Bajo el terror económico impuesto por la crisis, es lógico que el ciudadano anónimo de este país no recuerde cuándo empezaron a irle mal las cosas y, menos aún, el momento en que perdió la autoestima y bajó los brazos frente al poder. Ese olvido es la forma más envenenada de autorrepresión que puede sufrir la conciencia colectiva. Se trata de una aceptación tácita de que todo va mal y que nada se puede hacer para remediarlo, sin que tampoco se logre saber el motivo profundo de esta impotencia, que es de todos y de nadie. Cuando esta represión psicológica se produce, el poder ya no tiene ninguna necesidad de ejercer la violencia para reprimir las libertades y derruir las conquistas sociales adquiridas tras una larga lucha, puesto que es el propio ciudadano el que asume la culpa y se inflige el castigo. Frente a la prepotencia de un Gobierno con mayoría absoluta, que no duda en imponer su voluntad entrando a saco mediante decretos en la vida pública, el ciudadano ejerce el derecho a la huelga, convoca manifestaciones en la calle, grita detrás de las pancartas, incluso es capaz de levantar barricadas, pero, neutralizada su cólera por el miedo a perder lo poco que le queda, acepta de antemano la derrota. Un extraño virus ha anulado su capacidad de rebeldía hasta convertirlo en un zombi. En efecto, este país está a punto de parecer un reino de muertos vivientes, sin que ninguna voz nos haga saber que nuestra tumba, como la de los zombis, está llena de piedras. Muertos vivientes los hay pobres y ricos. Los pobres caminan como autómatas con la cabeza gacha, si bien a veces miran al cielo esperando que se produzca la lluvia de sardinas que les han prometido; en cambio los zombis ricos entran y salen de los restaurantes, joyerías y tiendas exclusivas en las millas de oro, aparentemente felices, aunque observados de cerca, se descubre su rostro crispado por el terror a que su fiesta sea asaltada mañana por una turba de mendigos. Algunos advierten que la carga explosiva está ya en el aire a la espera inminente de la chispa que provoque un estallido social de consecuencias imprevisibles. Pero esta deflagración no será posible sin que antes se produzca un prodigio: que haya una rebelión de zombis, como en otro tiempo la hubo de esclavos.
Manuel Vicent,
Zombis, El País, 24/11/2013