Estos últimos años hemos podido observar un incremento de la literatura distópica, que de repente parece haberse convertido en una moda. Pero ¿qué ha propiciado este interés por el género en un país que siempre ha desdeñado la literatura de ciencia ficción? ¿Por qué ahora las novelas prospectivas que nos advierten de la llegada de un futuro adverso, que dibujan la peor de las sociedades posibles, acaparan la atención? Quizá las épocas de crisis nos vuelven más temerosos, o más prudentes. O puede que ese futuro fatídico, cuya expresión literaria vino de la mano de la sociedad moderna, esté más cerca que nunca, a apenas unas décadas de distancia. O quizá ya ha comenzado a manifestarse, quizá ya está aquí. Después de todo, podría ser que cuando un autor de nuestro tiempo da forma a una novela distópicano esté haciendo otra cosa que literatura realista.
Se acaban de cumplir 50 años de la muerte de Aldous Huxley, un prolífico escritor y pensador que medio siglo después sigue siendo recordado sobre todo por su novela Un mundo feliz, que en realidad fue escrita hace aún más tiempo, en los primeros años treinta. Y a pesar de todo, mientras otras distopías literarias prescriben o pierden fuerza, esta obra de inicios de otro siglo se torna cada día más terrible y poderosa. Esto se debe en gran medida, salvando las licencias y metáforas, a su verosimilitud, a su vigencia. A su gran número de inquietantes aciertos. Todavía hoy podemos sentir como amenaza un mundo semejante.
En concreto, son dos los grandes aciertos de Huxley: anticipó el auge de la ciencia y la tecnología que dominan hoy nuestras vidas y predijo la absoluta hegemonía de la cultura del consumo.
Hay otros aspectos, claro, en los que de momento no nos vemos tan fielmente reflejados. La estratificación social en base a castas modificadas genéticamente todavía parece lejos de imponerse; aunque las técnicas de fecundación in vitro, algo remoto en 1932, están sobradamente probadas hoy en día y los avances en manipulación genética han sido sorprendentes.
Tampoco hemos acabado instaurando de manera oficial una droga de diseño como el soma, que nos mantenga a todos felices e idiotizados, ni un método de condicionamiento durante el sueño mediante mensajes grabados, sin embargo, quizá todo eso ha ido adquiriendo su forma perfecta en la publicidad y en la televisión. Eso lo supo ver mejor Ray Bradbury, que en Fahrenheit 451 (1953) imagina una sociedad que vive en torno a pantallas gigantes y realities: “El televisor es real. Es inmediato, tiene dimensión. Te dice lo que debes pensar y te lo dice a gritos. Ha de tener razón. Parece tenerla”.
Y, con todo, a pesar de las pequeñas inexactitudes, el modelo que propone Un mundo feliz sigue siendo en su mayoría la pesadilla a la que parecemos dirigirnos. O quizá ya hemos llegado. Una vez relegadas las distopías comunistas, tras la caída del muro de Berlín y la desintegración de las repúblicas soviéticas, otros modelos como los imaginados por Zamiatin o por Orwell quedan fuera de nuestro horizonte, al menos en su planteamiento general. Si bien sus novelas están plagadas de intuiciones alarmantes: en 1984 (1949), por ejemplo, para los miembros del Partido no había nada que temer de los proletarios, que generación tras generación y siglo tras siglo continuarían trabajando, procreando y muriendo, no solo sin sentir impulsos de rebelarse, sino sin comprender que el mundo podría ser diferente.
Son las consecuencias del fordismo tan temidas por Huxley, no obstante, las que han terminado haciéndose con el control del mundo. Es el consumismo a gran escala, unido al desarrollo de la tecnología, el que rige nuestra civilización. Al fin, nos hemos rendido por completo a las ciegas exigencias del capital, carente de ética y de moral, en un vano intento de lograr una adormecida felicidad.
También lo auguraba Jack London muchos años antes, en El talón de hierro (1908): “De la inconsistencia e incoherencia morales del capitalismo los oligarcas extrajeron una ética nueva, coherente y definida, tajante y rígida como el acero, la más absurda, la menos científica y más poderosa que hubiese tenido jamás una clase de tiranos”. Pero la profecía huxleyana afina aún más al intuir que el origen del mal sería anónimo. En Un mundo feliz no hay una cabeza visible de Gobierno, ni un líder definido, ni nadie en concreto contra quien rebelarse, solo hay personas que mandan más y personas que mandan menos, pero todo forma parte de un sistema impersonal y abstracto que nadie dirige y al que nadie escapa.
El británico Aldous Huxley rechazaba los sistemas comunistas tanto como aborrecía las sociedades capitalistas. Y en su última novela, La isla (1986), utópica al fin, como si se tratase de una llamada a la esperanza, formuló un buen número de posibles alternativas. Hoy parece, sin embargo, que algunos quieren verlo todo blanco o negro. Como si fuésemos ya los descerebrados ciudadanos de una novela distópica.
Juan Jacinto Muñoz Rengel, Futuros fatídicos que ya están aquí, El País, 24/11/2013