El 26 de diciembre de 1991, el Frente Islámico de Salvación (FIS), un grupo en el que convivían desde islamistas moderados hasta quienes buscaban reinstaurar el califato y la Sharía, obtuvieron el 48% de los votos en la primera vuelta de los comicios celebrados en Argelia. Considerando que se trababa de un resultado inaceptable dados los antecedentes antidemocráticos de los vencedores, el 11 de enero de 1992 el Ejército procedió a anular el proceso electoral y precipitó la renuncia del presidente Chadli Bendjedid. A continuación, los militares decretaron el estado de emergencia, declararon ilegal al FIS y se apresuraron a encarcelar a buena parte de sus miembros.
A lo largo de los siguientes seis años, una feroz guerra civil se dio paso en el país. Numerosos seguidores del FIS, así como sectores islamistas enemigos de éste como el Grupo Islámico Armado (GIS), organizaron guerrillas que se enfrentaron al ejército y entre sí. Según los reportes más conservadores, el conflicto se cobró unas 100 mil víctimas, incluyendo una amplia lista de masacres perpetradas en numerosas
wilayas (provincias); el GIS se hizo responsable de varias de ellas, aunque diversas fuentes señalan la indiferencia de las autoridades frente a los ataques. No sería sino hasta 1997, cuando los líderes del FIS declararon un alto unilateral y el ejército se concentró en derrotar militarmente al GIS, que Argelia entró en una ardua reconciliación.
Este escabroso periodo de la historia argelina, enmarcado en la época inmediatamente anterior a los ataques del 11-S, con frecuencia ha sido minimizado u olvidado al analizar los últimos acontecimientos ocurridos en esa atribulada región del mundo, de la esperanzadora (y engañosa)
Primavera árabe al reciente golpe de Estado en Egipto, pasando por la guerra civil en Siria. Sin embargo, resulta imposible no advertir en el distante episodio argelino una suerte de germen de todos los conflictos que siguen en activo en la zona y frente a los cuales los demócratas del mundo no han sabido cómo reaccionar, o lo han hecho de las maneras más equívocas y contradictorias.
Los factores que alimentan el drama parecen repetirse. En primer lugar, una serie de autócratas, algunos más afectos a la sangre que otros, sostenidos por Occidente como bastiones contra el comunismo (primero) o el islamismo (después). Luego, una corriente democratizadora, impulsada por los pensadores liberales de esas mismas naciones occidentales, que impulsa a los ciudadanos a rebelarse contra los sátrapas. A continuación, una primera apertura que permite la celebración de elecciones más o menos libres, las cuales sin falta son ganadas por los islamistas que, tras largos años de persecución, son los mejor preparados para ganar una competencia abierta.
A partir de allí, la catástrofe: por más que su victoria sea legítima -y que, por ende, nuestros demócratas liberales se digan obligados a apoyarlos-, éstos apenas tardan en imponer las medidas propias de su agenda teocrática, provocando un amplio descontento entre la población. Pretexto ideal para que los militares, bien subvencionados por Occidente y reacios desde el inicio a cualquier experimento democrático, decidan recuperar el poder que les entregaron a regañadientes. El resultado final: cientos o miles de muertos y unas sociedades que por mucho tiempo no vuelven a sentirse tentadas a repetir el experimento democrático.
Más que invocar de nuevo la obtusa discusión en torno al carácter autoritario de la tradición musulmana, conviene fijar los términos que la cuestión ha suscitado en Occidente. ¿A quiénes han de defender nuestros demócratas, a los islamistas que ganaron legítimamente las elecciones, por más que sus principios sean antidemocráticos, o a los militares que, con el argumento de restaurar la democracia, la cancelan por la fuerza? El problema resulta tan espinoso que tiene el riesgo de morderse la cola: en uno y otro caso nuestros férreos demócratas terminan apoyando a falsos demócratas (en uno y otro caso, sostenidos por sus gobiernos). ¿Se trata entonces de elegir entre el menor de los males? ¿O de enmascarar un ejercicio de
realpolitik?
Este dilema, uno de los más ásperos de nuestro tiempo, sobrevuela también sobre la decisión de atacar a Bachar el-Assad en Siria. Nadie duda de que se trata de un feroz dictador -como antes Mubarak y hoy Al-Sisi-, pero su caída podría precipitar un nuevo (y desaconsejable) triunfo de los islamistas en otro país limítrofe con Israel. Según Obama, el uso de armas químicas contra su población vuelve el castigo imprescindible. En cambio, el centenar de víctimas en Egipto ni siquiera ha provocado que Estados Unidos suspenda la venta de armas y aviones a los militares egipcios. Como es obvio, las preguntas anteriores no son fáciles de responder, como le gustaría a numerosos comentaristas liberales, y sólo nos permiten atestiguar cómo la aguerrida agenda de nuestros demócratas salvajes se resquebraja ante nuestros ojos.
Jorge Volpi,
Los demócratas salvajes, El Boomeran(g), 01/09/2013
Originalmente publicado en el diario Reforma, 01.09.13