Nunca he tenido muy claro en qué consiste esa cosa tan enfática del honor, tal vez por no poseerlo, por no haber degustado su sabor, su olor y su textura, pero deduzco que debe de ser algo tan necesario como embriagador cuando desde tiempos ancestrales la gente ofrece su vida o se la quita al prójimo por defenderlo, porque este ha sufrido afrenta, duda o calumnia. Tuvo gran protagonismo en el medievo, en el teatro rancio, en el melodrama con afán de trascendencia, en las historias de santos y de mártires. Imagino que el honor debe de ser la propiedad moral más insigne, un tesoro a perpetuidad, un pasaporte directo al cielo, la rehostia.
La Mafia, una de las sociedades mejor organizadas y más productivas del universo, lo que más valora no es el dinero, sino el honor. Por ello, sus miembros se autodefinen como “hombres de honor” y ¡ay! de aquellos que intenten agraviar a esa virtud que conceden los dioses a la gente que es digna de ella. O sea, roban, extorsionan, asesinan, estafan, trafican y corrom-pen con la indispensable compañía del bendito honor.
Los refranes convencionales aseguraban que no hay honor entre los bandidos. Mentira. Es el motor de su existencia. Y no solo la Mafia es la defensora y la abanderada de ese etéreo aunque indispensable concepto. La clase política proclama que es su bien más preciado y que se querellará contra todos los infames enemigos que cuestionen su honor. Da igual que su conducta exhale el tufo inconfundible del saqueo generalizado y de aquel axioma tan popular de “a pillar, a pillar, que son dos días”. Que el pueblo llano, influido por las difamaciones del quinto poder (otro que también se tira el rollo del honor, la independencia y la infatigable búsqueda de la verdad), esté barruntando su culpabilidad, puede pasar, pero que nadie se atreva a vulnerar su honor.
Cospedal valora enormemente el suyo. Por ello ha demandado a la única manzana podrida de ese honorable partido en el que milagrosamente no hay malvados. A cambio tiene que oír de Bárcenas una réplica que firmaría Capone: “Es mi mano la que le entrega el sobre”. Y el partido mosqueado con la dama por remover la cloaca en nombre del honor. Qué alivio el mío por no tenerlo.
Carlos Boyero,
El honor, El País, 19/10/2013