era propietario de acciones de CMS. El mayor científico de todos los tiempos y una de las mayores inteligencias que el mundo ha visto, analiza la situación de sus acciones y concluye que no existe base para que su precio se esté disparando de esa manera. Se afirma que llegó a decir: “podría calcular los movimientos de los objetos celestes, pero no la locura de la gente”.
Newton, juiciosamente, vende sus acciones a cerca de 200 libras cada una con un beneficio de casi el 100%, lo que le supone una ganancia de 7000 libras netas (alrededor de un millón de euros actuales).
Meses después, con la acción acercándose a las 1000 libras,
Newton no puede remediar caer ante el entusiasmo de sus conciudadanos y, siguiendo el comportamiento ancestral de los mamíferos, vuelve a comprar (igual que hubo gente que compró “Terras” a más de 150 € o cualquier otra puntocom a precios estratosféricos y sin base). La burbuja estalló poco después devolviendo la acción a un precio más cercano a su valor en libros, es decir, el entorno de las 100 libras.
Newton perdió en su rapto de irracionalidad 20.000 libras, unos tres millones de euros actuales.
Newton no permitió durante el resto de su vida que nadie pronunciase las palabras
south sea en su presencia.
César Tomé López,
Siguiendo a la manada; de los Mares del Sur a Facebook, Cuaderno de Cultura Científica (kzk), 13/08/2013