Quizá ningún mito cultural haya tenido en Europa la fuerza del de Fausto para introducirnos en las vicisitudes del hombre moderno. Como sucede con los grandes mitos, surgió en el momento en que la época lo exigía y, luego, lleno de vigor simbólico, se extendió sobre los siglos posteriores. La primera noticia sobre el personaje literario la encontramos en el texto anónimo Faustbuch (El libro de Fausto), editado en Alemania en 1587. Pero solo cinco años después, ya encontramos una obra maestra dedicada al tema, no en alemán, sino en inglés: La trágica historia del doctor Fausto, escrita por el dramaturgo Christopher Marlowe, contemporáneo de Shakespeare y emparentado íntimamente con este en cuanto a poética e ideología. Fausto había brotado en el Renacimiento de manera necesaria, porque los tiempos renacentistas, repletos de rupturas revolucionarias, habían hecho imprescindible un arquetipo de esta naturaleza. Aunque su nacimiento fue en tierras alemanas y su bautismo de fuego literario en Inglaterra, lo cierto es que el mito fáustico, tal vez con otros nombres, hubiese podido surgir en cualquier lugar de Europa y, de hecho, tenemos héroes literarios parecidos en las literaturas polaca, francesa, italiana y española, como el protagonista de El mágico prodigioso,de Calderón, en este último caso.
Más allá de la literatura, el Renacimiento había dibujado los perfiles fáusticos a través de múltiples de sus impulsores decisivos. Basta recordar, por ejemplo, los nombres de Leonardo da Vinci, Paracelso o Giordano Bruno, el inspirador real, para algunos, del personaje que aparece en la obra de Marlowe. De un modo más general asociamos estos nombres a los ímpetus desatados por la revolución renacentista: un afán de conocimiento y una ambición sin límites para explorar tanto las fronteras del mundo como las de la condición humana. Frente al escenario centrípeto medieval, vertebrado por la física aristotélica y la teología cristiana, tan admirablemente expuesto por Dante en La divina comedia, las escenografías renacentistas son centrífugas, con el ser humano lanzado a una carrera, incierta y apasionante, en busca de sí mismo a través del cosmos. Fausto es, por excelencia, el mito que refleja la psicología del hombre europeo empeñado en aventurarse en paisajes ignotos y en transformar las imágenes de su propia condición. Alguien que hubiera vivido en el arco cronológico de Leonardo da Vinci (Leonardo mismo), entre mediados del siglo XV y 1520 —únicamente 70 años, por tanto— habría sido testigo de metamorfosis mucho más contundentes de las que estamos viviendo en la actualidad.
Este coetáneo de Leonardo habría sido espectador privilegiado de una triple destrucción del mundo tradicional cuyas consecuencias se expanden hasta nuestros días. De un lado, gracias a los descubrimientos geográficos, observaría la primera gran globalización del planeta, con el hombre habitando un “mundo conocido” diametralmente distinto al que había regido en Europa durante 15 siglos. De otro lado, como consecuencia de las transformaciones astronómicas, este contemporáneo de Leonardo habría nacido en un universo cuyo centro era la Tierra, habría crecido en otro universo que tenía al Sol como núcleo, y moriría con la sospecha de que, en realidad, el universo no tenía centro alguno, ni la Tierra ni el Sol, siendo ilimitado y acaso infinito. Pero si este hombre dirigía la mirada, no hacia el exterior, sino hacia el interior del cuerpo humano, se encontraría que cirujanos y artistas trataban la anatomía como si se tratase de la astronomía y buscaban en nuestro organismo estrellas en forma de músculos, nervios y vísceras. El genial cirujano-artista Andrea Vesalius (otro candidato para inspirar el personaje Fausto) trazará, por esos años, un atlas general de nuestra anatomía: La fábrica del cuerpo humano.
El coetáneo de Leonardo capaz de enfrentarse a todos esos nuevos prodigios se vería acompañado por poderosas armas de transmisión de los conocimientos. La imprenta, fulminantemente extendida por toda Europa en poco más de dos décadas, suscita furibundos debates mientras contribuye a la comunicación masiva de los recientes hallazgos, en una dinámica que tiene similitudes con nuestro Internet. Junto a la imprenta, la pintura renacentista, guiada por la innovadora composición en perspectiva, se ofrece como ventana abierta al mundo que va a exigir a la retina la contemplación sin prejuicios de la existencia. Este es el paisaje en el que toma forma Fausto y, también, como no podía ser de otro modo, su inseparable Mefistófeles. De hecho, desde el principio, Mefistófeles es tan inseparable de Fausto que forma parte de este, siendo al tiempo, como tentador, su afirmación desmesurada y su negación irónica. Fausto necesita a Mefistófeles porque este se erige en el espejo de sus aspiraciones y limitaciones, que son, a su vez, las aspiraciones y limitaciones del hombre moderno.
Así lo entendieron, en los siglos posteriores al Renacimiento, todos los autores que hicieron suyo el mito de Fausto, empezando por el más influyente de todos, Goethe, quien prefiguró con lúcida nitidez los afanes y angustias de la condición moderna. Goethe dedicó 60 años de su larga vida creativa a la escritura de su Fausto, y aunque en este prolongado periodo cambió varias veces el punto de vista, no se alejó nunca totalmente de los postulados renacentistas: Fausto como el hombre que busca con ansiedad aquello que, sabe de antemano, difícilmente encontrará. Los múltiples continuadores de la tarea de Goethe en el siglo XX —Paul Valéry, Fernando Pessoa, Thomas Mann, entre ellos—, sin romper con la tradición fáustica anterior, acentúan un clima de impotencia y absurdo que difuminan la claridad temeraria de las aspiraciones de Fausto. El Fausto de Valéry es el más irónico de cuantos se han escrito; el de Pessoa, el más rodeado por un halo de absurdidad y diseminación; el de Mann, el más trágicamente impotente para hacer frente conjuntamente a la creatividad y a la vida. No obstante, cada uno a su modo, son piezas valiosas para comprender en qué ha consistido la condición humana en el siglo XX.
Si me refiero a todas esas máscaras de Fausto es porque, recientemente, quedaron integradas en un curso que realicé en la universidad y que, al menos para mí, resultó de lo más aleccionador. Participaban en el curso estudiantes de media docena de nacionalidades distintas y de edades comprendidas entre los 25 y los 40 años. Después de seguir la trayectoria del mito de Fausto desde el Renacimiento hasta el siglo pasado se suscitó la cuestión, probablemente, más importante: ¿cómo sería Fausto en la actualidad, es decir, cómo es el arquetipo de nuestra época? Esta pregunta iba, naturalmente, acompañada por otra: ¿quién es, o qué es, Mefistófeles en nuestro tiempo?
Por las respuestas de los estudiantes, que en general poseían una gran capacidad autocrítica, podía deducirse que el Fausto de hoy día es un ser vacilante, ambiguo, que se balancea entre pesos contrapuestos. En el platillo de la positividad pesaba la flexibilidad, la falta de dogmatismo, la libertad en la toma de posiciones sin un adoctrinamiento previo, ni ideológico, ni religioso, ni político; en el platillo de la negatividad, por el contrario, pesaba un exceso de pragmatismo, una apatía difícil de superar, un agobiante utilitarismo de las sensaciones. De hacer caso a estas opiniones, el Fausto de hoy, el Fausto que somos, sería un ser inmerso en la contradicción, notablemente preparado para actuar libremente, pero imbuido de un espíritu apático que le hace desinteresarse por todo aquello que excede a lo inmediato.
¿Y quién o qué es Mefistófeles? ¿Quién o qué excita a poseer las sensaciones mientras aprisiona en la indiferencia pasional? Las respuestas divergían: el capitalismo consumista, o el totalitarismo de las nuevas tecnologías, o el hartazgo de los idealismos utópicos. Hubo una respuesta más sutil y misteriosa: Mefistófeles somos nosotros cuando renunciamos al conocimiento por la comodidad de la posesión.
Rafael Argullol, Fausto, siglo XXI, El País, 19/01/2014