“Los simios, sumamente civilizados, se balanceaban con elegancia entre las ramas; el neandertal era basto y estaba atado a la tierra. Los simios, satisfechos y juguetones, pasaban la vida sumidos en sofisticados entretenimientos o cazando pulgas con contemplación filosófica; el neandertal se movía oscuramente dando pisotadas por el mundo, repartiendo porrazos aquí y allá. Los simios lo miraban divertidos desde las copas de los árboles y le tiraban nueces. A veces el terror los sobrecogía: mientras que ellos comían frutas y plantas tiernas con delicado refinamiento, el neandertal devoraba carne cruda y mataba a otros animales y a sus semejantes. El neandertal cortaba árboles que siempre habían estado en pie, movía rocas de los lugares que el tiempo había consagrado para ellas y transgredía todas las leyes y tradiciones de la selva. Era basto y cruel, y no tenía dignidad animal: desde el punto de vista de los sumamente civilizados simios, no era más que un paso atrás en la historia”.
Arthur Koestler
La llamada del progreso
Kayerts estaba colgado de la cruz por una cuerda de cuero. Evidentemente, había subido a la tumba, que era alta y estrecha, y después de atar el extremo de la correa al travesaño, se había dejado caer. Los dedos de sus pies estaban a sólo unas pulgadas de la tierra; sus brazos colgaban, tiesos; parecía estar rígidamente cuadrado en posición de firmes, pero con una mejilla de color púrpura posada juguetonamente sobre su hombro. Y, con indolencia, mostraba su hinchada lengua al director gerente.
Joseph Conrad |
Joseph Conrad escribió Una avanzada del progreso en 1896, y es una historia tan feroz y falta de esperanza como su posterior y más conocida novela corta El corazón de las tinieblas. Conrad describe cómo Kayerts “se sentó junto al cadáver [de Carlier] pensando; pensando seriamente, pensando cosas muy nuevas. […] Sus antiguos pensamientos, convicciones, gustos y antipatías, las cosas que respetaba y las que aborrecía se le presentaban finalmente bajo su verdadera luz: despreciables e infantiles, falsas y ridículas. Se sentía a gusto con su nueva sabiduría, sentado junto al hombre al que había matado”.
Pero no todas las convicciones de Kayerts se habían desvanecido y aquello en lo que continuaba creyendo es lo que lo llevó a la muerte. “El progreso llamaba a Kayerts desde el río. El progreso, la civilización y todas las virtudes. La sociedad llamaba a su hijo ya formado para que fuera a que lo cuidaran, a que lo instruyeran, a que lo juzgaran, a que lo condenaran; lo llamaba para que volviera a aquel montón de basura del que se había marchado, para que se hiciera justicia”.
Al situar esta historia en el Congo, país donde había tenido ocasión de observar de primera mano los efectos del imperialismo belga cuando lo había visitado en 1890 para hacerse cargo de un carguero fluvial, Conrad estaba haciendo uso de un cambio que había experimentado previamente en sí mismo. Había llegado con la convicción de que era un hombre civilizado y se dio cuenta de lo que en realidad había sido hasta entonces: “Antes del Congo no era más que un animal”. El animal al que Conrad se refería era la humanidad europea que, poseída por una visión de progreso y por la tentación de ganar dinero, causó millones de muertes en el Congo.
Si bien hace ya mucho tiempo que la idea de que el imperialismo puede contribuir al avance de la humanidad está desacreditada, no se ha renunciado a la fe que una vez se vinculara al imperio. Al contrario, esta fe se ha extendido por todas partes. Incluso aquéllos que dicen seguir credos más tradicionales se apoyan en la fe en el futuro para no perder la entereza. La historia puede ser una sucesión de absurdos, tragedias y crímenes, pero –todos insisten en decir– el futuro todavía puede ser mejor que cualquier pasado. Renunciar a esta esperanza llevaría a una desesperación como la que hizo que Kayerts perdiera la cabeza.
De entre los muchos beneficios de la fe en el progreso, el más importante tal vez sea el de evitar un conocimiento excesivo de uno mismo. Cuando Kayerts y su compañero se aventuraron en el Congo, los extraños con los que se encontraron no fueron los indígenas, sino ellos mismos.
Vivían como ciegos en una gran habitación, sólo conscientes de lo que entraba en contacto con ellos (y eso únicamente de forma imperfecta), e incapaces de ver el aspecto general de las cosas. El río, el bosque, la tierra bullente de vida, eran como un gran vacío. Ni siquiera la brillantez de la luz solar les descubría nada inteligible. Las cosas aparecían y desaparecían ante sus ojos como si no tuvieran conexión ni propósito. El río […] fluía a través de un vacío. Desde ese vacío, a veces, llegaban canoas, y hombres con lanzas en las manos se apiñaban repentinamente en el patio de la avanzada.
No son capaces de sobrellevar el silencio al que han ido a parar:
en todas las direcciones, rodeando el claro donde se alzaba el puesto comercial, los inmensos bosques, que escondían ominosas complicaciones de vida fantástica, yacían en el elocuente silencio de aquella muda grandeza.
El sentido de la progresión del tiempo que habían traído consigo comienza a desmoronarse. Como escribe Conrad hacia el final de la historia:
aquellos tipos, que se habían enrolado en la compañía por seis meses (sin tener ni la menor idea de lo que era un mes y sólo una vaga noción del tiempo general), llevaban sirviendo a la causa del progreso más de dos años.
Separados de sus costumbres, Kayerts y Carlier pierden las habilidades necesarias para seguir viviendo.
La sociedad, no por ternura sino debido a sus extrañas necesidades, había cuidado de los dos hombres, prohibiéndoles todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de la rutina; y se lo había prohibido bajo pena de muerte. Sólo podían seguir viviendo a condición de convertirse en máquinas.
La condición de los humanos modernos de ser como máquinas puede parecer una limitación, pero de hecho es una condición para su supervivencia. Kayerts y Carlier eran capaces de funcionar como individuos únicamente porque habían sido conformados por la sociedad hasta lo más profundo de sus entrañas. Eran:
Dos individuos perfectamente insignificantes e incapaces, cuya existencia únicamente se vuelve posible dentro de la compleja organización de las multitudes civilizadas. Pocos hombres son conscientes de que sus vidas, la propia esencia de su carácter, sus capacidades y sus audacias, son tan sólo la expresión de su fe en la seguridad de su entorno. El valor, la compostura, la confianza; las emociones y los principios; todos los pensamientos grandes e insignificantes no son del individuo, sino de la multitud: de la multitud que cree ciegamente en la fuerza irresistible de sus instituciones y de su moral, en el poder de su policía y de su opinión.
Cuando salieron de su entorno habitual, los dos hombres se volvieron impotentes para actuar. Aún peor, dejaron de existir.
Para aquéllos que viven dentro de un mito, éste parece un hecho obvio. El progreso humano es un hecho obvio. Si uno lo acepta, se hace con un lugar en la gran marcha de la humanidad. Pero la humanidad, por supuesto, no marcha hacia ninguna parte. “La humanidad” es una ficción compuesta a partir de miles de millones de individuos para los cuales la vida es singular y definitiva. Aun así, el mito del progreso es extremadamente potente. Cuando pierde su poder, los que han vivido de acuerdo con él pasan a ser –como planteó Conrad al describir a Kayerts y a Carlier– “como esos condenados a perpetuidad que, liberados después de muchos años, no saben qué hacer con su libertad”. Cuando se les arrebata la fe en el futuro, se les quita también la imagen que tenían de sí mismos. Si entonces optan por la muerte, es porque sin esa fe dejan de encontrarle sentido a la vida.
Cuando Kayerts decide terminar con su vida lo hace colgándose de una cruz.
Kayerts permaneció quieto. Miró hacia arriba; la niebla rodaba baja, por encima de su cabeza. Miró a su alrededor como un hombre perdido; vio una mancha oscura, una mancha en forma de cruz que emergía de la cambiante pureza de la bruma. Cuando comenzó a caminar tambaleándose hacia ella, la campana de la avanzada, con sus tumultuosos repiques, respondió al impaciente clamor del barco de vapor.
Justo en el momento en el que el barco está llegando –y nos muestra que la civilización se mantiene intacta–, Kayerts alcanza la cruz, donde encuentra redención en la muerte.
¿Qué tiene que ver la cruz con el progreso? Conrad nos cuenta que había sido colocada allí por el director de la Gran Compañía Comercial para señalar el lugar donde se encontraba la tumba del primero de sus agentes, un antiguo pintor que “había proyectado y supervisado la construcción de aquella avanzada del progreso”. La cruz había “perdido mucha de su perpendicularidad”, lo que hacía que Carlier le echara un vistazo cada vez que pasaba por delante de ella. Por eso un día la volvió a poner derecha. A fin de asegurarse de que estaba bien sujeta, la puso a prueba con su propio peso: “Me apoyé con las dos manos sobre el travesaño. No se movió. Bien, lo hice correctamente”. Es en esta estructura alta y robusta, que se le aparece como una mancha borrosa en la niebla, donde Kayerts termina con su vida.
En la fábula que el mundo moderno se repite a sí mismo, la creencia en el progreso es irreconciliable con la religión. En la época oscura de la fe no podía esperarse ningún cambio fundamental en la vida humana. Con la llegada de la ciencia moderna se abrieron nuevos horizontes de mejora. Un conocimiento cada vez más amplio permitía a los seres humanos tomar el control de su destino. Después de haber estado perdidos en las sombras, ya podían salir a la luz.
En realidad, la idea de progreso no es irreconciliable con la religión tal y como este moderno cuento de hadas sugiere. La fe en el progreso es un vestigio tardío del cristianismo primitivo, y se remonta al mensaje de Jesús, un profeta judío disidente que anunciaba el fin de los tiempos. Para los antiguos egipcios, así como para los antiguos griegos, no había nada nuevo bajo el sol. La historia humana se encuadra en los ciclos de la naturaleza. Lo mismo ocurre en el hinduismo y en el budismo, en el taoísmo y en el sintoísmo, así como en las partes más antiguas de la Biblia hebrea. Al crear la expectativa de un cambio radical en los asuntos humanos, el cristianismo –la religión que san Pablo se inventó a partir de la vida y las palabras de Jesús– fundó el mundo moderno.
En la práctica, los seres humanos continuaron viviendo de manera muy similar a como lo habían hecho hasta entonces. Como escribió Wallace Stevens:
Ella escucha, sobre esa agua sin sonido,
una voz que grita: ‘La tumba en Palestina
no es pórtico de espíritus que se demoren,
es la tumba de Jesús, donde él yació’.
Vivimos en el viejo caos del sol.
No transcurrió mucho tiempo antes de que la expectativa literal del fin se convirtiera en una metáfora de transformación interior. Aun así, se había producido un cambio en lo que se esperaba del futuro. Antes de que el relato cristiano pudiera renovarse a sí mismo adoptando la forma del mito del progreso, fueron necesarias muchas transmutaciones, pero de ser una sucesión de ciclos como los de las estaciones del año, la historia pasó a ser entendida como un relato de redención y salvación y, en los tiempos modernos, la salvación se asimiló al aumento del conocimiento y del poder: el mito que llevó a Kayerts y a Carlier al Congo.
Conrad utilizó sus experiencias en el Congo en El corazón de las tinieblas (1899), pero no para contar un relato de barbarie en tierras lejanas. El narrador cuenta la historia desde un velero amarrado en el estuario del Támesis: Conrad está sugiriendo que la barbarie no es una forma de vida primitiva, sino que se trata de un desarrollo patológico de la civilización. El mismo pensamiento recurre en El agente secreto (1907), su novela de espionaje y terrorismo ambientada en Londres. El profesor anarquista, que viaja a todas partes con una bomba en su abrigo que piensa hacer estallar en caso de ser arrestado, quiere creer que la humanidad ha sido corrompida por los gobiernos, que son una institución esencialmente criminal, pero a juicio de Conrad, no es sólo el gobierno el que está corrompido por el crimen. Todas las instituciones humanas –familias e iglesias, fuerzas policiales y anarquistas– están mancilladas por el crimen. Explicar la bajeza humana mediante la referencia al carácter corrupto de las instituciones nos sugiere una pregunta: ¿por qué los seres humanos tienen tanto apego a esas instituciones corruptas? Obviamente, la respuesta se encuentra en el animal humano.
Conrad muestra al profesor enfrentándose con esta verdad:
Estaba en una calle estrecha, recta, poblada por una mera fracción de una inmensa multitud; pero a su alrededor, una y otra vez, llegando incluso hasta los límites del horizonte, oculta por las enormes pilas de ladrillos, sentía la masa de la humanidad, poderosa debido al número que la formaba. Se apiñaba numerosa como las langostas, laboriosa como las hormigas, irreflexiva como una fuerza de la naturaleza, empujando a ciegas, en orden y absorta, inmune al sentimiento, a la lógica, también al terror, tal vez.
El profesor continúa soñando con un futuro en el que los humanos se regenerarán, pero lo que realmente ama es la destrucción:
el incorruptible profesor caminaba, apartando sus ojos de la odiosa multitud. No había futuro para él. Lo despreciaba. Él era una fuerza. Sus pensamientos acariciaban las imágenes de ruina y destrucción. Caminaba frágil, insignificante, andrajoso, abatido –y terrible en la simplicidad de su idea que llama a la locura y a la desesperación para regenerar el mundo.
Si Kayerts se ahorcó porque ya no creía en el progreso, el profesor está dispuesto a matar y morir para probar que aún tiene fe en el futuro.
El mito del progreso arroja un destello de significado sobre las vidas de quienes lo aceptan. Kayerts y Carlier, como tantos otros, vivieron sin hacer nada que pudiera ser descrito como significativo. Pero su fe en el progreso hizo que sus mezquinas argucias parecieran parte de un gran plan, y si bien sus tristes vidas no habían sido representativas de nada, sus muertes terminaron siendo reflejo de la futilidad del hombre.
Caballos helados y desiertos de ladrillo
Cuando Norman Lewis llegó a Nápoles como miembro del cuerpo de inteligencia británico a principios de octubre de 1943, se encontró con una ciudad al borde de la hambruna.
Es impresionante observar cómo una ciudad tan destruida, tan hambrienta, tan desposeída de todo aquello que justifica la existencia de una ciudad, lucha para adaptarse tras caer en condiciones que deben asemejarse a las de la vida en los años oscuros. La gente acampa como si fueran beduinos en desiertos de ladrillo. Escasean los alimentos y el agua, y no hay ni sal ni jabón. Durante los bombardeos muchos napolitanos han perdido sus posesiones, incluida su ropa, y en las calles he observado algunas extrañas combinaciones de ropajes: he visto a un hombre que llevaba un viejo esmoquin con pantalones bombachos y botas militares, y a varias mujeres que llevaban vestidos de encaje, probablemente confeccionados con la tela de viejas cortinas. No hay automóviles, sino cientos de carretas y algunos carruajes antiguos como calesas o faetones tirados por caballos escuálidos. Hoy en Posillipo me he detenido para observar cómo unos cuantos jóvenes desmembraban metódicamente un semioruga alemán que se había quedado varado; lo consumían como hormigas podadoras, llevándose piezas de metal de todas las formas y tamaños […]. Todo el mundo improvisa y se adapta.
En Nápoles 44, el libro que escribió sobre estas experiencias y que se publicó por primera vez en 1978, Lewis presenta una imagen de la situación que se vive después del derrumbe de la civilización. Bajo el impacto de las plagas –una epidemia de tifus llegó a la ciudad poco después de la liberación y la sífilis estaba muy extendida–, los habitantes estaban rodeados por la muerte y la enfermedad. Pero más allá de la lucha contra la enfermedad había otra lucha que los consumía por entero: la brega diaria por mantenerse con vida.
La vida de Lewis estaba guiada por su empeño en escapar de las restricciones de la Inglaterra de entreguerras. Nació y pasó la mayor parte de su infancia en Enfield, a las afueras de Londres, y se casó con la hija de un miembro de la mafia siciliana que había ido a parar a Bloomsbury. Tras haber logrado entrar ilegalmente en Estados Unidos dentro de un ataúd, el futuro suegro de Lewis decidió volver a Europa después de que su apartamento en Nueva York fuera ametrallado. Parece que fue este siciliano quien financió la aventura de Lewis en los negocios como propietario de “R. G. Lewis”, una tienda de fotografía que monopolizó durante un tiempo el mercado británico de cámaras Leica. Según cuenta Lewis, después de un encuentro en esta tienda, fue reclutado como agente de la inteligencia británica en febrero de 1937 y enviado en una misión a Yemen, adonde viajó en dhow, únicamente para ver cómo le denegaban la entrada a aquel país todavía feudal. En el camino de vuelta a casa se hizo amigo de un arqueólogo británico, quien parece que fue el responsable de que Lewis se uniera a los servicios secretos.
Cuando Lewis tocó tierra en 1943 en la playa de Paestum, al sureste de Nápoles, observó que “una extraordinaria falsa serenidad residía en la vista tierra adentro”. La playa estaba cubierta de cadáveres, “puestos en fila, unos junto a otros, hombro con hombro, con extrema precisión, como si estuvieran a punto de presentar armas en una inspección realizada por la muerte”. En tierra, con el sol hundiéndose en el mar a su espalda, Lewis se fijó en “los tres templos perfectos de Paestum, rosados, resplandecientes y gloriosos bajo los últimos rayos de sol”. En el campo que quedaba entre él y los templos había dos vacas muertas patas arriba. Lewis escribe cómo esa imagen le llegó “como una iluminación, una de las grandes experiencias de la vida”.
Según cuenta Lewis, cuando Nápoles fue liberada por los aliados, toda la población estaba sin trabajo y se dedicaba al pillaje para conseguir comida. La liberación había sido precedida por bombardeos masivos en los que los barrios obreros habían sido destruidos y se había cortado el suministro de agua y de electricidad. Las bombas de acción retardada que dejaron los alemanes eran un peligro añadido. Sin actividad económica, los habitantes rapiñaban cualquier cosa que estuviera a su alcance, incluyendo los peces tropicales del acuario de la ciudad. Miles de personas apiñadas en el espacio de un acre vivían a base de sobras de casquería de los mataderos, de cabezas de pescado y de gatos que cazaban por la calle. Había familias que buscaban setas y dientes de león en el campo y que ponían trampas para atrapar pájaros. Ignorados por la administración aliada, había un próspero mercado negro de medicinas.
Con todo a la venta, cualquier cosa que pudiera moverse –estatuas de las plazas, postes de telégrafo, ampollas de penicilina e instrumental médico, barcos pequeños, lápidas, gasolina, neumáticos, colecciones de los museos, puertas de bronce de una catedral– podía ser robado. Gentes hasta entonces de clase media se dedicaban a vender joyas, libros y cuadros a domicilio; un cura “sonriente de labios blanquecinos” vendía paraguas, candelabros y ornamentos tallados en huesos robados de las catacumbas, mientras que alrededor de un tercio de las mujeres de la ciudad vendían sexo de forma ocasional o con regularidad. Lewis dejó constancia de que lo visitó un príncipe local, dueño de un palacio cercano y propietario absentista de una finca de considerable tamaño, que había caído en desgracia. El príncipe hacía de informador, pero en esa visita venía acompañado de su hermana para comentar la posibilidad de que le encontraran un lugar en un burdel militar. Cuando Lewis le explicó que el ejército británico no contaba con ese tipo de instituciones, el príncipe se quedó desconcertado. “Una lástima”, dijo. Luego, dirigiéndose a su hermana, que como él hablaba inglés perfectamente, el príncipe se compadeció: “Qué le vamos a hacer, Luisa, supongo que si no puede ser, no puede ser”.
La ley y el orden que existían eran los que proporcionaba la camorra. Aunque en un principio había sido “un sistema de autoprotección contra los matones y los recaudadores de impuestos de una sucesión de gobiernos extranjeros”, la organización no era entonces mucho más que un fraude. La policía y los juzgados estaban completamente corrompidos. Con la esperanza de imponer ciertos límites en el mercado negro, Lewis decidió arrestar a un defraudador involucrado en el contrabando de penicilina. “Elegante e impasible”, el defraudador le dijo a Lewis: “Esto no te va a hacer ningún bien. ¿Quién eres? Eres un don nadie. Estuve cenando con cierto coronel anoche. Si estás cansado de la vida en Nápoles, puedo hacer que te envíen a otra parte”. El defraudador fue enviado a prisión, y cuando Lewis fue a visitarlo a su celda lo encontró disfrutando de una buena comida, que le invitó a compartir con él. El caso no progresó. El testigo con cuyo testimonio contaba Lewis se negó a testificar y se determinó que el defraudador necesitaba una cura que requería que lo ingresaran en un hospital. Estaba efectivamente más allá de la justicia. Cuando Lewis informó de la situación a sus superiores, éstos le dijeron que les sorprendía que tuviera tiempo para insistir en ese asunto.
Lewis acabó viendo sus intentos de introducir algo cercano a la justicia en la ciudad como carentes de sentido, incluso perjudiciales. “El hecho es que hemos desestabilizado el equilibrio natural de este lugar. Yo en particular he sido rígido cuando debía haber sido flexible. Aquí la policía –tan corrupta y despótica– y la población civil juegan a un mismo juego, pero las reglas son complicadas y yo no las comprendo y, por no comprenderlas, me pierden el respeto”. Lewis también escribió La honorable sociedad: la mafia siciliana y sus orígenes en 1964, un estudio de la organización criminal bastante comprensivo con ésta.
En las condiciones que Lewis presenció en Nápoles, ya no cabía moralidad alguna. En su autobiografía I Came, I Saw [Vine, vi] (1985), cuenta la historia de los prisioneros soviéticos que habían conseguido llegar a la ciudad, donde fueron confinados y luego enviados a un barco de transporte de tropas. Lewis descubrió cómo habían sobrevivido al cautiverio alemán.
John Gray, El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos, fronteraD, 07/11/2013 Este texto es un fragmento del libro El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos, recién publicado por la editorial Sexto Piso, con traducción de José Antonio Pérez de Camino. John Gray nació en Inglaterra en 1948. Ha sido profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Oxford y de Pensamiento Europeo en la London School of Economics. Entre sus obras destacan False Dawn: The Delusions of Global Capitalism; Misa negra. Religión apocalíptica y muerte de la utopía y Perros de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales