Hannah Arendt |
Años después, mientras escribía La lucha por la dignidad, con María de la Válgoma, me interesó otro tema tratado por Arendt: las personas sin Estado. Los desarraigados. En uno de sus primeros libros –Rahel Varnhagen: vida de una judía– hablaba ya del sentimiento de desarraigo de la biografiada, la angustia de carecer de Bild, de un modelo que guiara su evolución. Arendt utilizó el concepto de “paria”, que según Elisabeth Yung-Bruehl, su mejor biógrafa, permite interpretar su obra entera. El acceso a los derechos depende de la pertenencia a un Estado, de la ciudadanía, de la posibilidad de establecer lazos con otras personas. En un momento de la historia en que los desplazados, los apátridas, los refugiados, los sin papeles aumentan dramáticamente, las palabras de Arendt resuenan muy actuales.
Tal vez la necesidad de enraizamiento que sin duda Hannah sentía, tanto en lo privado como en lo político, permita comprender un complejo episodio de su vida: su relación amorosa con Martin Heidegger. Hannah era alumna suya. Un par de meses después de comenzar el curso, el maestro la invitó a una charla en su despacho. Heidegger recordó después este primer encuentro en alguna de sus cartas. La muchacha llegó envuelta en una gabardina, con un sombrero ocultándole la cara, soltando de tanto en tanto un “sí” o un “no” apenas audible. Tras esa conversación, Heidegger le escribió una larga carta con su prosa elaborada y elocuente, y pocas semanas después le declaraba su pasión. Heidegger ejercía sobre sus alumnos una poderosa influencia, que en este caso utilizó de manera poco decente. Hannah tenía dieciocho años, había sido una niña huérfana, melancólica y vulnerable, compartía el sentimiento de inseguridad de muchos judíos, un sentimiento de desarraigo. Se sentía perdida, desamparada, agotada en su empeño por no dejarse acomplejar. En 1945 escribió a su marido: “Esta absurda compulsión, alimentada desde la juventud, a actuar siempre delante de todo el mundo como si no ocurriera nada, eso es lo que consume gran parte de mi energía”. Al elegirla como amante, Heidegger cumplía un sueño de la joven intelectual judía: ser definitivamente aceptada por un representante insigne de la cultura alemana.
Heidegger, un hombre casado, acabó pidiendole que no se vieran más. En agosto de 1933, Hannah Arendt abandonó Alemania, apenas cuatro meses después de que Heidegger ingresara en el Partido nazi y fuera nombrado rector de la Universidad de Friburgo. Volvieron a encontrarse casi veinte años después, cuando Heidegger necesitaba ayuda para su proceso de “desnazificación”. De todo este episodio, Hannah Arendt emerge como una figura honesta, generosa y engañada; y Heidegger como una persona egocéntrica y astuta, como un “mentiroso compulsivo”, en palabras de su ex amante.
En 1936, Hannah conoció en París a Heinrich Blücher, otro refugiado alemán que militaba en un grupo de extrema izquierda. Blücher, un hombre inteligente y discreto, al que tengo una gran simpatía, creía que estaban hechos el uno para el otro, y se empeñó en vencer la resistencia de Hannah, que se había prometido “no volver a amar a ningún hombre”. Lo consiguió. Unos meses después de conocerse, Hannah le escribía: “Me obligaste a confiar en ti, pero sólo en ti, y sólo entre nosotros”. Blücher, con su ternura y su constancia, consiguió que Hannah se olvidara de su desconfianza y su miedo. No consiguió, eso es cierto, que se olvidara de “Martin, la leyenda”, como le llamaba con gran sentido del humor, pero la ayudó a enfrentarse con la turbación que la produjo encontrarse de nuevo con su inolvidable maestro. En 1960, Hannah Arendt escribió una dedicatoria que pensaba mandar a Heidegger, acompañando la traducción al alemán de una de sus obras. Decía así: “Queda este libro sin dedicatoria. Cómo debería dedicártelo, amigo del alma, al que he permanecido fiel e infiel y siempre enamorada”. No envió esa misiva. En su lugar, mandó una fría nota que enfureció a Heidegger.
Heinrich Blücher murió en 1970. Arendt le sobrevivió cinco años. “¿Cómo voy a vivir ahora?”, preguntó a sus amigos. Nunca abandonó el apartamento de Riverside Drive, en el que habían vivido, porque en él la ausencia de Blücher estaba “presente y viva en cada rincón y en todo momento”. Hannah Arendt había conseguido arraigarse. Blücher había sido su patria.
José Antonio Marina, Hannah Arendt y la búsqueda de arraigo, el cultural.es, 12/10/2006