(...) La poesía no emplea metáforas buscando un segundo significado de lo real, sino una exactitud que sólo puede pretender la ciencia del ser único, eso irrepetible que ocurre en un momento.
Así es lo real, un niño que juega. De hecho, este mundo no iría tan deprisa si no presintiera a cada instante el vértigo de su caída. Cada uno de nosotros, por tal miedo de fondo, está muy ocupado. Vivimos ocupados en desalojar la incertidumbre, de ahí que cada minuto se cuente y las tecnologías numéricas hayan de cumplir su cobertura al instante. Hasta los tiempos de espera deben estar ocupados por imágenes o, como mínimo, por temas musicales que nos devuelvan a la economía, la religión social triunfante.
La humanidad reconocida siente miedo de lo que queda del día cuando la sociedad se ha ido. Conjurando este temor sordo, somos pluriempleados en el uni-vivir; estemos en paro o no, vivimos empeñados en que por ninguna rendija se cuele un “tiempo muerto” para el que ya no parecemos tener ninguna tecnología.
En el envés de esta cultura –si el capitalismo sobrevive, una y otra vez, es como cultura, culto de la opulencia que debe tapar el vacío- subsisten algunos momentos de verdad, también algunas disciplinas. Entre ellas, ejemplarmente, esa disciplina del instante que todavía llamamos poesía.(...)
En un imperio en el que la norma es que nadie esté a solas con nada, sino bajo la cobertura del contexto, respirar en la cercanía del tiempo y pensar directamente con los sentidos, “en orfandad”, se convierte en la actividad política por excelencia. Pero en un libro de poesía no se aborda precisamente un universo paralelo, garantizado como algo complementario al otro lado del espejo. Se trata más bien de algo que subsiste entremezclado con el día y capaz de precipitarse en cualquier momento.
De ahí un viejo temor, que vuelve, y dos actitudes frente a él. De un lado, la economía de las disciplinas mayoritarias, empeñadas en que el día se mantenga al margen de la noche y que el tiempo corra, protegiéndonos de ese rumor ancestral del silencio. De otro, algunas zonas dudosas que eventualmente se pueden colar en nuestra fiesta colectiva. Algunas disciplinas del instante que instintivamente buscar desactivar el mal entrado en él, dándole la palabra, dejándole tomar forma y ejercer su “labor de palio”, como dice María Navarro.
En un caso, la fluidez se consigue al precio de no querer saber nada del peso espacial del tiempo, de su espesor mudo. En el otro, es la propia gravedad de vivir la que genera un vuelo, como si las cosas fueran salvadas justo en lo irremediable caída. (...)
¿Qué nos queda una vez que toda la salvación histórica ha desaparecido? Otra vez la existencia, con tal de que seamos capaces de ver alguna senda en el desierto, de amar el silencio de las cosas. Un “amor que sigue a solas celebrando sus liturgias”. Un amor que acaso sólo puede ser correspondido desde su propio impulso, autorizándose a sí mismo. En otras palabras, siguiendo “el deseo mismo de amar como destino”.
Se trata en la poesía, probablemente, de ese tipo de honestidad que habitualmente sólo se revela a las tres de la madrugada, con testigos de fiar. Aunque la poesía intenta sentar esa verdad en la mesa de la mañana: “Eran las cinco de la tarde / y el día aún no había comenzado”. Se resucita entonces una vieja sabiduría en la cual lo más sencillo es a la vez lo más difícil para nosotros.
¿Amistad por lo desconocido sin amigos? En una temblorosa proximidad con las horas, acariciadas como animales que te pueden pisar, la poesía emprende la tarea de volver a creer en lo visible. Toma lo real al pie de la letra, una noche que “está en el borde” de cada esquina. El milagro de lo real, entonces, una posibilidad que linda con lo que es imposible para nuestros instrumentos de medición.
Huérfanos “sin espejo”, amamos la simetría imposible de un doble del día que solamente se diferencia de la versión oficial en una variación milimétrica. Aunque crucial, pues un limbo donde se pueda respirar es el infierno diario percibido de otra forma.
De alguna manera de trata de repetir el día, como quien repite una lección imposible de memorizar, de volver a soñarlo con los ojos abiertos.(...)
Después de cien batallas, “el destino era eso, un recorte en la arena”. Como dice un Libro del frío que probablemente le gustaría a María, llegar al borde y tener miedo de la quietud del agua. Inventando el adiós en el instante, nuestros brazos deben ser metrónomos que repiten en cada momento la “retórica de todos los exilios” (18). ¿Pesimismo? En absoluto, la fuerza política del deseo. Sabiduría de esa infancia que nunca nos deja –es la crisis de cada edad- y que, un poco fatigada, llega por fin a sonreírte.
Ignacio Castro Rey, Sospecha de la luz, fronteraD,18/10/2013
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