No voy a hablar de casos sangrantes para excitar la compasión de los lectores, como los naufragios de Lampedusa, la muerte por hambre en el Sahara, las cuchillas que han puesto en la verja de Melilla. Basta con recordar la política de varios países de la Unión Europea con respecto a la inmigración.
Mientras duró la burbuja los inmigrantes fueron tolerados, aun aquellos que no tenían sus papeles en orden: en España pudieron regularizar su situación legal varios miles y en el resto de la Unión Europea se guardó un discreto silencio sobre quienes no habían legalizado su situación. Pero bastó que esa mano de obra barata no fuera necesaria para que el Parlamento Europeo aprobara la Directiva del Retorno en junio del 2008, que entre otras cosas permite que puedan estar en prisión sin ser acusados de ningún delito hasta un año y medio (art. 15 y 16). Y que en varios países de la Unión se desatara la caza del inmigrante. En Italia una falta administrativa como la carencia de papeles se convierte en delito; en Francia el partido de Marine Le Pen triunfa en las encuestas gracias a su postura xenófoba y el gobierno trata de no quedarse atrás multiplicando las expulsiones; en Hungría se encarcela y maltrata a los demandantes de asilo político; en Inglaterra se procura que médicos, caseros y hasta sacerdotes ayuden a delatar a inmigrantes irregulares. En España y en otros países europeos se reduce la atención sanitaria a los inmigrantes sin papeles.
Sospecho que el objetivo principal de esta ofensiva no consiste, al menos principalmente, en el ahorro que puede suponer a los Estados la expulsión o la disminución de prestaciones a unos miles de inmigrantes en situación irregular. El caso de España es evidente. Sabiendo que el coste de los servicios médicos depende de las instalaciones, equipamiento, insumos y salarios del personal, elementos todos ellos que supuestamente se mantienen, hay que preguntarse si el ahorro que se consigue privando a unos cuantos miles de inmigrantes de la tarjeta sanitaria va a repercutir significativamente en el coste total de la Seguridad Social. Sobre todo teniendo en cuenta que se les sigue dispensando atención en urgencias, pediatría y embarazos y que los inmigrantes son en su mayoría adultos jóvenes que no suelen formar parte de los grupos que más atención médica requieren.
Creo que el objetivo es otro. Es una constante histórica que en situaciones de crisis la gente busca culpables de sus males acudiendo siempre a los distintos. El rito hebreo del chivo expiatorio abandonado en el desierto entre insultos y pedradas cargado con los pecados del pueblo constituye el símbolo de un recurso ampliamente utilizado en política. Durante la peste que asoló Europa en el siglo XIV se acusó a los judíos de ser los culpables por envenenar los pozos de agua. Y el pueblo judío siguió cumpliendo esta función expiatoria durante mucho tiempo. Hoy son los árabes los culpables de todo el terrorismo que existe en el mundo. Y aunque nadie en su sano juicio puede echar la culpa de esta crisis a los inmigrantes, resulta rentable acusarlos de dificultar su solución. Derivar la culpa del paro y la saturación de los servicios sociales a los extranjeros constituye un buen recurso para los gobernantes que por una parte evitan que los ciudadanos los miren solo a ellos y por otra recogen votos del sentimiento xenófobo que siempre aumenta en una crisis. De modo que cuando partidos claramente racistas como Amanecer Dorado en Grecia o el Frente Nacional en Francia comienzan a recoger adhesiones, nada mejor para los que gobiernan que procurar no quedarse demasiado atrás en esa carrera, juntando por el camino los votos que esa política trae consigo. Mientras tanto, los mercados financieros y los bancos que los representan quedan en un discreto segundo plano disfrutando de su prerrogativa de haber sido los primeros rescatados de la crisis.
En definitiva, los inmigrantes siempre han sido útiles. En tiempos de bonanza, para ocuparse de trabajos mayoritariamente rechazados por los europeos con sueldos bajos y poca conflictividad laboral. En tiempos de crisis, para asumir la culpa de quitar el trabajo a los nativos y evitar que se mire a los verdaderos responsables. Casi nadie aboga por un ingreso irrestricto de inmigrantes en Europa. Eso implicaría trabajar para que la inmigración no fuera necesaria y nuestros gobernantes no están interesados en dedicar sus energías a plantearse el problema de la miseria en el mundo. Quizás sea inevitable actualmente el control de fronteras, aun cuando haya que señalar la paradoja de esta globalización que admite el libre tránsito de capitales y mercancías y prohibe el de las personas, utilizando vallas que provocarían la envidia del muro de Berlín. Pero es evidente que las leyes que regulan su estancia en Europa y su aplicación concreta muestran una gran flexibilidad para adaptarse a las conveniencias electorales de los partidos gobernantes antes que responder a las posibilidades reales de integrar a quienes ya viven entre nosotros, tengan papeles o no.
Augusto Klappenbach.
La caza del inmigrante, Público, 04/11/2013