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Atenas creció y consolidó sus instituciones durante el mismo período que Esparta, pero en sentido opuesto. En vez de ser una ciudad continental, Atenas se alza a orillas del Egeo, en el centro de la península ática, con un puerto excelente, el Pireo. Sus pobladores eran jonios, y parece que sufrieron menos que otros pueblos de este grupo griego el embate de las invasiones dorias. Quizá por esta razón, más el hecho de ser los jonios los pueblos más cercanos a otras civilizaciones del Asia Menor, Atenas pronto empezó a desarrollar una original cultura. Desde el punto de vista político, ésta se plasma nada menos que en la creación de la primera democracia que conoce la historia. Esto tuvo lugar tras la progresiva disolución del poder monárquico en el Ática y la concentración en torno a la Acrópolis de las tribus que la poblaban, en un plano de igualdad política.
Conocemos con bastante precisión las instituciones de la democracia ateniense, sobre todo después de la reforma en ellas introducida por Solón (594 a.C.) y después por Clístenes (507 a.C.). La más importante de ellas era la Ecclesía o asamblea general de los ciudadanos. Todos los varones mayores de edad podían asistir a ella y participar en sus deliberaciones. Lo crucial en ella era el derecho a hablar francamente que poseía cualquiera que lo deseara, sin temor alguno a las represalias de los poderosos. La democracia, descubren los atenienses, no consiste sólo en la representación política a través del voto, sino también en la participación libre y sin peligro en la conversación pública. Se legitima así la discrepancia en nombre del respeto debido a todo hombre libre como miembro del cuerpo político, esté o no conforme con las decisiones de los demás o con las leyes a las que, en todo caso, debe obedecer, pero que puede intentar cambiar. Tener la voz y la palabra sin riesgo para la seguridad y paz propias y las de nuestros allegados y familia puede parecer, veintiséis siglos después, algo elemental. A pesar de que las tiranías y totalitarismos del siglo XXy aún del XXI muestran la grandeza de semejante innovación en la Atenas del siglo VIa.C., conviene recordar su alcance y originalidad. Representa la atribución de dignidad e inviolabilidad a todos los ciudadanos, por el mero hecho de ser miembros de una comunidad política compartida.
Comoquiera que el tamaño de la Ecclesía era excesivo para que funcionara eficazmente, había un Consejo de los Quinientos que venía a ser el parlamento de la ciudad, y que era el que normalmente iba legislando y marcando las directrices políticas. Junto a estos dos cuerpos políticos hallamos el Consejo del Areópago, especie de cámara alta parlamentaria, reminiscencia aristocrática, y los tribunales con jurados populares. Estas instituciones, en sí, no harían de Atenas una democracia, pues todos los estados griegos, fuere cual fuere su constitución, poseían asambleas deliberantes. Lo importante del estado ático era la forma de acceso del ciudadano al poder y su participación en la vida general de la sociedad. En efecto, el ateniense entendía que la participación activa en la vida política era una de las atribuciones de todo ciudadano normal. El hombre ajeno a la política —apático o indiferente, encerrado en sí mismo— era considerado imperfecto y vicioso. La actividad pública era, pues, una virtud.
Era también esencial que el poder, además de responder a los deseos de los ciudadanos, estuviera distribuido entre ellos equitativamente. Con este fin, las leyes atenienses preveían que los cargos públicos fuesen repartidos echándose a suertes, en su mayor parte. He aquí una peculiaridad descollante de la democracia ateniense, muy diferente de la idea más moderna de democracia representativa, es decir, mediante votación. A través de esta lotería política, cualquier ciudadano alcanzaba un puesto de responsabilidad, y el privilegio o las añagazas del politiqueo eran así eliminadas en parte. Por otra parte, Atenas no se constituye en un gobierno centralista, a pesar de su pequeñez, sino en un conjunto de barrios, mal lamados tribus o demos, con autonomía administrativa, y de donde salen los candidatos para la Asamblea de los Cincuenta, una sección reducida del Consejo de los Quinientos, y que poseía aún más capacidad de maniobra y eficacia. Este Consejo reducido tenía un presidente, quien, por serlo, ocupaba la autoridad suprema de la ciudad-estado. Tal honor sólo podía poseerse durante un día y una sola vez en la vida. Hasta ese extremo de sana desconfianza llegó la actitud del pueblo ateniense frente al poder prolongado de una sola persona.
El funcionamiento del Consejo dependía de que la Asamblea popular le permitiera actuar, para lo cual tenía que ganarse la voluntad y la opinión públicas. Pero el pueblo ejercía su control sobre el gobierno más claramente a través de sus tribunales. Éstos estaban formados con individuos nombrados por los demosy podían juzgar, sin apelación, a cualquier ciudadano. Así, aquellos que poseían cargos de responsabilidad podían ser perseguidos criminalmente y castigados por un tribunal. Aun antes de ocupar un cargo, los tribunales populares podían someter a examen al candidato. Los atenienses estaban muy conscientes de la identidad entre pueblo y tribunales, y muy celosos de que la fuerza de éstos no disminuyera, única manera de que su democracia subsistiera con toda su delicada estructura.
Hay enormes diferencias entre la democracia helénica y la de nuestros días. Aunque el ateniense desconocía los derechos de los no ciudadanos o de los esclavos, las democracias contemporáneas, en cambio, son a menudo mucho más restringidas en la capacidad de participación auténtica de sus ciudadanos en el poder público. Además, con todos sus defectos, Atenas establece unos principios indiscutidos por todo hombre que se considere demócrata tanto hoy como entonces: responsabilidad del hombre público ante la ley, límites de competencia, límites temporales en el ejercicio de su cargo, soberanía popular, obediencia cívica a la ley promulgada, vida política activa de toda persona responsable. Detrás de todo esto hay un conjunto de actitudes racionales que sostienen el edificio político. Entre ellas está la validez suprema de la discusión política y pública de los asuntos comunes —la conversación política pública— y la desconfianza ante el uso arbitrario de la fuerza. La democracia deliberativa, con su discusión y diálogo públicos implica una fe en el libre examen de los problemas comunes. El ágora de Atenas fue en principio el lugar del mercado, y más tarde el de las reuniones de la asamblea popular. Es además el sitio donde día tras día los ciudadanos se reúnen en corros inoficiales y deliberan incansablemente sobre todo aquello que les parece pertinente. Esto, combinado con la idea de la voluntariedad esencial de la participación política, hace que se desvanezca poco a poco el predominio de la coerción y la violencia, sustituidas por los principios de la cooperación y el respeto a la ley. Surge así esa nueva forma de organizar la vida en común basada en la idea del «gobierno por la palabra», idea que excluye, en la medida de lo posible, tanto la arbitrariedad política como el peligro de tiranía. Ser ciudadano es tener voz, además de voto.
Salvador Giner, Historia del pensamiento social,Crítica, Barna 2013