Cristiano Ronaldo no recibe el apelativo de “inmigrante”, sino el de “extranjero”, pese a que técnicamente cumple los requisitos del inmigrante. Lo mismo sucede con el brasileño Mazinho, instalado en España tras su paso por el Celta. A su compatriota Diego Costa incluso le ha propuesto el seleccionador de fútbol, Vicente del Bosque, que se vista de rojo. No adjudicamos tampoco la palabra “inmigrante” a los altos ejecutivos alemanes, franceses o italianos de BMW o de Crédit Lyonnais o de Telecinco que dirigen esas empresas en España.
Y en “inmigrar” (del latín immigrare) leemos: “Dicho del natural de un país: llegar a otro para establecerse en él, especialmente con idea de tomar nuevas colonias o domiciliarse en las ya formadas”.
Dejando al margen que la definición tal vez necesite un retoque, entendemos que serían inmigrantes un alemán o un canadiense que se integraran en sus respectivas colonias establecidas en España (el Diccionario no dice si han de ser grandes o pequeñas); lo mismo que un ecuatoriano o un rumano que vienen a buscarse la vida de obra en obra. Pero la aplicación de la palabra, a los unos sí y no a los otros, refleja la distinta mirada con que los observamos.
No solo eso. Los extranjeros como los referidos futbolistas y directivos pueden quedarse a vivir con sus hijos o tenerlos ya en España. Acaso los apellidos nos darán la pista de que sus familias vinieron de lejos, pero pronto tomaremos a esas criaturas por compatriotas, sin ningún problema, sobre todo si les oímos hablar con naturalidad en una lengua española. Así sucede con uno de los hijos de Mazinho: Thiago Alcántara, nacido en Italia, que se siente español y ya ha jugado en La Roja.
Sin embargo, los hijos de los inmigrantes marroquíes o colombianos de empleos más menestrales tienen reservado otro nombre en las estadísticas y en nuestro imaginario: son “inmigrantes de segunda generación”. Es decir, se les traspasa la condición de inmigrante aunque se hayan criado en España y estén formados en lo que ahora llamamos “nuestro sistema educativo” (antes “nuestros colegios”).
Por el contrario, no existen “extranjeros de segunda generación”, ni los niños que llegan con sus padres a Benidorm reciben el nombre de “turistas de segunda generación”. La palabra “inmigrante”, en cambio, sí la hemos hecho hereditaria.
Anoté este titular el 13 de mayo: “El 50% de los inmigrantes de segunda generación se sienten españoles”. La expresión se repetía en decenas de diarios, con datos procedentes de la Investigación Longitudinal sobre la Segunda Generación en España (Instituto Ortega y Gasset - Universidad de Princeton), según la cual el sentimiento español aumenta en quienes llegaron de niños. El texto de una de esas noticias contaba también que el porcentaje de quienes se sienten españoles “es todavía mayor entre los que han nacido en el país (80%) frente a los que han llegado a edades tempranas”.
Resulta difícil entender que se llame con frecuencia “inmigrantes de segunda generación” a quienes ya son españoles y en muchos casos además nacieron en España. Si se pretende analizar una situación sociológica y definir un grupo por el origen de sus padres, pueden denominarse “españoles hijos de emigrantes” o, quizá mejor, “españoles hijos de extranjeros”; pero en todo caso “españoles”, pues esa nacionalidad tienen o merecen.
Les hemos dado a cientos de miles de quienes llegaron desde muy lejos el carné de identidad para que lo lleven en el bolsillo, tienen acceso a la Seguridad Social y al trabajo, y sus hijos pueden educarse en las universidades españolas. Todo eso va por la vía legal. Pero a menudo les negamos lo más definitivo, lo que va por la vía emocional: las palabras. La palabra español, la palabra igual, la palabra votante, la palabra ciudadano, la palabra vecino, la palabra contribuyente. El término “inmigrante”, hereditario además, las aniquila todas, ocupa sus espacios y, a veces, también arrincona los derechos que se vinculan a ellas.
Álex Grijelmo, La palabra'inmigrante' se hereda, El País, 24/11/2013