Gary Lachman |
Y todo esto sin esoterismo alguno, y cuando se habla de él (Blavatsky, Steiner, etcétera), se hace a distancia: Lachman no oculta lo disparatado de partes de la teosofía de la Blavatsky, ni lo plomizo y desbarrado a veces de la antroposofía de Steiner, ni el “esnobismo espiritual de la peor especie” en aspectos de Bucke, por ejemplo. Lachman no es un entusiasta, critica lo que él cree excesos, cosas absurdas más que místicas, en este como en todos sus libros, bien claros (recuérdese su obra sobre Rudolf Steiner).
“Lo importante es integrar aquello que la ciencia nos cuenta sobre cerebro y mente en una perspectiva más amplia, en una imagen más grande de la historia de la humanidad y en una visión más extensa de su futuro”, nada más que eso quiere Lachman. Solo se trata de ampliar el mundo más allá de lo obvio y la consciencia más allá de la materia: a una consciencia que dé cuenta de esa clarísima oscuridad de mundo (está muy claro que hay muchas cosas oscuras en el mundo). Está clarísimo que “el mundo exterior que nos revelan nuestros sentidos solo es una versión limitada del más amplio mundo interior”. Y que “ninguna explicación del universo en su totalidad será definitiva si no contempla otras formas de consciencia”, como decía W. James, con razón, aunque él, como muchos otros entonces, las descubriera inhalando el famoso ácido nitroso.
No es tan secreta la historia de esta consciencia, más que secreta, arrinconada. No se trata especialmente de la tradición oculta, esotérica, espiritual o metafísica. Esta historia secreta de Lachman comienza prácticamente a principios del siglo XX, cuando la consciencia y sus posibilidades parecían ofrecer a la humanidad un nuevo futuro, una nueva era, que decían que necesita urgentemente. “El comienzo del siglo XX fue testigo de un extraordinario festín de nuevas ideas, una combinación emocionante y optimista de política radical, reforma social, creencia ocultista y visión evolutiva, que, en los años previos a la Primera Guerra Mundial, creó un ambiente embriagador y efervescente donde casi todo parecía posible”.
En el fondo el libro de Lachman habla de una galaxia de pensamiento y experiencia que amplía la revolución kantiana: los datos fundamentales de nuestra experiencia nos son proporcionados por nuestro aparato perceptivo. ¿Y si ese aparato se amplía? La razón pura estalló: geometrías no euclídeas, complementariedad de Bohr, indeterminación o incertidumbre de Heisenberg, incompletitud de Gödel. Todo llevaba a un mundo ampliado, participado, íntimo, más allá de la literalidad de la razón o la lógica de los hechos de empiria fácil, de sensibilidad básica. Más allá de la ciencia materialista. Todo sistema remite a algo externo para validarse, la coherencia lógica no valida un sistema, tampoco la autoconsciencia se valida a sí misma. Todo ello abría la puerta a un universo más concordante con la cosmología de los antiguos y menos compatible con el mundo mecánico-newtoniano del siglo XIX. Esos conceptos no newtonianos sugerían de base que la humanidad se acercaba a un cambio general de consciencia, la ciencia por sí sola no podía ahondar lo suficiente en el verdadero carácter del mundo.
Si, según Kant, el espacio y el tiempo son nuestras herramientas para percibir el mundo, si conseguimos mejorar el uso que se hace de ellas mejoraría nuestra percepción del mundo. Es de cajón. La confianza en un uso ampliado de esas herramientas supera ese escepticismo epistemológico radical kantiano de fondo (el mundo existe más allá de nuestra percepción pero es incognoscible) que constituye la premisa fundamental de la filosofía moderna y que fue demoledor en cualquier sentido. Pena que Kleist, que se suicida tras leer a Kant y perder toda fe en el conocimiento, no hiciera más caso a Blake: “Si las puertas de la percepción fueran purificadas todo se aparecería al hombre tal cual es: infinito”.
Isidoro Reguera, Una nueva consciencia, Babelia. El País, 30/11/2013