Intento ahora responder a una pregunta que pasará necesariamente por la mente de quien se haya interesado por esta reflexión y tenga intención de avanzar en la lectura; ¿en qué el planteo de las cuestiones aquí tratadas ha de ser tildado de filosófico, y aun de metafísico? ¿No se ocupa la ciencia de los mismos asuntos?
Quizás un tiempo sí, pero ya no es el caso. Cuando, contra la percepción inmediata, se aventuraban las hipótesis de que la superficie de la tierra tenía curvatura y nuestro astro giraba en torno al sol, era entonces imposible discernir lo filosófico de lo científico. Entre otras razones porque -como señalaba el físico Max Born- el debate carecía en su tiempo de toda implicación en el plano de la práctica y sólo estaba motivado por -según sus palabras- "el ardiente deseo de toda mente pensante". Desinteresada disposición del pensamiento que coincidía con lo afirmado en el texto de Aristóteles sobre el asombro como motor de la actitud filosófica.
Después la ciencia se alejó de la filosofía, siendo quizás el momento clave cuando la inducción y a generalización a través de la misma se convierte en criterio legitimador de la actitud científica. De alguna manera a partir de entonces la ciencia avanza prodigiosamente sin reflexionar, concretamente sin preguntarse sobre la solidez de la base sobre el que iba dando pasos, base en parte constituída por algunos de los principios ontológicos de los que en esta reflexión se trata. Y la novedad es que hoy, acuciada por sus propias constataciones, la ciencia misma está realizando el retorno a la filosofía, entre otras cosas en razón de que la confianza en la firmeza de los postulados se derrumba. Y así, retomando con envidiable conocimiento de causa la cuestión de los principios que se daban por supuesto a la hora de practicar su disciplina, los físicos contemporáneos están sentando las bases de una nueva y esplendorosa meta-física.
Pero hay un segundo aspecto por el cual la disposición filosófica no coincide exactamente con la disposición científica, a saber: la filosofía nunca pierde de vista la causa del hombre. En efecto, lo que llamamos un científico es alguien por definición confundido con el conocimiento objetivable, es un mero representante del sujeto del conocimiento, salva veritate intercambiable con cualquier otro. La ciencia no posibilita diferencias subjetivas, porque el objeto homologa en acuerdo a todos los que practican una disciplina. Por así decirlo, el objeto es quien legisla.
La filosofía ya de entrada relativiza el peso de la razón cognoscitiva, afirmando que se trata tan solo de uno de los intereses de la razón, junto a la razón que se interesa por lo que debe hacerse y la que se interesa por lo que es objeto de admiración o repulsión (asunto kantiano sobre el que no puedo aquí extenderme) pero sobre todo: la filosofía nunca pierde de vista que las modalidades de concretización de la razón son modalidades de un conjunto unificado de todas ellas que es lo que llamamos " hombre". En este sentido la filosofía es un humanismo (humanismo que desde luego nada tiene que ver la samaritana predicación de la necesidad de amar al prójimo, generalmente bien avenida con la situación social que condena a la indigencia a la inmensa mayoría de los que encarnan tal prójimo). Humanismo al que también está retornando la ciencia (Erwing Schrödinger fue en tal sentido un magnífico precursor) cuando se ve obligada a preguntarse si además de someter la subjetividad a la legislación del objeto, el objeto mismo, es decir, el integrante de la naturaleza cognoscible, no es modificado radicalmente por el hecho de que el humano se vuelca sobre el mismo, pregunta que es ya una manera de saltar la barrera que separa de la filosofía.
Metafísica pues sustentada en los aportes de la ciencia; contemporánea aproximación a viejos asuntos que siguen provocando esa situación de estupefacción descrita por Aristóteles: "Pues los hombres empiezan y empezaron siempre a filosofar movidos por el asombro...
Víctor Gómez Pin, Asuntos metafísicos 11, El Boomeran(g), 19/09/2013