Los desarrollos procurados desde las teorías democrático-liberales a propósito de la debilidad mental de las multitudes, "científicamente" confirmada por la psicología de masas y en cierto modo también por los sociólogos de la Escuela de Chicago, vieron confirmada su desconfianza cuando cupo asistir a las adhesiones populares a las doctrinas autoritarias que se extendieron por Europa en la década de los años 30 del siglo pasado. Se trataba, o al menos así se podía percibir, de una verdadera traición de las masas obreras a lo que debería haber sido el destino natural de su fuerza, que no podía ser más que el de la destrucción del orden capitalista.
Wilhem Reich lo notó así en una de sus obras más conocidas,
Psicología de masas del fascismo (Era), escrito en 1933.
Los totalitarismos parecían asentarse, en efecto, en unas masas que al mismo tiempo despreciaban. El propio Adolf Hitler se jactaba de haberle sacado el mejor provecho a las enseñanzas de
Gustave Le Bon y haber asentado su poder político en la manipulación de unas masas que socialistas y comunistas habían creído monopolio suyo en Alemania. Frente a las pretensiones de la izquierda, pero también frente a la rudimentaria descalificación reaccionaria, Hitler estaba convencido de haber encontrado la clave para ponerlas al servicio de los objetivos del Partido Nazi.
El auge de los autoritarismos del siglo XX va a suponer un punto de inflexión en la consideración teórica de las masas desde la izquierda, en buena medida gracias al contacto entre psicoanálisis y marxismo, es decir entre dos perspectivas antepuestas e irreconciliables acerca de las muchedumbres activas en las ciudades del mundo industrializado, de un lado la de
Freud, deudora de
Le Bon y los teóricos reaccionarios en su línea; del otro, la confianza de Marx, Engels y Lenin en la genialidad natural de las masas. De corresponder a quienes desde una posición u otra recelan y temen su potencial revolucionario, pasa a convertirse, frente al terrible espectáculo del apoyo popular a los grandes movimientos totalitarios, en denuncia de la facilidad con que caen en manos de demagogos enloquecidos. La izquierda freudiana que encarnan Paul Federn, Erich Fromm o Wilhem Reich señala que la regresión afectiva, intelectual y moral que experimentan los individuos subsumidos en una masa conduce no a la revolución, sino al fanatismo, como si los acontecimientos que preparan la segunda guerra mundial fueran la confirmación del símil que los teóricos de la psicología de masas habían tantas veces propuesto entre los estados de fervor colectivo y la hipnosis.
Porque en eso consistió el auge del estalinismo, del fascismo o del nazismo según su interpretación en clave psicoanalítica: en un colosal mecanismo de sugestión a través del cual líderes carismáticos perversos habían conseguido secuestrar la conciencia y la voluntad de la gente hasta convertirla en una horda de títeres sanguinarios, capitalizando en su favor la ansiedad provocada por una economía sexual restrictiva. A partir de ese momento, no sólo todos los ensayos de confluencia entre psicoanálisis y marxismo asumirán postulados en relación con el asunto de las multitudes que hasta bien entrado el siglo XX habían sido exclusivos del pensamiento burgués-reformista o conservador, sino que tan asunción acabará impregnado el grueso de la Escuela de Frankfort, que incorporará a la crítica a las masas elementos de la teoría de la alienación de
Marx y Engels, relativa a los factores que, propiciados por la explotación capitalista, obstaculizan la realización de las mejores cualidades humanas.
Otras lecturas abordaran la anormalidad de las masas desde otras escuelas psicológicas, como es el caso de la de
Serge Tchakhotine sobre la catastrófica influencia de la propaganda sobre unas multitudes frágiles ante la demagogía política y sus ardides, a partir siempre de la manera como en el momento en que se intenta publicar por primera vez su
Le viol des foules —1939—, se está asistiendo a fenómenos históricos probatorios en ese sentido, como son el estalinismo y los fascismos. En este caso, el ascendente de la psicología procede del behaviorismo pavloviano, que le atribuiría a agitadores, periodistas, líderes y lo que hoy llamaremos profesionales del marketing comercial o político la labor de crear primero y desencadenar después, a través de la disposición de determinados simbolismos, reflejos condicionados entre los componentes de las masas, que llevaran a estas a respuestas automáticas adecuadas a los intereses de instancias manipuladoras de rango superior. Se trata entonces de reconocer la actividad de verdaderos "opresores psíquicos", capaces de establecer además móviles moral y racionalmente negativos para excitar y enseguida encauzar en su beneficio la emotividad natural de las multitudes, tanto cuando estas se expresan en la calle como cuando lo hacen votando en elecciones o plebiscitos. La acción de los individuos en este tipo de actividades colectivas no responde a deliberaciones conscientes, sino "al efecto de procesos nerviosos psicológicos..., desencadenados científicamente por energías aplicadas desde el exterior, por medios llamados de propaganda, o demagogia, o mejor aún 'psicagogia'".
Es ese el marco en que empiezan a circular producciones teóricas que alcanzarán una notable popularidad e influencia en los Estados Unidos en la década de los 50, como el estudio dirigido por
Theodor Adorno y publicado con el título de
La personalidad autoritaria, del 1950, un concepto deudor del "carácter autoritario" al que antes se habían referido
Reich y Fromm. Tal sensibilidad hacia los condicionantes psicológicos del cambio de bando de las masas, propia del psicoanálisis suavemente marxista y de los autores frankfurterianos fue asumida por la intelectualidad liberal estadounidense, en un clima al que no es ajena la aportación de
Hannah Arendt sobre la distinción pueblo-populacho a propósito del Estado totalitario y la complicidad que en su constitución y mantenimiento encuentra este en las masas, concebidas de manera paradójica como la consecuencia de una sociedad sin clases. En la mejor línea reaccionaria de
Gustave Le Bon –a quien dedica un encendido elogio–,
Arendt ve la masas como una entidad amorfa, ajena o contraria a toda estructuración o jerarquía organizativa, impulsada por instintos "más allá del control del individuo y, por ello, más allá de la razón", sin ideales, sin intereses, estúpida, y por tanto maleable, en todo momento predispuesta para que en su seno se generen bandas violentas e irracionales, que
Arendt llama
mob, del latin
mobile vulgus, es decir vulgo caprichoso y sin criterio.
A partir de determinado momento, después de la segunda guerra mundial, ese papel central otorgado a las masas en los discursos para la transformación socialista y el derrocamiento del capitalismo desaparece o se debilita en una buena parte de la izquierda intelectual, que parece renunciar al leninismo como metodología revolucionaria y hace suyas las presunciones individualistas de la tradición liberal-republicana, con su consabida censura de la "sociedad de masas" y la pereza intelectual de las "mayorías silenciosas". El exitoso libro de
David Riesman La muchedumbre solitaria (Paidós), del 1950, implicará una formalización sociológica de ese personaje "dirigido por otros" que se instalará en la cultura popular de los países industrializados y vendrá a ser algo así como el engarce que vinculará el "hombre-masa" orteguiano con "el hombre unidimensional" de
Marcuse. Se vuelve así a asimilar la masa a una nube densa de individuos desanclados, que se agitan como zombis por los espacios del consumo y el ocio irresponsable, atontados ante todos los reflejos que se hacen brillar ante ellos o que se amontonan fascinados por todo tipo de espectáculos no en vano presentados como "de masas".
La concreción de todo ello es que al marco de las turbulencias obreras y estudiantiles de los años 60 del siglo pasado concurren dos tendencias. Una se mantiene fiel al canon marxista sobre el papel central atribuido a las masas, aunque ahora sea de la mano de corrientes que se colocan a la izquierda de los partidos comunistas institucionalizados y que se definen como castristas, guevaristas, trotskistas o maoístas. Pero, en paralelo, surgen corrientes de pensamiento revolucionario que, procuradas desde la izquierda contracultural norteamericana, los situacionistas o desde corrientes neomarxistas o neoanarquistas europeas, asumen como propia la que hasta hacía unas décadas había sido la crítica a las masas propia de la tradición liberal, incluyendo una nueva manera de vindicar los valores de la subjetividad personal y la soberanía del individuo. incluyendo implícita o explícitamente buen número de las premisas de la psicología de masas de finales del XIX.
Manuel Delgado,
La traición de las masas, El cor de les aparences, 07/01/2014