by Pablo Amargo |
Pasó el tiempo; olvidé el incidente. Semanas más tarde volví a la tienda. Quería regalarle a uno de mis sobrinos un juego que salía a la venta aquella misma tarde. Cuando llegué, la cola de gente que esperaba para comprarlo salía por la puerta. Me sumé a la cola. Al rato le pregunté a una chica si sabía cuánto costaba el juego. “74 euros”, contestó; luego preguntó: “¿Lo ha reservado?”. “No”, contesté. “¿Había que hacerlo?”. “Claro”, dijo. “Si no lo ha hecho, tendrá que volver a recogerlo dentro de un par de días”. Desanimado, pensé en marcharme y comprar otro regalo, pero entonces vi a lo lejos al dependiente alto y desgarbado y me dije que, ya que en mi visita previa yo le había hecho un favor a él (o a su compañera), bien podía ahora él hacerme un favor a mí, vendiéndome aquella misma tarde el juego. Así que cuando llegué al mostrador le pregunté al dependiente: “¿Te acuerdas de mí?”. “Claro”, contestó. Le expliqué lo que quería; antes de que pudiera terminar, el chaval se apartó y fue a hablar con otro, que parecía su jefe. Señalándome, le oí cuchichear: “Es el tipo del otro día”. Pensé: “Eres un gilipollas”. Pensé: “Ya has vuelto a meterte en otro lío”. Pensé en salir corriendo. Pero, antes de que yo pudiera hacer nada, el chaval volvió con mi juego en la mano. Aliviado, le di las gracias y los 74 euros; el chaval me devolvió 22. Ahora fui yo el sorprendido. “¿No costaba 74?”, pregunté. El chaval me guiñó un ojo y dijo: “Para usted no”.
La segunda historia es más sencilla. El protagonista es Mario Rigoni, un soldado italiano que combatió en la II Guerra Mundial y narró en El sargento en la nieve su campaña de Rusia. El libro se publicó en 1953. Ese año, Borges lo leyó y quedó muy impresionado por cierta anécdota, que le contó a Bioy Casares y que éste cuenta así: Rigoni “se ha perdido de sus compañeros; vaga, con sed y con hambre, por la estepa. Ve una lucecita. Es una pequeña cabaña. Llega, golpea. Le abre una mujer. Adentro, sentados a la mesa, hay tres soldados rusos con ametralladoras. No tiene tiempo de atacarlos con la suya; piensa que, si entra o si huye, lo matan. Queda inmóvil. La mujer le señala, con un ademán, que entre. Entra. Sin apartarse mucho de él, la mujer le da de beber y de comer. Después lo acompaña hasta la puerta. Él le besa la mano, se va”.
No estoy seguro de entender del todo esas dos historias. Se dirá que son historias paralelas, unidas por un vínculo secreto; yo me pregunto si, por dispares que sean, en el fondo no son la misma
Javier Cercas, La extraña bondad de los extraños, El País semanal, 27/10/2013