El ministro Wert es Simeón el Eremita, predicando en el desierto desde la solitaria columna donde le inmortalizó Luis Buñuel. Sin embargo, bajo su implacable prédica,
Platón,
Séneca,
Confucio,
Tagore y
Santo Tomás no serán ya obligatorios como él y su paradigma educativo, sino que se convertirán en optativos; tan prescindibles como Beethoven o como Picasso. También, bajo el pintoresco articulado de la norma que regirá nuestros futuros pupitres, correrán la misma suerte del segundo rango
Averroes,
Rousseau,
Voltaire o
Hegel. No hablemos de
Marx.
De aquí no va a librarse ni
Ortega y Gasset, que tanto gusta a los de la España invertebrada. Con la ley actual, todos los alumnos de Bachillerato están obligados a estudiar por narices filosofía en primero e historia de la filosofía en segundo. Vivimos bajo un gobierno retro y si el ministro García Margallo añora a Castiella, el ministro del Asunto Exterior que cerró la verja de Gibraltar bajo el franquismo, Wert prefiere emular a José Solís Ruiz, a quien la prensa afecta llamaba la sonrisa del régimen durante la dictadura y que enunció una máxima tan coherente como la del actual ministro de la cosa educativa: “Más fútbol y menos latín”.
Con ser grave, lo peor de la Ley Orgánica de la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) no estriba en que la administración nombre a dedo a los directores, que segreguen las aulas a la medida del ideario del Opus o que la derecha centralista apruebe su eterna asignatura pendiente, la de podar las competencias de los nacionalismos periféricos, sean o no sean de derechas. Lo peor es que, a partir de ahora, la filosofía deja de ser una asignatura troncal. Una decisión muy filosófica, por otra parte: sin conocer la teoría de la caverna, nadie soñará de nuevo con tumbar los muros de la Bastilla o de Berlín, ni con tomar el palacio de invierno en diez días que estremezcan otra vez al mundo, pero esta vez sin zares rojos.
Hay quien dice, con sensatez, que con tamaño disparate se pone en peligro la democracia: seguro que es cierto pero a los padres de los alumnos actuales no les sirvió de mucho estudiar filosofía, ya que siguen sin tener clara la división de poderes de Montesquieu y debieron faltar a las clases de lógica porque cada vez que se hartan de Frankestein les dan por votar a Drácula.
No hace mucho, a un catedrático de Lengua Española recientemente fallecido, le ofrecieron la posibilidad de que diera nombre a un aula. El declinó el ofrecimiento: “Mejor que pongan al wáter el nombre del Wert”, cuentan que propuso. La gente de letras tiene esas cosas. Las de Ciencias también. Y no sabrán profundizar en la mecánica cuántica sin puñetera idea de quien fue Popper ni comprender la física sin ese otro misticismo que no se imparte en las horas de clase de Educación para el Catolicismo. Como enuncia Margarita García, algo más que una simple profesora de instituto como muchos otros profesores de lo mismo, la Ley Wert confirma el tránsito del logos al mythos. Al fin y al cabo, esta reforma no hace más que convertir en ley lo que ya forma parte de la realidad: como en rigor no se permite más que el pensamiento único, ¿para qué pensar? Es mejor la fe, las patrañas, las cuentas de vidrio y el espejismo constante.
El mythos rige las canchas y los programas de entretenimiento, mientras que el logos sólo sirve para que nadie sea definitivamente feliz a fuer de que dejemos de ser indocumentados. Uno de los mitos contemporáneos que más controversia despierta es el del inicio de la vida humana, en ese largo viaje de más o menos nueve meses en que espermas y zigotos terminan pesando unos tres kilos. Entre los partidarios del logos, pesa la opinión de la mujer. Entre los del mythos, la preservación del nasciturus. De ahí que el mismo ministro de Justicia que pretende obligar a que las madres den a luz a fetos malformados, forma parte de un gobierno que está convirtiendo en leyenda la ley de dependencia que ayudaría a que ambos sobrevivieran después de un feliz y cristiano parto.
Tened fe aunque no tengáis fe, nos exigen porque quizá si no nos gusta la realidad, nos encandilamos con el deseo, por más que Luis Cernuda lleve cincuenta años muerto. Así ha ocurrido desde antiguo en la lucha contra ETA. Como nos espeluznaban sus crímenes, nos olvidamos del logos que nos debiera impulsar a usar todas las herramientas del estado de derecho en vez de que el mythos nos empujara a usar las propias armas de los asesinos a los que nuestro Estado combatía, las del terror, que tomó cuerpo en los GAL y que les proporcionó a los etarras, al menos durante un tiempo, una formidable coartada para presentarse como gudaris en vez de como psicópatas. La dialéctica acción-represión estaba servida. Pero nadie que no hubiera estudiado a Lenin, aunque fuera para combatirle, habría apreciado semejante deriva.
¿Cómo no sentir empatía con las víctimas de cualquier crimen? Máxime cuando son numerosos e indiscriminados como los de ETA. Ya lo dice la copla: hay razones que el corazón no entiende. Así que en otro tiempo y bajo otro gobierno, en lugar de aplicar el logos y modificar a tiempo la ley para garantizar el máximo de la condena a los asesinos múltiples, le sacamos el dobladillo al estado de derecho e inventamos la doctrina Parot como si las leyes pudieran aplicarse de forma retroactiva. Ese mythos es lo que ha tumbado esta semana el logos del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, que no es precisamente una herriko taberna.
Si hubiéramos usado de manera adecuada la filosofía, ETA y su entorno no estaría ahora brindando con champán ni muchas de las víctimas estarían subyugadas por el mantra de que la culpa de todo esto la tiene Zapatero y no esos señores tan amables y simpáticos que ahora hemos puesto en La Moncloa y que son de los nuestros. El logos les debería hacer pensar en que, por coherencia de gobierno, ellos tampoco tuvieron empacho en su día a la hora de acercar presos o hablar del Movimiento Nacional de Liberación Vasco, cuando gobernaba José María Aznar y Mariano Rajoy era su ministro de Interior. Todo tan lógico, todo tan mítico. La manifestación de la Asociación de Victimas del Terrorismo en Madrid iba a desembocar en la calle Génova y al paso que vamos acabará en Ferraz. Quien le encuentre la lógica que me explique esa mística.
En las pizarras de la actualidad se desarrollan, día a día, estas y otras categorías filosóficas. La del logos que nos debería inducir a pensar que esta crisis es una estafa frente al mythos de nos van a sacar del atolladero los mismos que nos metieron en este pozo sin fondo, los que defienden que la deuda privada se pague con deuda pública, logrando que encima sus víctimas voten a sus verdugos.
Frente al logos de hay que acabar con la corrupción, el mythos de ¿pero quien está libre de ella? Logos de identidad catalana y mythos de independencia. Logos de república y mythos de todo es posible en esta ínsula de Barataria, incluso desimputar a una infanta antes de haberla juzgado.
Ojalá el mythos nos llevase a concebir utopías, esas viejas amigas que siempre hicieron avanzar a la historia. Pero mi logos me dice que la ley Wert pretende justamente lo contrario. Y va a lograrlo la puñetera. Las mayorías absolutas no son ningún mito. Y las absolutistas, menos.
Juan José Téllez,
España, entre el logos y el mythos, Corazón de Olivetti. Público, 27/10/2013