|
Hannah Arendt |
En el
post scriptum de
Eichmann en Jerusalén (Debolsillo, 2001; traducción de Carlos Ribalta),
Hannah Arendt escribe: “Este libro no se ocupa de la historia del mayor desastre sufrido por el pueblo judío, ni tampoco es una crónica del totalitarismo, ni la historia del pueblo alemán en tiempos del Tercer Reich, ni por último tampoco, ni mucho menos, un tratado sobre la naturaleza del mal”. Fue también muy cuidadosa desde el principio para definir exactamente lo que estaba haciendo: informar, dar cuenta, contar un proceso judicial. “El objeto del juicio fue la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo alemán, ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el racismo”. Así que conviene aceptar las reglas de juego, y no convertir
el trabajo de Hannah Arendt en otra cosa. El libro está, evidentemente, lleno de los sufrimientos del pueblo judío durante el Tercer Reich, por todas partes hay nazis que manifiestan sin sonrojo sus objetivos y que celebran los avances de su abominable proyecto de Solución Final, sale también Hitler y sus políticas y está, por tanto, empapado por esa sustancia dúctil y que se desliza como un corriente invencible por todos los rincones: el mal. El asunto central, sin embargo, es el proceso, y ese proceso “se centra en la persona del acusado, en una persona de carne y hueso, con una historia suya, individual, con sus propias formas de comportamiento, y con sus propias circunstancias”. Es importante no perder en ningún momento de vista esa cuestión, y más cuando con tanta frecuencia se pretende que la Justicia se pronuncie sobre diferentes abstracciones (“los crímenes del franquismo”, “los horrores de los nazis”, “los excesos de los fascistas”). La cuestión es que solo puede juzgarse a personas concretas por haber cometido delitos concretos, y los jueces tienen que tener en consideración todos los argumentos, los del fiscal y los de la defensa. Etcétera.
Hannah Arendt ha vuelto a despertar interés recientemente por
la película de Margarethe von Trotta, que se centra sobre todo en las circunstancias que rodearon su trabajo sobre el juicio a Eichmann en Jerusalén. Barbara Sukova es una actriz impresionante, pero no se parece nada a Hannah Arendt y eso produce a veces desconcierto.
Antes de
la película estuvo, en cualquier caso,
el texto de Hannah Arendt, que sigue conservando intacto su poder de conmoción. Pero, sobre todo, su radical invitación a pensar las cosas. No hay concesión alguna a cuantos quieren orquestar un espectáculo para servirse del pasado en sus políticas del presente. Su análisis de los elementos jurídicos que rodean el proceso muestra cuánto quedaba (y queda) por hacer en relación a la forma de enfrentarse a los crímenes contra la humanidad. Y está su tesis sobre
la banalidad del mal, que se maneja con soltura e incluso se critica o se ningunea, pero a veces sin haberse entendido de verdad. Eichmann era el mayor de cinco hermanos y en abril de 1932, cuando vivía en Salzburgo y estaba a punto de apuntarse a una logia masónica, ingresó en cambio en el Partido Nacionalsocialista. Lo que andaba buscando era alguna organización que le permitiera ganarse mejor la vida y entró, como cuenta
Arendt, “al cauce por el que discurría la Historia”. “Fue como si el partido me hubiera absorbido en su seno, sin que yo lo pretendiera, sin que tomara la oportuna decisión. Ocurrió súbita y rápidamente”, dijo Eichmann en Jerusalén.
Una vez dentro, y cuando el proyecto nazi empezó a concretarse, trabajó con la meticulosidad propia de un profesional exigente. Debía ocuparse de la deportación de los judíos, borrarlos de la faz de Europa y conducirlos al matadero. Las órdenes las daba Himmler. En primer lugar al jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), que las notificaba al responsable de la Gestapo (la Sección IV de ese inmenso organismo), que era quien se las transmitía verbalmente a la Subsección IV-B-4. Eichmann mandaba ahí. Y fue el más eficaz a la hora de hacer su trabajo. “Esto es como una fábrica automática, como un molino conectado con una panadería”, explicó durante el juicio a la hora de describir alguno de los procedimientos que puso en marcha. “En un extremo se pone a un judío que todavía posee algo, una fábrica, una tienda, o una cuenta en el banco, y va pasando por todo el edificio de mostrador en mostrador, de oficina en oficina, y sale por el otro extremo sin nada de dinero, sin ninguna clase de derechos, sólo con un pasaporte que dice: ‘Usted debe abandonar el país antes de quince días. De lo contrario irá a un campo de concentración”. Se sabe que la mayor parte de los judíos terminó ahí, aquella fábrica funcionó con precisión. También lo hicieron las otras, las que los gasearon, pero eso no formó parte del trabajo de Eichmann.
En la maquinaria puesta en marcha para llevar a cabo la Solución Final, participaron los propios judíos.
Hannah Arendt, judía, tuvo la valentía de contarlo. “Eichmann (en la imagen, durante el juicio) no esperaba que los judíos compartieran el general entusiasmo que su exterminio había despertado, pero sí esperaba de ellos algo más que obediencia, esperaba su activa colaboración y la recibió, en grado verdaderamente extraordinario”, escribe. “Lo más grave,
en el caso de Eichmann”, apunta en otro lado, “era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”. Pero eso no justifica nada.
Arendt, en el discurso que dirige a Eichmann al final del libro, y ante su afán por escurrir el bulto afirmando que todos hicieron lo mismo (“con esto quisiste decir que, cuando todos, o casi todos, son culpables, nadie lo es”), afirma con rotundidad: “Ante la ley, tanto la inocencia como la culpa tienen carácter objetivo, e incluso si ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo que tú hiciste, no por eso quedarías eximido de responsabilidad”. Eichmann fue culpable de sus crímenes, al margen de haber vivido en una época en que los nazis produjeron en la respetable sociedad europea un “colapso moral” de tal magnitud que no solo afectó a los victimarios sino también a sus víctimas. Es verdad que
Eichmann en Jerusalén es nada más que la crónica de un proceso, pero al relatarlo permite construir un lúcido diagnóstico sobre aquella terrible desgarradura.
José Andrés Rojo,
El colapso moral, El rincón del distraído, 21/10/2013