La pasión por lo sagrado goza de buena salud, lo que no deja de ser sorprendente dado el creciente grado de laicización de nuestra sociedad. La asistencia a los oficios religiosos cae en picado, pero nuestros dirigentes no dejan pasar una oportunidad de elevar a los altares las cuestiones más variadas que discurren por la plaza pública. Así, la Constitución es sagrada, y qué decir de algunos de sus contenidos como la indivisible unidad de la patria o en quién reside la soberanía.
La nación española es sagrada, como lo es la Monarquía, por mucho que sus costuras estén a punto de un reventón. Es sagrada la posición de privilegio de la Iglesia católica y, aunque no se explicita, es sagrado el derecho de los bancos a recibir dinero público mientras esquilman sin piedad a los teóricos depositantes de la soberanía nacional.
En Cataluña también tenemos, por supuesto, nuestra dosis de pensamiento sacro. Aquí también la nación es sagrada; es otra nación pero eso no tiene la menor importancia: en el cielo hay sitio para todos. Es sagrada la lengua (bueno, una lengua) e incluso la legislación que la regula, especialmente si tiene como ámbito de aplicación la escuela. Es sagrado, faltaría más, el club que es más que sí mismo y que funge como ejército simbólico de la catalanidad, como los son, aunque esto tampoco se explicita, las cuatrocientas familias de las que nos habló el condecorado Fèlix Millet. por no hablar del sacrosanto expolio al que España somete a Cataluña. Con todo, lo más sagrado últimamente es un concepto recién llegado a nuestro oasis diferencial y que parece haber convertido a medio mundo al decisionismo.
Lo sagrado es aquello que no es cuestionable, discutible ni negociable. No al menos sin correr el riesgo de ser expulsado de la comunidad de los creyentes. Puede aparentarse que se habla de ello en el debate público, al fin y al cabo vivimos (aún) en un sistema de libertades formales, pero en la práctica quien realmente tiene mando en plaza no está dispuesto a dejar que se pase de las palabras a los hechos, y a que lo sagrado deje de serlo. He ahí un claro límite, uno más, de nuestra demediada democracia.
El territorio por excelencia de esta sacralización de la política es el nacionalismo. Nada nuevo, como se sabe, pero no por ello menos inquietante. Quien más quien menos tiene grabadas en su memoria imágenes del pasado que preferiría borrar, algunas de ellas no muy alejadas en el tiempo. Un Jefe del Estado, cuerpo de la nación, entrando en las catedrales bajo palio. Magnas concentraciones en las que la masa se sublimaba en comunidad nacional. Montañas sagradas donde lo mismo se recibía al hombrecillo de las gafas redondas y el uniforme negro que se alentaba la idea del pueblo elegido y perseguido. El tiro en la nuca a los enemigos de la comunidad nacional. Las celebraciones rituales por los mártires de la nación y la renovación en el altar de la patria del compromiso de sacrificio que reclamaban las voces ancestrales.
Hoy las cosas, por fortuna, tienen poco que ver con ese pasado, en ocasiones tan cercano. Los tiempos, en efecto, son otros. Los peligros, también. Son diferentes, y no es algo menor, las bases de legitimidad, las formas de actuación y los proyectos políticos, ahora democráticos. Sin embargo, sigue habiendo territorio para los líderes mesiánicos dispuestos a llevar a su pueblo hasta la tierra prometida, no importan las plagas que puedan caer sobre él a lo largo del camino. Las masas se encandenan para transfigurarse en nación en marcha, en medio de gran despliegue televisivo y enorme beneficio para expertos en merchandising. En la montaña sagrada se sigue invocando al pueblo de Dios en su camino de liberación. Las antorchas iluminan los desfiles nocturnos que culminan en oraciones patrióticas ante la tumba de los predecesores. El fuego sagrado, nuevamente en el altar.
Al otro lado del río, la conferencia de mitrados, con su siniestro jefe a la cabeza, condena por inmoral todo atentado contra la unidad de la patria verdadera. Las otras, ya se sabe, son todas falsas. Los chicos del coro entonan el salmo de la nación más antigua de Europa. Y el jefe de la gran tribu dice que con quienes quieren trocear la sagrada soberanía del pueblo no hay nada que hablar. Sus huestes lo jalean, convencidas de que las sagradas escrituras constitucionales las amparan, y aquí paz y después gloria.
Algunos agnósticos contemplamos todo este espectáculo entre la desolación y el hartazgo, atrapados entre la espada de la consulta imposible y el muro de la ley intocable, salvo que lo mande la autoridad, europea por supuesto. El olor del incienso lo envuelve todo y, a las puertas del centenario de verdad, el de 1914, muchos nos acordamos del coronel Dax invocando al gran Samuel Johnson y su lúcida admonición sobre el patriotismo. La razón ni está ni se la espera.
Francisco Morente Valero, Lo sagrado, El País, 03/01/2014