Para entender a un criminal violento, según Richard E. Tremblay, es preciso imaginar a un niño de dos años haciendo las cosas que convierten esa edad en una etapa terrible: atrapan cosas, dan patadas, empujan, pegan, muerden.... Ahora imaginemos toda esa actividad en el cuerpo y con los recursos de un adulto de 18 años.
Así, con la comparación entre un niño pequeño perfectamente normal y un criminal violento prototípico, es como Tremblay, especialista en psicología del desa rrollo del University College Dublin, Irlanda, ejemplifica ambas conductas: el niño, como una criatura que usa reflexivamente la agresión física para conseguir lo que quiere; el criminal, como alguien que nunca ha aprendido a actuar de otro modo.
En otras palabras, los criminales peligrosos no se vuelven violentos. Simplemente siguen siéndolo. Estos hallazgos se repiten en numerosos estudios.
Brad J. Bushman, catedrático de psicología de la Universidad Estatal de Ohio y experto en violencia infantil, advierte que los niños pequeños usan la agresión todavía más de lo que lo hacen los miembros de las bandas juveniles violentas. “Afortunadamente, los niños no llevan armas”.
La violencia alcanza su máximo nivel a los 24 meses, disminuye durante la adolescencia y cae en picado al principio de la edad adulta. Pero, como explicaron Tremblay y el criminólogo Daniel S. Nagin en un estudio publicado en 1999, algunas personas problemáticas no siguen este patrón.
El estudio hacía un seguimiento del comportamiento en 1.037 escolares de Quebec, en su mayoría desfavorecidos, desde la guardería hasta los 18 años. El 20% más pacífico cometía pocas agresiones físicas a cualquier edad; dos grupos más numerosos mostraban unas tasas de agresión moderadas y elevadas durante la etapa preescolar. En estos tres grupos, la violencia disminuía durante la infancia y la adolescencia.
Un cuarto grupo, aproximadamente el 5%, mostraba niveles más altos durante los primeros años de la infancia y un declive posterior más lento. A medida que llegaban al final de la adolescencia y entraban en la edad adulta, las agresiones se volvían cada vez más peligrosas. Estos individuos crónicamente violentos, dice Trembley, son los responsables de la mayoría de los crímenes violentos.
Los resultados eran sorprendentes. A primera vista, parecían contradecir uno de los más antiguos principios de la criminología: la curva edad- crimen, trazada por primera vez en 1831 por el estadístico belga Adolphe Quetelet. Al analizar los expedientes criminológicos franceses, Quetelet descubrió que las detenciones se disparaban a mitad de la adolescencia. En cambio, los hallazgos de Tremblay y Nagin indican que el comportamiento violento llega a su máximo mucho antes.
En 2006, Tremblay y Nagin publicaron un estudio más amplio. Un tercio de los niños era pacífico todo el tiempo; alrededor de la mitad usaba la agresión física con frecuencia durante la primera infancia, pero rara vez en la preadolescencia, y aproximadamente la sexta parte seguía mostrando tendencia a la agresividad con 11 años.
Según Tremblay, los hallazgos ofrecen motivos para el optimismo: los seres humanos pueden aprender el civismo con más facilidad que la crueldad. ¿Pero qué ocurre con los pocos que siguen recurriendo a la violencia? En este punto, dice Tremblay, “la i nvest igación no tiene respuestas”. Los programas de ayuda integral pueden servir, aunque es difícil hacer que lleguen a las familias muy problemáticas.
Los expertos aseguran que esos servicios son cruciales, empezando “lo más cerca del momento del nacimiento como sea posible”, como explica Tremblay. Su estudio se remonta más atrás e intenta recoger datos de las madres y los recién nacidos, para hacer un seguimiento durante dos décadas y determinar si el entorno da forma a la envoltura química de los genes del niño de un modo que pueda relacionarse con su comportamiento.
David Dobbs, La violencia se gesta en la cuna, The New York Times, 16/01/2014