by Franco Montana |
A lo natural le pasa lo mismo que al sentido común, que a pesar de su atractivo exige muchas precauciones. Parecería que es natural aquello en lo que no hemos intervenido. Resulta significativo, sin embargo, que a veces encontramos de lo más natural hacerlo. Por tanto, habremos de buscar en otra dirección. Tiene prestigio ser natural, si por tal se entiende no ser rebuscado o retorcido y carecer de artificio pero, a pesar de lo esperable, no necesariamente se compadece con la espontaneidad, no pocas veces tan sofisticada.
Quizás en el fondo subyace la convicción de que eso tiene que ver con que se corresponde con el proceder exento de manipulaciones de la llamada naturaleza. En última instancia, una cierta constatación o presunción de pureza presidiría lo que cabe ser calificado como natural. Ya entonces se utilizaría el término como garantía de autenticidad y de verdad, incluso como argumento consistente e irrefutable. Y para ello se deja, en efecto, acompañar. Si es natural, es de sentido común.
Hegel nos previno al respecto, “contra la genialidad y el sano sentido común”, mostrando hasta qué punto son depósitos de prejuicios y de presupuestos, aunque no necesariamente dejen de ser sensatos y a su modo imprescindibles. Sin embargo, reflexionar y pensar exige no quedar anclados en lo que parece natural. Tal vez no pasa de ser una representación previa y ante nuestra atenta mirada, como si su existir fuera puro e independiente de nuestra acción. En tal caso, habríamos de rendirnos cautivados y limitarnos a acatar su dictado.
Sin embargo, ni la naturaleza es un paisaje, ni lo natural inocuo. Antes bien, no están exentos de nuestro quehacer elaborador y son asimismo fruto de toda una actividad. Acceder a ello lleva mucho trabajo de generación y de elaboración, salvo que lo confundamos con lo más inmediato.
Aristóteles considera que la physis, que torpemente traducimos como naturaleza, es lo que caracteriza a aquellos seres que son efectivamente por physis, es decir que tienen en sí mismos el principio de su propia movilidad y reposo. Ha de entenderse más como esa fuerza y capacidad de emerger, de brotar y de surgir, que sostiene a algo en su ser, que lo mantiene y lo conduce una y otra vez a ser lo que es, a ser quien es. Es su verdadera causa y su forma específica.
Ni lo natural ni la naturaleza son un estado dado, ni un estado puro. Más inducen a pensar en la vida en su discurrir y devenir, que en algo ya ofrecido como definitivo. Pero precisamente por eso no ocurren ni al margen ni independientemente de nuestras intervenciones y decisiones. En ese sentido, es razonable que nos ocupemos, mientras no faltan quienes estiman que el debido respeto nos conduce a que nos cuidemos sencillamente de no interferir ciertos procesos. Ahora bien, lo natural más responde a un espacio de creación y de libertad que de sumisión a postulados plenamente establecidos. Si de eso se trata, lo natural es que nos lo pensemos.
Precisamente por eso, la coartada de lo natural, cuando se esgrime como argumento que paraliza toda reflexión y viene a reclamar una suerte de postración ante lo incontestable de su condición, exige asumir, por el contrario, nuestra propia colaboración. Lo natural y la naturaleza son asimismo una relación con el esfuerzo, el trabajo y el lenguaje de los seres humanos. Y lo que reclaman es que estos sean atentos y considerados y no depredadores, al estimar que todo es mero material de provisión y de abastecimiento. De nuevo es cuestión de buscar el equilibrio y la armonía y nada resultaría, si de eso se trata, menos natural que la desmesura. Esta empezaría por no reconocer la importancia de nuestra intervención ante los llamados fenómenos naturales, cuya naturalidad consiste no pocas veces en responder a nuestra estrepitosa, en ocasiones por pasividad u omisión, participación. Y aquí ya no valen las ingenuidades.
Y menos aún cuando se invoca lo que es natural para proponer modos, modelos y formas de vida, como arma arrojadiza contra la innovación, no pocas veces frente a la innovación social o científica. Sin duda, es preciso escuchar lo que denominamos enigmáticamente la voz de la naturaleza, pero incluso en tal caso se requiere la mediación de la interpretación y la fuerza creadora de la libertad.
Asomarnos de modo “natural” al espectáculo de “la naturaleza” es ignorar hasta qué punto la propia naturaleza humana, la así llamada, es condición, pero condición de posibilidad y resulta de innumerables intervenciones, fruto de las cuales en ocasiones se produce “lo natural”. Ante la proliferación de productos y de decisiones naturales, la prevención de considerarlas resultado no impide que vengan a ser medios de un proceso que sin duda dependerá en gran parte asimismo de lo que hagamos, de lo que conjuntamente realicemos.
Podría parecer natural, incluso podría serlo, pero eso no nos exime de aprender a decidir y a actuar. Se trata de todo un comportamiento, no de un adiestramiento, de un compromiso para enfrentar y dar respuesta. Y tal es la responsabilidad del conocimiento. En él reside precisamente el principio de lo técnico, de los seres técnicos que, a decir de Aristòteles, radica en el saber del architekton. Y entonces se vincula lo natural con todo un proceso de concebir, de pensar, de generar, de crear. Y en tal caso, la espontaneidad no es solo la de la naturaleza.
De ser así, quizá no encontremos tan natural que haya injusticias, o pobres, con el argumento de que siempre ha sido así, lo que ratificaría la condición natural de lo que sucede, al amparo de su duración y persistencia. Entonces, y por la misma razón, se hallaría natural que hubiera abusos. Y no habrían de faltar quienes se vieran privados de posibilidades. Renace entonces la sospecha de la vinculación de este modo natural de ver lo que pasa con otra naturalidad, la de una concepción aristocrática de la existencia, la de una superioridad moral al amparo de formas de poder que preconizan la asunción del actual estado de cosas. Es natural. Es lo natural.
Ángel Gabilondo, Es natural, El salto del Ángel, 22/11/2013