1. En primer lugar, si una crítica de la Realidad, una denuncia de la mentira necesaria del Estado
[1], puede ser que de veras se enfrente con el Estado y le ataque en algún modo “desde fuera” y sobre la Realidad actúe de una manera negativa o, como se dice, revolucionaria, está claro que, viceversa, todo estudio o comentario acerca de aquella crítica y denuncia (lo mismo da aproximadamente si a su vez crítico o encomiástico) no puede menos de realizar, con el solo hecho de producirse, una reificación de la crítica (pues no se puede hablar sino de aquello que es una cosa; o si se prefiere, cosa es aquello de lo que se puede hablar) y contribuir al proceso de asimilación del ataque y denuncia del Estado, a la organización del Estado mismo. Puede ser que un texto de Marx, por ejemplo, hable de la Realidad y que esté ejecutando un análisis o disolución de sus estructuras, mientras sea el texto de Marx el que está hablando; un estudio sobre ese texto de Marx, por el contrario, estará integrando a ese texto, como objeto histórico, filosófico o literario, en el contexto de la Realidad. El hablar de lo posiblemente negativo lo convierte con certeza en positivo; el examinar objetivamente la actividad de destrucción del Estado es una actividad de reconstrucción del Estado; y hablar de la revolución es por esencia reaccionario.
2. Ya se ve pues que, en la medida que estimemos que hay en las palabras que Carlos Marx nos ha legado algo virulento y activo frente al Orden vigente, alguna luz eficaz que siga desembrollando la textura de sus mentiras, no podríamos ponernos a hablar de nada de eso en estos apotegmas, so pena de contribuir con ello al proceso de asimilación de Carlos Marx y “sus” ideas a la Realidad o Historia, proceso harto ya avanzado en nuestros días, cuando toda la burguesía occidental (aunque ‘burguesía’ es un término cada vez más indefinido y Occidente ya va siendo más o menos todo) habla de él y de “sus” ideas, los usa como políticamente rentables para sus grupos y asociaciones, económicamente rentables para sus editoriales, y en fin, como moneda corriente los maneja.
3. No será por tanto de eso de lo que aquí hablemos: con lo que en los escritos de Carlos Marx haya de virulencia, de negación viva del Estado, no se podrá hacer otra cosa que leer, oír, penetrarse de ello, ejercitarse en ello: entender, no a él, sino con ayuda de él a la Realidad; aprender, no a él, sino de él; hacerse al método del análisis y el ataque, y ejercerlo y prolongarlo en una dedicación a las nuevas fuerzas y formas del Estado que se presenten .
4. Y no tendría sentido que accediéramos a versar sobre Marx o las doctrinas que de su nombre se deriven en la conmemoración de su nacimiento, si no fuera que, aparte de lo que Marx pueda estar en ese sentido vivo, Marx también está muerto; o, mejor dicho, que, como la vida de los muertos es la muerte de los vivos y viceversa
[2], aparte de lo que las palabras de Marx puedan seguir siendo de ataque mortal a la perpetuación de la opresión y la miseria, mucho hay de sus palabras que, ya debidamente asimilado a la Realidad vigente, contribuye a la manutención y vitalidad de la opresión y la miseria. Y hay por tanto alguna parte en Marx o, por mejor decir, en el marxismo, de la que podemos hoy hablar sin el temor de contribuir a reificar ideas o doctrinas, ya suficientemente reificadas por la Historia. Respecto a lo que en las palabras de Marx haya de vivo y negativo, y así nos llegue por la tradición ardiente de los pueblos oprimidos por el Trabajo o ya por la más fangosa vía de los libros, no hablamos de (como objeto), sino más bien tratemos de actuar con (como instrumento y compañía); de los pesos muertos del marxismo es de lo que aquí hablamos. Vivirá la rebelión contra el Estado presente con la vida de lo que siga vivo en sus palabras; vivirá también con la muerte de lo que esté muerto en las doctrinas asimiladas con su nombre por el Estado. A esta segunda oscura labor de matar lo que está muerto es a lo que querríamos que estas líneas se dedicaran.
5. Esa ganga ideológica o subproducto inevitable de la crítica, ese alimento de las nuevas formas del Poder y del Dinero, esa materialización –por acudir a un símil espiritista– de lo que no era de este mundo, no será principalmente en los escritos de Carlos Marx donde vayamos a encontrarlos sólo secundariamente, volviendo de la experiencia histórica a la lectura, descubriremos ya también en los escritos los gérmenes letales de la ideología y la doctrina; pero donde primariamente lo hallaremos es en las ideas más vulgarizadas que bajo nombre de marxismo –y a veces sin él también– circulan por la Sociedad: las que se hace asimilar en folletos y breviarios a los sufridos militantes de la clase obrera, las que oímos reproducir con admirable fidelidad a muchos de nuestros compañeros estudiantes de los últimos años.
6. Ni se nos tache de pesimismo porque reconozcamos justamente en lo más vulgarizado del marxismo lo más inerte y reaccionario. Confiamos en la virtud revolucionaria de la visión marxista, pero en todo caso, su éxito ideológico es la contrapartida de su virtud revolucionaria: aquello en que no ha sido destructivo como fuerza es aquello en lo que ha sido asimilado como supraestructura.
7. Bien fácil es de percibir esto en el proceso de docencia de la doctrina: es, en efecto, duro de adquirir y transmitir a otros un método y una disposición dialéctica, esa sensibilidad a las contradicciones de la estructura de la Sociedad y esa habilidad para denunciarlas y derruirlas: es duro, porque así como ello amenaza de verdadera subversión al Orden reinante, así resulta amargo de aprender y perturbador para cada Individuo; es, por el contrario, fácil de enseñar y de grabar en las mentes, por ejemplo, la doctrina de que “el único medio válido para derrocar el sistema capitalista es una fuerte organización de los obreros de las fábricas de los capitalistas”. Es fácil de asimilar, porque en cierto modo ya estaba asimilado: el sentido común lo recomienda, y para corroborarlo el nombre de Marx apenas cumple más función que la de autoridad.
8. Pero que el sentido común no sea reaccionario tan sólo sería posible en un mundo comunista, esto es, un mundo en que los bienes no fueran propiedad de nadie, sino comunes, y así también común la inteligencia, propiedad de nadie. Entre tanto, la inteligencia, propiedad del Estado y manifestándose congruentemente como propiedad del Individuo (pues que la Propiedad privada es el sostén y manifestación del Orden dominante, como bien demuestra saberlo el Orden dominante mismo), no podrá, bajo nombre de sentido común, ver ni decir más cosa que lo que al Estado le convenga para su evolución y subsistencia.
9. Y así ha sido como aquello que bajo nombre de marxismo corre y se utiliza, aquello que reconocemos como lo aceptable para la Sociedad y lo asimilable para el Individuo, ha venido cada vez más a distinguirse sólo por el nombre de otros dictados de la mente sumisa a la perpetuación que se revisten con otros nombres como los de realismo, positivismo, pragmatismo. Resultado particular de ello, la facilidad de la coexistencia pacífica. Otro, que el ansia de hacer la revolución, de hacerla ser, obliga a hacerla cada vez más factible, rebajando progresivamente las exigencias negativas que la crítica del Estado implicaba y sigue implicando siempre. Para el sentido común ha quedado muchas veces el marxismo reducido a ser una utopía realizable. ¿Qué habría pensado Carlos Marx –perdonen sus manes la hipótesis irreal– si hubiera oído hace unos días a aquel amigo nuestro que, refiriéndose a una sociedad ya revolucionada, por un significativo error de lengua, en vez de hablar de sociedad socialista (valga la redundancia) o tal vez de sociedad comunista (valga la contradicción), dijo “sociedad marxista”?
10. Pero el sagrado terror, ante la evidencia de su propia cosificación, de sentir la palabra subversiva y liberadora convertida en Ley reguladora, se habría de haber disuelto seguramente en una benévola sonrisa: pues sociedad marxista, a la verdad, lo es la nuestra: por un lado, porque a Marx nos lo tenemos ya debidamente asimilado; y por el lado opuesto, porque esta Sociedad nuestra sigue siendo un objeto adecuado de la crítica marxista, y en el seno de ella siguen siendo sus métodos y palabras elemento inasimilable, subversivo para ésta y para cualquiera imaginable desde ésta.
I. 11. ¿Cuáles son pues las ideas o doctrinas asimiladas y vulgarizadas bajo nombre de marxismo que nos proponíamos tocar a lo largo de estos apotegmas? Pues bien, aparte de otros conceptos y proclamaciones más pragmáticos y vagos, a los que tenemos intensión de dedicamos hacia el final ya del escrito, sabido es que a las ideas marxistas en general se suele aludir principalmente como “materialismo dialéctico” y corno “dialéctica histórica” (dejando de lado por ahora “materialismo histórico”). En ambas denominaciones entra, ya como adjetivo, ya incluso como sustantivo, la referencia a la dialéctica o lo dialéctico. Ello es justamente lo que, como actividad que tiene por materia las ideas-cosas, no puede ser idea ni doctrina; y por supuesto que, después de lo dicho, no vamos aquí a permitirnos el menor intento de análisis o congelación, en forma ni de resultados ni de recetario, de ese elemento de la actividad lógica a que se alude con los términos de “dialéctico” o de “dialéctica”.
I. 12. Viva por siempre y siga siempre libre, por nosotros, el corazón contradictorio del liberto, cuya libertad consiste en descubrir, a cada liberación, su propia esclavitud. Eso de la dialéctica, la ingenua costumbre de la lógica humana de volverse sobre sí misma, arrancaba del ejercicio del diálogo entre Yo y tú, que es nombre del no-Yo
[3]; saltaba en una segunda fase a fijarse en la relación entre los términos antitéticos del lenguaje (la oposición entre A
1 y A1 revela la identidad o sustancia A, pero así la sustancia se revela como contradicción), y de ese modo al lenguaje, siervo constitutivo del Estado, le hacía traicionar al Amo; en fin, venciendo el último subterfugio que el Estado se había maquinado (en el paso, por así decir, de la edad antigua a la moderna) con la pretensión de que una cosa era la lengua y otra la Realidad, ha descubierto en la Realidad sin más la misma trama lógica, y al denunciar las antítesis reales que El no dejaba aparecer o mostrar la inanidad de las que El establecía, lo ha dejado desarmado de las armas del engaño ante el ataque de los hijos de la miseria. Claro está pues que esa costumbre, o arte o guerra o juego, por no llamarla con ningún nombre, que no tiene, no es cosa que vayamos aquí a usar para nada como tema. Es ello acaso lo que puede que pueda usamos a nosotros. Que tenga a bien usamos
[4].
I. 13. Y así nos limitaremos, en lo tocante a ese elemento que al marxismo se atribuye, a rememorar brevemente de qué es de lo que se trata por medio de la conmemoración de alguna de sus gestas gloriosas de las que más raigambre marxista tengan. Que apenas podrá ser otra que la del asalto y derrocamiento de la antítesis entre Persona y Cosa (que podría también decirse la de Voluntad y Condicionamiento, o bien incluso la de Subjetivo y Objetivo). Es a saber, algo como lo siguiente. El Trabajo pretende seguir teniendo su esencia en la relación del trabajador con la cosa que trabaja, a la que hace ser y que le hace ser. Pero en realidad el Trabajo no tiene sentido ninguno en sí, no es una relación viva, desde el momento que él a su vez es una cosa, objeto de las operaciones económicas, que son las que le dan su ser (social) de mercancía. Y aún más: que no una cosa, sino la Cosa de la Economía es él, en cuanto que todas las demás se dejan reducir a ésa, al Trabajo-mercancía, que es la que les da su valor (su ser social) a todas ellas. Ahora bien, esa virtud valoradora del Trabajo, en la que consume su sentido como acción, no puede tenerla el Trabajo en sí, que, como mera relación abstracta, si no se nutriera de sustancia ajena, sería estéril como donador de ser, sino que la saca de la carne y sangre –por hablar en metáfora que el propio Marx no desdeñaba– del trabajador, de la “fuerza de trabajo” del hombre (que se nos permitirá glosar como “posibilidad de hacer otra cosa”), esto es, del hombre mismo (empleando convencionalmente la palabra ‘hombre’, con minúscula, para designar su potencialidad), en cuanto el hombre se ve obligado a convertirse en Ser económico al ponerse en venta. El Trabajo-mercancía en que así se convierte el hombre no tiene, a su vez, medida más apropiada que la del Tiempo
[5], cuya epifanía por tanto coincide con aquella cosificación o socialización. Y nótese de paso que esa venta de la potencia quiere decir la conversión de la posibilidad en Ser, la realización de la entelequia, alabada y divinizada por Aristóteles. Es así, en fin, cómo el hombre, que pretendía ser lo otro que la cosa, se revela identificado con la cosa y con todos los atributos económicos de ésta
[6]; y aquí termina la anulación de la antítesis en el primer sentido. Pasemos al segundo. Observamos pues que, en virtud de la operación dialéctica en primer sentido, que acabamos de reseñar, el Dinero, nombre común de todas las cosas ha ingerido en sí, como una savia vivificadora y humanizadora, la virtud que adquiriera por el proceso de compra-venta de aquella posibilidad de hacer o “fuerza de trabajo”: es así cómo el Dinero deja de ser una cosa inerte
[7] y se convierte en Capital, que es el Dinero vivo y –sin el más leve asomo de metáfora– hecho hombre
[8]. Como tal, le corresponden y manifiesta efectivamente todas las características y actividades de la criatura viva y en especial de la criatura humana (entiéndase “del Hombre”, en abstracto, que es la sola manera en que deberíamos haber hablado de Él); y así crece, se ayunta con sus semejantes, recibe cargos y honores, constituye asociaciones de capitales y establece organismos políticos y ejércitos a su servicio, se reproduce, resulta más o menos fecundo, muere (al menos, individualmente, como los hombres; cupiera augurarle alguna suerte análoga como género y abstracción real, la misma suerte que al Hombre, idéntico con Él), y en fin, hereda todos los rasgos de subjetividad que los trabajadores le han cedido; tiene también su voluntad y sus caprichos (pues capricho se llama no a otra cosa que al actividad que el observador no ha conseguido explicarse racionalmente; y los fenómenos inflacionarios de nuestra época producen a los economistas muy similares desazones y desconciertos, recubiertos de fatuidad, a los que antaño las mujeres a sus amantes) y también, por supuesto, sus necesidades imperiosas de ámbito vital y de materias primas, de las cuales la esencial la carne y la sangre humana que arriba metafóricamente se citaba. Así es como se cumple el paso de la anulación de la antítesis en sentido inverso y queda al desnudo la vanidad de la oposición entre Cosa y Hombre; que sin embargo, se sigue manejando en nuestro mundo y se seguirá mientras subsista el Sistema que la necesita
[9].
I. 14. Conque, glosado ya brevemente, pulsadas para recordación –espero que no con demasiada infidelidad– algunas de las teclas del esqueleto marxista, y cumplido así el grato deber de discípulos torpes, pero voluntariosos, del Dr. Marx, podemos pasar ya a ocuparnos de lo que queda en las expresiones ‘materialismo dialéctico’ y ‘dialéctica histórica’, una vez eliminada la referencia a lo dialéctico que en ellas se contiene. Lo cual es, como se ve, ‘materialismo’ por un lado, ‘histórica’ por otro.
II. 15. ‘Materialismo’ se diría que es una palabra sólida, poco sutil ni ambigua o que pudiera desorientarnos tomando, como Proteo al sentirse asido por los brazos del atacante, nuevas y diversas acepciones. Y en efecto, con confianza hoy, gracias a la madurez de las contradicciones en que nuestras clases viven, podemos anunciar que, entiéndase como se entienda la referencia a la Materia que en ella se contiene, ella se destruye a sí misma y dice lo contrario de lo que quiere.
II. 16. Es evidente, sin embargo, que la Materia a que las posiciones materialistas se refieren no es una materia propiamente material. ¿Sino una materia ideal, entonces? Lejos de nosotros la humana tentación de mantener semejante antítesis, que es tal vez justamente contra la que vamos. La Materia es, por ejemplo, de ordinario aquello contra lo que choca y se da de coscorrones la criatura humana en juventud o estadio de formación, hasta el momento en que por medio de esos repetidos golpes aprende definitivamente a conocer la Realidad y colocarse en ella. Y llamar materia al sitio contra el que esas colisiones docentes se producen puede ser muy justo, pero implica desde luego una modificación en el concepto de materia con respecto al que en la Física regía en otros tiempos y sigue rigiendo en el sentido común cuando a los hechos físicos se refiere.
II. 17. Por los escritos de Carlos Marx en todo caso está bien claro que a lo que él de ordinario alude, lo que usa prácticamente en su especulación bajo nombre de actitud materialista, implica una Materia que consiste en la Necesidad de las leyes económicas o sociales; y se define de la manera más vulgar tal actitud como la concepción teórica de que los condicionamientos económicos o reales son previos e imperativos sobre las concepciones teóricas que en ellos surgen. Tal es la Materia marxista propiamente dicha, por más que no deje de resultar conmovedor y significativo ver sobre todo a aquel leal San Pedro, por buen nombre Federico Engels, prototipo de tanta aplicada juventud de hoy día, cuando trata voluntariosamente de convencerse de que toda la materia son transformaciones de una misma, la social como la física, unas mismas las leyes físicas y las sociales, y llega por ese camino con toda congruencia a describir el comportamiento dialéctico de los cuerpos físicos, en los cambios de estado por ejemplo; con lo cual se contribuía a desarrollar la concepción, tan cara a las ansias totalizadoras y unificadoras de la Ciencia positiva, de que de la materia inorgánica sale la orgánica, de la orgánica la vida, de la vida los monos, de los monos los cazadores, de los cazadores el comunismo primitivo, de éste la sociedad esclavista, de la cual la feudal, de la cual la burguesa, de la cual la revolución burguesa, de la cual la proletaria, de la cual el estadio socialista, del cual el comunismo.
II. 18. Mas si pudiéramos por un momento dejar de lado las arrogantes y confortables construcciones de la Ciencia y atenernos a la más humilde observación en torno y dentro, parece claro que la única materia con la que tropezamos es ésa de las Leyes Económicas o Reales (con ocasional manifestación en leyes propiamente dichas y en instituciones laborales o militares), y que las pobres cosas materiales, en la medida en que de alguna manera existen todavía, lo hacen más bien como mero objeto de Ellas y pretexto visible de su aplicación
[10]; que si una vez, según se cuenta, el frío y el hambre en algún modo crearon el Estado, de hecho y ya el frío y el hambre, y sobre todo el miedo prehistórico de ellos, no son sino otras armas del Estado.
II. 19. Ahora bien, si esa Materia es en realidad de carácter legal, psíquico, social, jurídico, verbal y todo lo que se quiera por el estilo, ¿por qué se la llama materia todavía, con una palabra que al hablante ingenuo le sigue sugiriendo la masa que el panadero apuña entre sus manos, las esquirlas de átomo que los físicos le siguen haciendo ver hasta en fotografía, y aquel peso, soñado en el más dulce abandono a la ley de la gravedad, del cuerpo de la amada? Pues bien, por un lado parece que es verdad que es esa Materia la que ha adquirido y ocupado todos los atributos de la materia, el oprimir, el desgarrar, el golpear, en suma, todas las manifestaciones de la inercia y la resistencia. Pero es que, por otro lado, con la denominación y la concepción científica parece contribuirse a recubrir y disimular, en función de supraestructura, el hecho de que lo social es lo natural, lo abstracto lo concreto, lo psíquico lo pesado, la convención la necesidad; a ocultar, en suma, que si el trono del tirano sigue en su sitio, es el joven heredero el que, expulsado el rey anciano, se ha sentado en él sin que nos demos cuenta y, para mejor disfrazarse, ha seguido conservando el mismo nombre
[11].
II. 20. He tratado de describir hasta aquí meramente algo de la situación real y las contradicciones que implica con sus propios nombres. Pero quiero ahora tratar de mostrar el error dialéctico mismo que ha llevado en el marxismo a la conservación de la concepción materialista, error por el que el marxismo se instituye, con toda la Ciencia positiva de su tiempo, en supraestructura y trata de encerrar en la expresión ‘materialismo dialéctico’ una flagrante falta de sentido.
II. 21. El pensamiento marxista, en efecto, se veía forzado a adoptar una posición materialista por reacción a la ideología idealista, y en especial a la congelación del Espíritu hegeliano y a la entusiástica charlatanería de los diadocos de Hegel, que a veces incluso, habiendo descubierto que toda la Sociedad era en último término y en su fundamento mismo Ideología y Religión, se ilusionaban más o menos explícitamente con la idea de que bastaba por tanto la demolición crítica de la Ideología para revolucionar la Sociedad misma. Con mucha razón pues se rebelaba Marx contra semejantes concepciones (pues justamente, si la Idea estaba hecha Realidad, ello mismo implicaba que no eran las ideas ni las críticas teóricas lo que pudiera tener poder sobre lo que era una realidad material, en el sentido social de la palabra), y así, condenando la Razón hegeliana como la última cara de la progresiva sublimación de Dios y el idealismo como la última forma –confiaba él– de la Religión, se metía como remedio contra ello en las filas, que avanzaban nutridas y vigorosas, de la Ciencia de su tiempo y restablecía (que digo “re-” porque “la danza sale de la panza” era cosa vieja) la Realidad material como el verdadero fundamento por el que también los llamados fenómenos espirituales no podían menos de estar condicionados.
II. 22. Ahora bien, ‘materia’ era evidentemente polo de una antítesis con Espíritu: si Espíritu se quita, la Materia no es materia; pues la entidad de uno sólo en su contraposición al otro puede asentarse. La antítesis se anulaba por su reducción a un solo término: justamente la manera en que las antítesis nunca pueden anularse. Al Espíritu se le ha hecho materia (en cuanto que se le ha reconocido como producto suyo o supraestructura); pero la Materia no puede demorar así al Espíritu sin asimilarse lo que era propio de la sustancia de éste, sin hacerse a su vez en cierto modo Espíritu; que es lo que en este caso ha sucedido. La negación de ‘Espíritu’ por su reducción a ‘Materia’ podía haber sido una destrucción real tan sólo si la anterior tentativa de síntesis en sentido inverso, la hegeliana o posthegeliana, de hacer del Espíritu una realidad (al concebir la Realidad misma corno epifanía del Espíritu) hubiera podido tener éxito, esto es, hubiera en realidad la Materia quedado convertida en espíritu: entonces, una negación de la síntesis, en forma de negación del Espíritu Material, habría constituido una anulación de la antítesis y la hubiera destruido realmente. Ahora bien, todo aquello era fantasía: el Espíritu hegeliano seguía siendo espíritu (supraestructura), flotando en el éter de los profesores y oponiéndose a la miseria de los pueblos trabajadores; por lo tanto, la negación del Espíritu no realizaba anulación ninguna de la antítesis, sino que seguía siendo una anulación teórica y la antítesis seguía en realidad rigiendo; únicamente, se tenía así, en vez de un Espíritu material, una Materia espiritual, esto es, ideológica, teológica, divina. Dicho por el camino corto: la negación del Espíritu lo reduce teóricamente a materia; la afirmación de la materia la convierte realmente en Idea. Y así todo el proceso dialéctico se mantiene dentro del gabinete de los teóricos, sirviendo de ese modo, como supraestructura real, al mantenimiento del Estado.
II. 23. Confío, con las debidas precauciones, en no estar inventando nada al describir ese proceso: si puede uno a estas alturas denunciar con cierta simplicidad semejante error, apenas podrá ser sino sobre la base de que el error ha florecido suficientemente en la Realidad. Que la Realidad llamada material es hoy un dogma intangible, que “realista” quiere decir aproximadamente “moralmente bueno”, que la Ciencia positiva, sea Física o sea Economía, cumple como ninguna otra religión las funciones de la Religión de nuestro mundo, y entre ellas la principal: la de ser opio del pueblo (baste con el dolor de ver las llamadas masas contemplando boquiabiertas la ascensión del Hombre hacia la luna
[12]), que, en fin, la adhesión a esa creencia y culto ha sido buena parte a que el socialismo haya tirado por caminos que hoy al ojo frío del observador se le aparecen como una evolución, tan brillante como trivial, y al corazón ardiente del rebelde como traición en algún modo, son unos cuantos hechos en los que espero que no haga falta insistir mucho.
II. 24. En cuanto a aquello que al claro pensador que conmemoramos le forzaba ya en parte a mantenerse fiel a falacia tal, sólo superficialmente consiste en la contaminación con el entusiástico desarrollo de la Ciencia positiva y progresista que en sus años producía, como necesario sostén suyo, la economía capitalista posterior a la revolución burguesa: mirado más a fondo, ello estriba en una necesidad tan vieja como el mundo histórico y que se demuestra absolutamente imperiosa en él para la sustentación del Estado mismo: la necesidad de Causa. No se podía anular la antítesis porque la insoslayable obligación de ofrecer recetas para hacer algo obligaba a situar el principio del mal en algún sitio determinado; y así, a pesar de que el análisis de Marx mostraba eximiamente en el Dinero la reducción a abstracción de todas las realidades, sin embargo la Materia (concretamente hablando, la base económica) vino a ocupar el puesto de la Causa, y pese a todos los esfuerzos de la dialéctica marxista, la relación entre Ella y la supraestructura (el Espíritu destronado) no una antítesis anulada, sino vigente, y en verdad no como una desnuda relación de antítesis siquiera, sino en la vieja relación de Causa-efecto. Pero ello es que probablemente todo lo que se establece como Causa última ocupa el lugar de Dios, y que en tanto subsista la necesidad de relación causal (mero disfraz científico de la necesidad jurídica de inculpación), la ilusión de la libertad humana subsiste y, por tanto, la esclavitud.
II. 25. No parece pues que sea afirmando un polo como se niegan las antítesis, sino destruyéndolas en su funcionamiento mismo; y ésta entre Materia y Espíritu, entre Realidad y teoría, no es ninguna antítesis que pueda la teoría destruirla, ni el materialismo ni ninguna otra, sino tal vez la rebelión de los miserables, que es a un tiempo contra la opresión y contra la mentira que, sustentada por la opresión, a la opresión sustenta. Le cabe confiar al corazón rebelde (pues nadie le ha demostrado lo contrario y tal vez él sabe que no puede demostrársele) que mal no hay (como antitético de bien), puesto que mal es Todo, y que ese Todo es tan sistemático y estructurado por lo menos como el lenguaje mismo, de tal manera que, cualquiera de sus antítesis o síntesis que se ataque, se está atacando al Todo; o séase, que todas las antítesis son causa, en cuanto todas sostén de la estructura; bien que quepa añadir “unas más que otras” en algún sentido, y ahí probablemente el fundamento de cualquier táctica. Mas por lo pronto, al propósito presente, bien será que sigamos fieles a Marx en el asalto a todos los idealismos, a todas las sucesivas caras últimas del Señor, y así, en nombre del deseo de que los cuerpos resuciten, que es el grito de revolución de los miserables, toda teoría materialista habrá de ser rechazada firmemente como idealista y heredera de los engaños y tiranías de la Religión.
II. 26. Pero no será bien tampoco pasar de aquí sin formular nuestra alabanza a Marx en el respecto de que él siempre representa, en relación a los profesores universitarios de que procedía, el momento de la teoría saliéndose de sí misma, saliendo, por así decir, a la calle, precisamente al negarse a sí misma como motor de revolución. Cierto que es justamente a la necesidad que, al así salirse, se le presenta de recomendar vías de acción a lo que acabamos de atribuir en parte su reducción de nuevo a ideología, materialista entre otras cosas; pero el acto mismo de negarse a sí misma la teoría y de salirse, por así decir, a la calle no se critica con ello, sino bien por el contrario. La teoría no puede salir ciertamente, como una ciencia aplicada cualquiera, a recomendar praxis (y cuando en realidad lo que se pretenda sea simplemente alguna evolución más justa y algún progreso y arreglar la administración de las naciones, para lo cual, como para cualquier otro negocio de menor nobleza, se requiera Causa y Ciencia y dioses, se haría tal vez mejor en declararlo así y en no emplear en ello fuerzas y nombres de revolución), pero sí que sale a denunciar su propia miseria como teoría y, tratando de confundirse con el pueblo, con las otras manifestaciones de la miseria y la esclavitud, contribuir con ellas a desmontar las síntesis y antítesis reales en que el Orden de la Sociedad se asienta.
III. 27. Y ahora, en cuanto a lo de “histórico”. Que la dialéctica sea histórica podía querer decir sencillamente que las operaciones dialécticas no son elucubraciones de la mente observadora, sino alteraciones de la Realidad; en ese caso, se sugeriría que la Realidad es de algún modo dialéctica, que el Ser padece contradicción y trata eternamente de resolverla; que los procesos lógicos son reales, en cuanto que no pueden menos de identificarse con los procesos del Ser mismo. Pero puede querer decir también que la dialéctica del Ser se manifiesta en las transformaciones desarrolladas sobre el Tiempo que la ciencia histórica registra y rememora; en ese caso, al revés, lo que se está sugiriendo es que los procesos dialécticos de la Realidad son de naturaleza histórica. Y es en esta segunda acepción donde tendríamos que sospechar una presión sobre el análisis marxista de la ideología historicista, que no por casualidad floreció con toda pujanza durante los años de la vida de Carlos Marx; una cesión a la presión de las modas vigentes de la Ciencia que no podremos tratar con menos comprensión que la que desearíamos que alguien usara un día al sospechar sobre nuestro pensamiento la presión, por ejemplo, de la manía estructural característica de la Ciencia de nuestros días.
III. 28. Pero aún más: si al ensamblar ‘dialéctica’ con ‘histórico’ lo que se quiere es insistir en la realidad de las operaciones dialécticas, ¿por qué a la Realidad se la llama Historia? Ese es el punto de arranque para nuestra crítica de ese aspecto de la ideología marxista. Pues si se dice que ‘histórico’ puede ser un mero sinónimo de ‘humano’ o ‘social’ y ‘dialéctica histórica’ equivalente de ‘dialéctica de la Sociedad’ o ‘de los comportamientos públicos humanos’, y que se trataría puramente de una renovación terminológica, responderemos que no hay puras renovaciones terminológicas: que cuanto menos evidente sea la alteración del sentido con la adopción de una designación nueva, tanto más evidente debe de ser la intención real, la necesidad social, que está promoviendo el cambio de la designación. Y así en este caso, puede que ‘histórico’ no quiera decir lo mismo que ‘social’ sino que implique más que nada la idea de Tiempo, obedeciendo a una fase de nuestra Sociedad en que la concepción de lo social se vuelve esencialmente histórica, en el sentido de ‘temporal’.
III. 29. Porque veamos lo que sucede con la Historia. Sucede ante todo que la misma palabra que nació para designar la investigación y narración de los hechos humanos, la ciencia de ellos, se aplica sin más para designar a los hechos mismos
[13]. Ahora bien, ya que una narración, el curso de una investigación incluso, esté sometida a aquella “ley de la linearidad del significante” enunciada por De Saussure, la realidad misma que se estudia o narra ¿estará sometida del mismo modo a esa ley de ordenación enunciada para el lenguaje? ¿No lo vendrá a estar precisamente en virtud de la identificación del objeto con su narración escrita? O en todo caso, la designación de los hechos sociales como ‘Historia’ ¿no estará contribuyendo a imprimir a esos hechos un carácter, por así decir, histórico, a que de hecho se invierta la relación entre narración y acciones, de tal modo que, al revés de la pretensión originaria, no venga ya la narración a dar cuenta de las acciones, sino que, haciendo verdad la vanagloria del aedo, sean las acciones las que tengan su esencia en dar contenido a la narración histórica?
III. 30. ¿Qué fenómeno, si no, es éste de la conciencia histórica, que tan peculiar parece ser de este último siglo y medio cuyo transcurso estamos hoy conmemorando? Ello consiste, al parecer, en que cada vez más, progresivamente, cada cosa que se hace o que sucede se contempla
sub specie Historiae, cada vez más se sabe a sí misma como suceso histórico; o sea (puesto que, según la diosa le enseñó a Parménides, ser y saber vienen a ser lo mismo) que el hacer algo padece una reducción cada vez más inmediata a ser algo. La postura que el presidente o el capitán de empresa toman a la cabecera de su mesa cada vez imita más la imagen fotográfica que debe eternizarla; la emoción de la competición deportiva consiste ya más que nada en un constante acoso tras las cifras en que el marcador vaya a quedar paralizado; ya casi sobre el lecho mismo del amoroso juego los ojos del amante están cantando el “Ya es mía Yasumiko” de la coplilla japonesa; y mismo entre nosotros, los días que no arde el claro fuego de la plebe estudiantil, que son los más del año, nos encontramos lanzándonos a acciones muchas veces que consisten en hacer las noticias de los diarios de la mañana siguiente
[14].
III. 31. Todo está en el Tiempo. El conservadurismo más feroz es el más dinámico; y es el Tiempo la máscara predilecta del Ser en nuestros días. Donde por ‘Tiempo’ se entiende exactamente lo que sigue: extensión lineal sobre la que los recuerdos y las esperanzas (o expectativas) ocupan posiciones simétricas con respecto a un eje, carente de otra entidad que ésa de ser eje de simetría entre los unos y las otras. Uno de los segmentos –digamos el positivo– llámase Futuro; su simétrico, pasado; y presente, el cero móvil de la línea. No pregunte el lector si es que esa línea está en las mentes de los hombres (acaso imbuida allí por la circunstancia de que los principales hablantes de Occidente se han criado en lenguas que tienen todas un verbo organizado en los tres tiempos) o si por el contrario está en la realidad con independencia de observadores y referentes: porque está en la Realidad
tout court. Compruébese, si no: ¿sería acaso recibida como más realista la propuesta de otra imaginación distinta de las cosas, como, por ejemplo, que el pasado no fuera más que recuerdos de los cuerpos vivos y elemento de los mecanismos actuales de la Sociedad, y el Futuro (pese a agendas o planes quinquenales) no más que sus deseos, esperanzas o temores, y que todo no era sino un ovillo, y que el hilo aquel del Tiempo no se ve por ninguna parte? En alguna situación arcaica y anacrónica puede que una manera de ver como ésa pudiera contar como más sensible o más directa; pero hoy la Realidad es lo otro: esa línea del Tiempo es nuestras vidas; y la entidad de Napoleón no es muy distinta, salvo por el signo, de la del alcalde de Nueva York del año 2120, de cuyos problemas urbanos y ocupaciones diversas muchos tienen una idea más clara que de las andanzas del corso; y en cuanto a la entidad, lector, de éste que esto escribe, nula, salvo la parte en que pertenece al segmento de Napoleón y de aquella con que participa del segmento del futuro alcalde.
III. 32. Mentiría pues quien dijera que el Tiempo es una mera convención, tan indiferente como otra para su utilización en cualquier sentido; que no merecería por tanto perder en él (
time is money) el que le estamos dedicando en nuestra crítica, y que para nada atañen al interés de la acción revolucionaria ni la línea del Tiempo ni la visión histórica del mundo. Mentiría, porque Tiempo es nombre de la Realidad vigente, esto es, de aquello a lo que el corazón rebelde y la razón despiadada niegan todo derecho a subsistir. Muy cargados de intereses en el Mercado tendrían que estar los ojos que no vieran que la aceptación del Tiempo es incompatible con cualquier aspiración denegadora del Estado, o llámesele revolucionaria: pues, esa aceptación por sí misma transforma aquel impulso en motor de una evolución a lo largo de la línea del Tiempo. Quien sostiene el Tiempo sostiene el Capital, con el que en la fórmula del interés tan fácilmente se trasmuta. “Revolución en el tiempo” es una verbalización reaccionaria, tan hueca de sentido como cargada de intenciones negras: la revolución dentro de la Historia no puede ser sino un proceso (de carácter tal vez revolucionario) que contribuye a la evolución de la Sociedad, y por tanto a su subsistencia. De revolución si alguien se atreviera a hablar (que no debiera, por lo dicho en el §1), sólo habría de decir, siguiendo en el lenguaje temporal todavía, que es el fin de la Historia, y de una manera más limpia, que ella es por definición incompatible con la Historia.
III. 33. Ahora bien, el marxismo corrientemente ¿observa tal carácter temporal o histórico de nuestra Realidad para denunciarlo y desmontarlo? No: el marxismo de ordinario opera también él con una visión histórica de los hechos, es decir, con la visión vulgar e impuesta por la Sociedad vigente. Testimonio de ello el más visible y superficial tenemos en las concepciones referentes al Futuro: que, así como el punto en que la doctrina marxista falla de la manera más notoria para la opinión vulgar es el de la profecía, donde se anunciaba un desarrollo del Capital y del Mundo que no metía en cuenta la integración de la propia profecía en el Mundo y sus nuevas formas de Capital, así también, correspondientemente, hoy en día, cuando estamos viviendo en el Futuro de la fe marxista, no suelen encontrar los adeptos del marxismo el más ligero empacho en proclamarse al mismo tiempo progresistas, en hablar del Progreso, en competir incluso con los capitalistas en alcanzar más pronto algunas de las metas que están señalizando los raíles del Futuro; ni en hablar, en fin, de cosas tales como las etapas de la Revolución, condenando así la revolución a ser Historia, que es el sitio de las etapas y del Progreso, y haciéndola así ser –
nomen omen– revolución en el sentido de “vuelta a las andadas”.
III. 34. Pero la idea de que la revolución, al igual que los negocios, los matrimonios, el desarrollo de los sistemas económicos, los planes de saneamiento de las marismas, de supresión del chabolismo o de subida en un 3,5 % del nivel medio de vida, se haya de cumplir en el Tiempo y dentro de la Historia no es más que la manifestación extrema y provocativa del error más profundo que aparece en la raíz de la Ideología, desde el momento en que, en vez de someter el Tiempo al análisis dialéctico, se conciben los procesos dialécticos desarrollándose en el Tiempo. La tentación es vieja: no sé si fue la propia mala hora de Heráclito (en su mundo, por otra parte, no debía de ser el Tiempo enemigo de tanto cuidado todavía) o si ha sido algún celoso glosador de su texto el que, como segunda parte del fr. 88 Diels (“lo mismo vivo que muerto, y despierto que dormido, y joven que viejo”), ha hecho seguir la infortunada aclaración “Pues esto, en transmutándose, es aquello, y aquello a su vez, en transmutándose, eso”. ¿Qué de extraño que el propio Marx cediera de vez en cuando a esa servidumbre? Y más aún: ¿Quién puede pretender que, dentro de un mundo histórico, se pueda pensar de una manera que no sea histórica al fin y al cabo?
III. 35. Pero no faltaría más sino que, encima de tener todos los motivos para juzgar tal pretensión de salirse fuera de la Historia con los escritos o la imaginación como descabellada, siguiéramos pretendiendo que alguna de esas visiones o concepciones necesariamente temporales de los hechos pueda tener algún destino más allá de ser ella a su vez arrastrada por el torrente de los tiempos. Desaparezca de ello el Trabajo y la jornada laboral y los fines de Semana: a ver en qué queda la concepción lineal del Tiempo y la realidad del Tiempo mismo con toda su metafísica acompañante.
III. 36. De momento limitémonos modestamente a la negación de esto que se nos impone y que el marxismo mismo parece asumir como aceptable de ordinario: que las contradicciones de la Realidad se desarrollen ni resuelvan, ni deban desarrollarse o resolverse, en orden cronológico. Ni la antítesis “caliente/frío” se resuelve calentándose lo frío y enfriándose lo caliente (por el contrario, ésa es la manera de que la antítesis subsista eternamente) ni la antítesis “trabajo/ocio” ganándole progresivamente horas al Trabajo para el ocio (con lo cual el resultado –ya se ve– no es sino que el ocio se vuelva progresivamente trabajoso), así como tampoco la de “mujer/varón” haciéndose la mujer varón y afeminándose el otro (o si no, sería una revolución del Amor, y no la trivial modalidad que es, el amor homosexual, donde el Amor mismo reconstruye la misma oposición de sexos, con total menosprecio de los cuerpos), ni, en fin, la antítesis “oprimidos/opresores” se altera, sino se conserva por un proceso de traslado del Poder de la opresión. Ni es, en general, la contradicción que desgarra la Realidad proceso alguno histórico o combate que a lo largo del Tiempo se desarrolle, ni hay síntesis alguna de las antítesis como transformación. No hay más síntesis de las antítesis reales que su irrealidad; y la síntesis por transformación no es más que la aparición histórica de la Permanencia, el ardid del Ser para seguir siendo.
III. 37. Es decir, que este mundo no es todo él nada más que este mundo; y así como de él son, según se dice, los postes del telégrafo Managua-Tegucigalpa y las nevadas cúspides del Cáucaso, o las reservas de divisas del Banco de España y el gozo de Sofía Loren por ser madre, igualmente y asimismo son de él la historia de las Cruzadas o de la Guerra civil española, los pronósticos de gripe asiática en Madrid el mes que viene, la profecía de un sol apagado dentro de dos mil millones de años o las esperanzas y temores de que para 1980 Alemania esté reunificada. De todo ello está integrado este Presente, este Orden subsistente al que el corazón rebelde y la razón despiadada niegan todo derecho a subsistir, y que si a cada momento cambia sólo es para ser el mismo siempre
[15]. Y así, en ese devenir que es el Ser cualquier alteración en las estructuras económicas o reales arrastra el cambio correspondiente del sol y de la luna, de Julio César y del primer presidente negro de los Estados Unidos de América del Norte.
III. 38. ¿Preguntará el lector en este punto todavía sí ese cambio dentro o fuera? ¿si en la imaginación mítica del pasado y –bajo nombre de dinamismo, de evolución y de progreso –paralizador, todo lo que seriamente coloque las contradicciones (o su modalidad moderna de conciencia histórica) y en el proyecto o la esperanza del Sujeto, o si por el contrario un cambio en las realidades? Un cambio en la Realidad Histórica (la única Realidad para la visión historicista, que es la única concepción realista): es decir: en la medida que Julio César y el futuro presidente son puras ideaciones, un cambio puramente ideal; pero en la medida que Julio César y el Futuro son reales, un cambio justamente en la Realidad.
III. 39. Si el Futuro no está escrito, el pasado no está hecho
[16]. La Historia no tiene por qué no ser alterable (el pasado lo mismo que el Futuro, de cuya fijación en forma de Destino la Historia real es el reflejo), ya que la visión histórica es un idealismo. Es aquella forma de idealismo que consiste en que la acción, por el anhelo de verse a sí misma y sustanciarse o sustantivarse, se identifica con los hechos visibles, es decir, muertos, con lo que se llama pasado; el cual inversamente por la misma necesidad deja de ser recuerdo o mito para investirse de la realidad que su identificación con la acción real le ha conferido, viniendo a ser así objeto de la Ciencia; y objeto de esa Ciencia serán ya no sólo los hechos muertos, sino las acciones vivas que con ellos se han identificado; de modo que la acción viva tiende a reemplazar se con el Saber o Idea de la acción
[17]. Y además no se olvide, de todos modos, que el Tiempo y la visión histórica no nacen del pasado, sino del Futuro (los profetas bíblicos es seguramente lo que con más razón podríamos llamar precursores de la conciencia histórica): quiero decir que nace el Tiempo de la necesidad de anticipar el saber qué va a ser lo que se está haciendo.
III. 40. Más materialista en cambio parece, en todo caso, la divertida sentencia del Oscuro (aunque no pueda por mi parte presumir de poderla glosar con certidumbre), cuando en el solo lugar (fr. 52 Diels) en que habla de algo que aproximadamente podría equivaler a lo que nosotros llamamos Tiempo (
aión) dice aquello de que “El tiempo es un niño que retoza jugando al castro: ‘castro-hecho-y-derecho’ le salió al niño!”
[18]. Al menos la alusión al capricho (pero no de nadie) o al azar (en el sentido de “falta de direcciones privilegiadas y de metas”) no engaña; pues tomada seriamente, no puede ser más que negación del encadenamiento de las causas en el Tiempo. Engañoso en cambio y –bajo el nombre de dinamismo, de evolución y de progreso– paralizador, todo lo que seriamente coloque las contradicciones reales y su síntesis o resolución sobre esa línea. Pues la lucha de los miserables de la tierra no es por un Después que repare un Antes (como en los buenos tiempos de la Religión), sino por la aniquilación del Siempre
[19]. No Domingos, sino no Trabajo; no Futuro triunfal, sino subversión de la Historia.
IV. 41. Hasta aquí, una crítica, lo más cuidadosa que se ha podido, con que tratábamos de ir desembarazando al marxismo de algunas de sus más pesadas adherencias, que justamente de sus condicionamientos históricos trae hasta aquí colgadas. Bien sería tocar ahora algunos de los temas menores que más notoriamente sean parte del marxismo vulgarizado, y que para muchos de los partidarios que no hayan leído a Marx o en todo caso el Manifiesto (una de las piezas seguramente más deleznables de los escritos) vienen a constituir en realidad el cuerpo de la doctrina. Pero apenas hay aquí lugar para ello, y además algunas de las opiniones a que aludimos son en parte derivaciones de los errores más crasos, a que nos hemos dedicado. Nos limitaremos pues a dar un breve índice de algunas de esas doxas marxistas, acompañadas de unas pocas observaciones.
IV. 42. Sea la primera la adopción, cada vez más descarada entre los marxistas, del tópico, general en toda la Sociedad burguesa, de la valoración positiva del Trabajo
[20] o –mejor dicho– la admisión de que el Trabajo asalariado es ciertamente objeto del ataque crítico, en cuanto explotación, pero que hay un Trabajo-en sí, contra el que nada hay que decir y que, más que bueno, es necesario, inherente a la Naturaleza Humana (pues en todas estas aceptaciones la creencia en una Naturaleza Humana aparte de la Historia vuelve a cobrar sus fueros). Baste aquí con denunciar el abuso terminológico mismo en que el engaño se sustenta: no conociéndose más trabajo que el Trabajo (esto es, aquella actividad privada de sentido como actividad al estar destinada por su propia venta, a ser objeto), el Trabajo de la maldición de Jehová, se quiere designar con ese mismo nombre toda posible actividad de hombres; con lo cual, en efecto, se contribuye a que no haya ninguna actividad posible sino el Trabajo.
IV. 43. Y en la alternativa de que se admita que el Trabajo no es, efectivamente, nada neutro, sino esencial al Estado contra el que se combate, pero que también es por medio del Trabajo como se aspira y se procede hacia el gran Ocio final, más grueso todavía el yerro: no se advierte que con esa concepción no se está haciendo otra cosa que volver a describir el ciclo mismo del Trabajo: pues ya el Trabajo en la Sociedad normal se define precisamente, bajo su aspecto subjetivo, como destinado a ganar el Ocio; se trata, naturalmente, del Ocio del Trabajo, que no puede ser sino un Ocio cargado de Trabajo, idéntico con el Trabajo mismo, cada vez más puro cebo y pretexto subjetivo suyo; tanto más vana cada vez cuanto más proclamada la antítesis entre ambos. Considérese tan sólo, para no detenernos en el tema por ahora, la progresiva semejanza entre las máquinas de disfrutar del Ocio y las máquinas de la producción.
IV. 44. Sea nuestro segundo punto la observación, ya casi trivial, de que parece como si el esquema marxista (y esta deficiencia o desequilibrio sería ya en parte de los escritos del propio Marx), al centrarse sobre el campo de la producción, hubiera desatendido en gran medida el del consumo; esto es, que hubiera dejado ese campo como dialécticamente inerte, como una especie de constante, por así decir, indiferente al mecanismo de la función. Extrañamente se percibe a veces como si la demanda y el consumo –el campo de las necesidades– fueran factores fijos o –mejor– regidos por impulsos naturales (o lo que es lo mismo, voluntarios; o lo que es lo mismo, metafísicos), como si no se prestara bastante atención al hecho, bien conocido sin embargo para Marx y desde antes, de que, como complemento (o sustituto) de su operación sobre la producción por medio de los procesos de explotación del tiempo de los productores, el Capital actúa también sobre el consumo y pone en rendimiento asimismo a su servicio el tiempo del consumidor, según el conocido esquema “producir más barato > producir más > vender más > comprar más > trabajar más”, no ya en cuanto que las horas de producción hayan de aumentar para atender a las necesidades creadas por la necesidad de mercado del Capital, sino además en cuanto que la actividad misma de la compra y consumición adquiere progresivamente los caracteres de un trabajo y una ocupación, y aleja a la perspectiva más remota el ocio y el disfrute, al ocupar el tiempo que engañosamente el trabajo de producción prometía libre.
IV. 45. Falta tal vez mucho para que se pudiera escribir (en caso de que no haya fenecido entre tanto la era de los libros) un segundo
Capital, dedicado a un análisis inverso del proceso de explotación, a un estudio del Ocio o tiempo libre. Pero, de todos modos, he aquí algo en lo que resplandece la virtud inagotable del método marxista: se puede echar de menos el otro brazo de la ecuación con que pudiera atenazarse el vestiglo de la explotación humana; pero, en primer lugar, se echa de menos en virtud justamente de un cierto acostumbramiento al método marxista mismo; y luego, es su ejemplo y ejercicio lo que sin duda mejor podrá contribuir a que esa prolongación o reduplicación del análisis no se ciegue en los equívocos más triviales. Si alguien, por ejemplo, inicia una crítica del Amor (designando así la institución fundamental de la esfera del consumo o tiempo libre, a la que, las demás en algún modo puedan reducirse), difícilmente podrá, después de Marx, empantanarse en los engaños ni del idealismo (tomar la Ley o Convención de Amor como una realidad en sí –natural, subjetiva, metafísica en suma–: aproximadamente a lo que se alude vulgarmente cuando la gente se pregunta si el Amor existe) ni en los del realismo-nominalismo: creer que Amor sea un mero
flatus vocis, una palabra o mito subjetivo, ajeno a la Realidad y prescindible por Obra de la mera negación verbal de su realidad.
IV. 46. Sea lo tercero lo tocante al
tópos marxista por excelencia, el de la lucha de clases como mecanismo de la Historia
[21]. Las evidencias cotidianas de la pérdida de sentido real de las palabras, con un proletariado que, nunca en las regiones campesinas y cada vez menos en las sociedades industriales más desarrolladas, se parece al concepto clásico de proletariado (“aburguesamiento del Obrero” no es más que una alusión superficial y torcida a la diferencia real de las condiciones
[22]), el desenvolvimiento de clases nuevas, que lo son ya por la novedad de su cuantía relativa ya por la de sus papeles, como las tecnocracias en sus varias modalidades, pero con su común tendencia a absorber en su seno a las clases clásicas, burguesía y proletariado, son evidencias a las que en el análisis, sin embargo, sólo cautelosamente se alude y que por todos los medios tratan de compaginarse con la fidelidad al sagrado esquema; el cual, basado en una observación tan justa (sólo la manifestación de las contradicciones del Estado en forma de contienda entre oprimidos y opresores, esto es, la subjetivación de las condiciones objetivas, puede ser motor de la transformación de la Realidad
[23]), se vuelve dogma por la congelación en realidades históricas generales de una modalidad de clases oprimidas y opresoras propia de una situación histórica, por la generalización de ‘unas clases’ en ‘las Clases’.
IV. 47. Entre los marxistas más fieles (fidelidad es traición, sin que la viceversa esté garantizada) apenas si más que una corrección del dogma (corrección que en los escritos de Marx está apuntada, por otra parte) ha venido imponiéndose en este caso: aquella que consiste en decir que, si es verdad que en ciertos países avanzados la manifestación de la explotación de clase por clase puede llegar a oscurecerse, en cambio y compensación se puede hablar de pueblos o naciones (los que ahora se llaman con tanta necedad como falta de respeto sub desarrollados) que sufren explotación por las naciones progresadas: que hay naciones proletarias y naciones empresarias. Tal extensión fiel concepto de explotación, al ser puerilmente metafórica y tan insuficiente, resulta decididamente mentirosa. He aquí un ejemplo de cómo en la ideología se describe muchas veces el sino de la praxis que apoyándose en ella se desarrolla: al hacerse el socialismo nacional en su realización, la ideología socialista tenía que hacerse cada vez más nacionalista en los esquemas de su desarrollo. Así como por la necesidad histórica y guerrera de restringir el experimento socialista a una nación, de subordinar (que esto es) la revolución a la Nación, de renunciar definitivamente al internacionalismo al admitir el nacionalismo como un paso para la supernacionalidad futura, se hubo de empobrecer hasta la falsificación de la moneda, no el socialismo de esa nación, sino el socialismo universal, así ya en la ideología la necesidad (para proyectos de éxito inmediato) de fijar el análisis sobre una estructura peculiar de clases correspondiente a determinadas naciones empobrecía y esquematizaba la teoría en una concepción mecánica de lucha entre esas clases, que si eran reales en la Inglaterra de 1850, se volvían ideales en cuanto se las hacía ser las Clases, y forzaba por ende a que la única manera de extensión de la teoría fuera la generalización mecánica de la concepción primera, ya por ampliación bruta (todos los pueblos han de pasar por un estadio similar al de la Inglaterra de 1850 antes de venir a la lucha de clases definitiva), ya por el expediente metafórico que nos ocupa (naciones capitalistas y pueblos explotados), que en sí mismo contenía el crimen sin disculpa de tener que conservar y ratificar para realizarse el concepto mismo de Nación. Como si todos los explotados del mundo, bajo cualquier forma y en cualquier fase de desarrollo, no fueran unos mismos (para poder oír la llamada del propio Marx) y todo Capital no fuera el mismo
Dominus; cuyas variantes mañas tienen que descubrir los oprimidos, en cada caso, en cada momento (descubrir –esto es– cómo cada caso y cada momento representan la explotación eterna), pero sin caer en medias abstracciones, que hagan de una cara del Señor el Señor único y contribuyan por ende a multiplicar los reinos de las sucesivas epifanías del Señor. Han sido los pueblos sin proletariado industrial capitalista los que en estos cincuenta años han tenido que dar el mentís a la rígida primera fórmula, y los pueblos de las naciones capitalistas progresadas, principalmente las imperialistas (pero incluidos, por cierto, en esos pueblos toda clase de proletariados harapientos, cuyos harapos –con error táctico tan lamentable como indigna la adulación a los asalariados decentes que en ello se contenía– ha venido el marxismo desdeñando impenitentemente), serán los que puedan darle el mentía tal vez a la segunda versión pobremente generalizada que en este párrafo criticamos.
IV. 48. Mas a cambio de ese insuficiente modo de extensión del esquema de las clases, algunos otros, dos al menos, parecen apuntar ya; de los que aquí ofrecemos un par de indicaciones. Uno, por ejemplo, deriva de la consideración simultánea de dos hechos ya anotados más arriba (#II.7 y nota 11, #I.13 y nota 7): el de que todas las cosas, incluso los abstractos (que con ello justamente se consagran como cosas reales y concretas) admitan representación por dinero y del Dinero sean a su vez vicarias; y el otro hecho de que el Dinero se sublima progresivamente y cada vez menos necesita de una cosa que lleve como sustantivo de objeto o de materia el nombre de dinero. Resulta así que el Poder ser y el Ser, esto es, el Poder y el Capital, realizan una confluencia, que puede venir a dar en identificación. Sucedía en la situación anterior que el Dinero daba poder y que el Poder sin posesión de dinero, el Poder político, funcionaba como siervo y perro guardián del Capital: el Dinero compraba poder y el Poder se vendía por dinero, con lo que el banquero Craso llegaba al triunvirato y el gobernador Salustio se hacía rico. De la identificación a que por esa vía había de llegarse el hecho de que desde pronto el Capital-Gobierno empleara para reventar huelgas a los soldados del Ejército regular (o que un joyero del centro de la metrópoli pueda emplear, no ya serenos, sino números de la Policía gubernamental para guardar sus escaparates) era una premonición y un símbolo. Pero en tanto, por un lado, a medida que el posesor se vuelve más poderoso, se hace una persona jurídica más abstracta: de hacendado a capitalista, de aquí a sociedad de empresa (que es el sitio justamente en que la Persona jurídica se inventa), de ahí a agrupación de empresas con vocación monopolista, de ahí al Estado gerente de toda la riqueza; y por otro lado, en cuanto el Dinero se reduce progresivamente a crédito, ya la mera detentación de un alto cargo en el Gobierno, la posesión de poder político, constituye directamente una forma de dinero
[24].
¿O sodes, Raquel e Vides? Desde la época en que a los reyes les prestaban los judíos o la polis de Orcómeno de Beocia era deudora de la rica señora Nicáreta de Tespias
[IG DII 3172, Schw. 523, año 222-220 a. J.), pasand