by Gabi Beltrán |
No sólo para eso, claro. A veces hay que vivir fuera para ganarse la vida; a veces dan ganas de hacerlo para aliviarse de las neurosis nacionales, o porque a uno le vence la sensación de vivir en un país frío y feroz, moralmente abyecto. Un país donde va a la cárcel quien roba diez euros y no quien roba diez millones. Donde la vida pública parece un estercolero en el que hozan sinvergüenzas especializados en dar lecciones de ética y mentirosos disfrazados de paladines de la verdad. Donde la televisión da asco y pena, mientras que las escuelas, las universidades y las librerías sólo dan pena. Un país de ganadores y perdedores donde no se sabe ganar ni perder, porque las derrotas siempre se atribuyen a los demás, y las victorias, a uno mismo, y porque los ganadores sólo conocen la chulería, y los perdedores, el rencor. Un país donde se inventan problemas ficticios para esconder los reales, y donde políticos trileros organizan engaños masivos para tapar incompetencias y corrupciones masivas y los presentan como ejercicios de radicalidad democrática. Un país sórdido y sucio, donde se confunde ser tolerante con ser pusilánime, donde la rapacidad se viste de altruismo y donde prosperan los canallas, incluidos los canallas de las buenas causas. Un país de pícaros, cobardes y cantamañanas, donde todavía gobiernan los curas. Pero no es verdad: no somos esencialmente peores que otros, aunque a veces lo parezcamos; de hecho, ni siquiera sé muy bien qué demonios significa eso de “esencialmente”. Una vez coincidieron Fernando Fernán-Gómez y Erland Josephson, el protagonista de tantas películas de Bergman. “¿Sabe usted cuál es el pecado nacional español?”, le preguntó Fernán-Gómez al gran actor sueco. “No”, contestó naturalmente Josephson. “La envidia”, le informó Fernán-Gómez. “Caramba”, replicó Josephson. “¿Pues sabe usted cuál es el pecado nacional sueco?”. “No”, contestó naturalmente Fernán-Gómez. “La envidia”, dijo Josephson. Así que, como suele decirse, en todas partes cuecen habas (salvo, al parecer, en el Perú, donde, según el poeta César Moro, sólo cuecen habas), y la España de hoy no es ninguna excepción. De hecho, muchos extranjeros que visitan nuestro país se asombran de que, a pesar de la brutal situación que vivimos, las calles sigan animadas por un gozo vital permanente y no se haya producido una explosión social, cosa que en parte se debe, como todos sabemos, a una doble ONG llamada familia y amigos. Nada más lejos de mi intención que ponerme patriótico, pero esa capacidad para la alegría trágica y para la compasión real son, a mi entender, dos virtudes considerables. Aunque quizá para apreciarlas del todo también haya que vivir fuera. Quizá para vivir dentro hay que vivir fuera.
Javier Cercas, Vivir fuera, El País semanal, 01/09/2013