Dos sorpresas me reservó esta extraordinaria muestra. La primera, la existencia de una Casa del Lector en Madrid de la cual no tenía noticias y cuyo propósito sigo ignorando. La segunda, la calidad de la muestra misma, que es a mi parecer una de las más importantes sobre el arte de la lectura jamás montada. Es cierto que algunas de las monumentales exposiciones dedicadas al tema en las últimas décadas han querido ser más opulentas, como la célebre trilogía de exposiciones de la Bibliothèque de France de los años noventa, L’Aventure des écritures, consagrada a la escritura, a sus soportes y a la página; o la espléndida muestra sobre la relación entre formato y formas de lectura organizada a principios de este año en la Fundación Gulbenkian de Lisboa. Sin embargo, este proyecto de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez montado en la Casa del Lector y centrado con sabia modestia a un solo gran ejemplo clásico, las supera en precisión, ingeniosidad y eficacia. Astutamente, los comisarios han decidido no intentar reconstruir una Alejandría universal si no mostrarnos uno de sus singulares vástagos, la biblioteca de un tal Lucio Calpurnio Pisón Cesonino, suegro de Julio César, cuya villa en la ciudad de Herculano, conocida hoy como “de los papiros”, fue sepultada bajo las cenizas del Vesubio el 24 de agosto de 79 después de Cristo.
La exposición consta de dos partes. La primera ilustra los métodos y formas de lectura en la Roma imperial; la segunda, el modo en el que el siglo XVIII leyó las excavaciones de Herculano, Pompeya y Estabia a la luz de la cultura borbónica, dando así inicio en Europa al movimiento neoclásico. Gracias a la inteligencia de los comisarios Carlos García Gual y Nicola Oddati, la exposición es un punto de partida para reflexionar sobre nuestras propias costumbres lectoras y sobre los vertiginosos cambios que la historia de la lectura en general ha vivido. Es evidente que un evento de este tipo no debe ser sólo muestrario o archivo, si no, y por sobre todo, espejo. En este sentido, la exposición de la Villa de los Papiros es ejemplar.
El 19 de octubre de 1752, unos obreros que estaban excavando las ruinas de una casa romana en el sitio de la antigua Herculano (hoy Resina) encontraron unos objetos cilíndricos que parecían ser leños carbonizados. Cuando los especialistas se dieron cuenta de que se trataba de rollos de papiro, las autoridades pudieron anunciar al mundo que se había descubierto una auténtica biblioteca antigua. Las estanterías estaban cargadas hasta el cielorraso de rollos; algunos habían sido torpemente metidos en una caja de madera, como si su propietario hubiera intentado salvar algunos de sus libros más preciosos del desastre. Durante la excavación, torpe y descuidada, muchos rollos fueron destruidos, pero más de mil pudieron ser rescatados, en gran parte gracias a los esfuerzos de un erudito napolitano, el padre Antonio Pioggio, quien ideó una máquina (que puede verse en la exposición) para desenrollar delicadamente los fragilizados manuscritos.
Lectores de toda Europa imaginaron que entre los restos se hallarían algunas de las obras maestras perdidas de la antigüedad, de Sófocles, Tito Livio, Virgilio, pero cuando, al cabo de complicados y lentos esfuerzos un buen número de los rollos fueron abiertos, resultaron ser casi todos obras de filosofía epicúrea, sobre todo de un olvidado filósofo griego, Filodemo de Gádara. Es posible que ese mismo Filodemo haya usado o incluso sido dueño de muchos de los libros, puesto que entre ellos, además de sus obras acabadas, se hallaron borrones y notas, lo cual parecería indicar que la biblioteca de la Villa de los Papiros era su sitio de trabajo. Nada sabemos con certitud acerca del dueño de estos papiros, salvo que era un apasionado de esa filosofía que los aún borrosos cristianos desacreditarían por sostener que no había nada más allá de la muerte, que los dioses, si existían, no se interesaban por los asuntos humanos y que el mundo estaba compuesto de partículas indestructibles e invisibles llamadas átomos. Por sostener que el alma perece con el cuerpo, Dante condenó a los seguidores de Epicuro a sepulturas de fuego en el sexto círculo del Infierno.
Las bibliotecas romanas eran riquísimas: la del gramático Tiranio albergaba 30.000 volúmenes, la del médico Sereno Samónico más de 60.000. La de la Villa de los Papiros, en su mayoría de manuscritos griegos, oculta tal vez otra, aún sepulta, de libros latinos. En todo caso, es fácil imaginar y, gracias a la reconstrucción virtual propuesta al final de esta exposición, sentir cómo se leía allá lejos y hace tiempo.
Curiosamente, en todo el corpus de literatura griega y latina conocido, no hay una sola descripción de cómo era el acto de leer en una de estas bibliotecas. Presumimos que la mayor parte de las lecturas privadas eran en voz mascullada para poder así descifrar la ristra de letras escritas sin signos de puntuación, salvo si el lector conocía el texto de memoria, en cuyo caso el libro podía ser recorrido en silencio. Sabemos que a los romanos les deleitaba la lectura en voz alta, sea durante las comidas, por un esclavo, o para hacer conocer a un público amigo una obra nueva. (Plinio el Joven cuenta cómo, siendo él mismo un poco agraciado lector, propone ponerse delante de una cortina y mover los labios, mientras que detrás, un esclavo con buena voz leerá el texto elegido: quizás fue éste el primer lip-sinc de la historia). Conocemos el método para leer un rollo de papiro: se sostenía con la mano derecha y se desenrollaba con la izquierda, creando la página de texto a medida que se leía, tal como lo hacemos hoy en una pantalla. No sabemos, sin embargo, cómo fue, siglos antes de Herculano, en los albores de la antigüedad griega, el paso de la lectura en tablillas de arcilla a la lectura en rollo; ni después, en la temprana Edad Media, el paso del rollo al codex; no sabemos si, como hacen ahora los nostálgicos del libro impreso ante el texto electrónico, los enamorados de la arcilla hablaron con despecho del fatigoso empleo del papiro, o los apasionados del rollo, del grosero pergamino.
Lo que sí sabemos es que en ese lejano siglo primero, a la sombra del Vesubio, nuestros antepasados leían de una manera algo distinta de la nuestra, puesto que el soporte de sus textos era otro: distinta, pero no del todo. Nuestras lecturas, como nos enseña esta magistral exposición, dependen no sólo del contenido sino también de la forma, del contexto, de la grafía, del material al cual la escritura es confiada. Las espléndidas imágenes rescatadas de Herculano y las otras ciudades sepultadas, aunque son pocas y bien conocidas, son lejanos reflejos de nuestras propias actitudes frente al escrito. Nos muestran a lectores romanos sosteniendo sus rollos de papiro, y cómo esos rollos eran guardados en cajas con forma de sombrereros o apilados en estanterías con los títulos en etiquetas colgadas; a hombres y mujeres dispuestos a tomar notas en tablitas de cera o de maestros enseñando un texto a un grupo de alumnos. No se trata de lectores mejores o peores, sólo diferentes, y aun así, sólo hasta un cierto punto. Con los iPods hemos vuelto al formato de la tablilla mesopotámica, con Windows al método fraccionario de los rollos. No es imposible que nuevas tecnologías, aún por inventar, rescaten de nuestro pasado otras técnicas que creíamos olvidadas. Al fin y al cabo, como sabían los epicúreos, la originalidad es sólo una ilusión de nuestra vanidad.
Una última lección de esta muestra: somos inmortales. Si bien la industria electrónica proclama que todo verdor tecnológico perecerá y que debemos una y otra vez comprar nuevos programas y nuevos artefactos para remplazar las aún relucientes novedades del año pasado, los carbonizados textos de la Villa de los Papiros, que su dueño habrá tenido a veces en sus manos cuando la tinta estaba todavía fresca, pueden ser leídos hoy, veinte siglos más tarde. La tecnología virtual es esencial pero inestable: textos salvados electrónicamente en los años setenta ya no pueden ser leídos por nuestros instrumentos más avanzados. En cambio, el leve papiro, de cuya fragilidad se quejaban ya sus primeros lectores, milagrosamente perdura. Como decía Chesterton, lo extraordinario de los milagros es que suceden.
Alberto Manguel, Capítulo secreto de la historia de la lectura, Babelia. El País, 09/11/2013