Las páginas culturales de los periódicos, donde se publica este artículo, son uno de los lugares en los que se ejerce tradicionalmente la crítica. En estas páginas se enjuician los libros, la música, el teatro… Sabemos que con Internet han cambiado los periódicos, y la irrupción del espacio digital tampoco ha dejado incólume la función de la crítica. Desde hace un tiempo la crítica parece haber dejado de estar en manos de los profesionales. Además de los formatos tradicionales de la crítica, hay una pluralidad de foros, blogs y otras plataformas en las que produce un denso murmullo de valoración. Donde antes estaban Bloom, Pivot o Reich-Ranicki para la literatura, Parker puntuando en la crítica de vinos, la Guía Michelin para los restaurantes o los diccionarios oficiales, ahora tenemos a los opinadores de Tripadvisor, las recomendaciones de Spotfire y Amazon o los correctores ortográficos que acompañan nuestra escritura. Con la lógica del “me gusta”, la gente emite sus juicios sin una cualificación expresa en el espacio abierto de las redes.
Internet es un lugar donde nada está a salvo de la réplica. Las noticias y las opiniones más autorizadas están expuestas al comentario de cualquiera. Nuestros gustos ya no se configuran en el espacio vertical de la autoridad, sino en medio de un griterío donde el juicio de los expertos es una voz más que viene acompañada o rebatida por la opinión de otros expertos, de los conocedores, los aficionados e incluso los simples usuarios. Estando así las cosas, la función de la crítica como quien dictamina acerca del buen gusto, la custodia del canon y la autoridad acerca de lo culturalmente valioso parece innecesaria o simplemente suena como algo ridículo. De este modo se desestabilizan las jerarquías de los medios y sus sumos sacerdotes críticos. El saber experto ya no es algo estático, que se encuentra siempre en un lugar determinado, sino algo que discurre por diversos canales.
Todo esto ha dado lugar a un intenso debate polarizado en dos posiciones enfrentadas: la de quienes anuncian la nueva era de la crítica online, la democratización de la crítica y el gusto, y la de quienes lamentan una pérdida de la soberanía individual.
Para los primeros, la democratización es una consecuencia del hecho de que gracias a Internet la gente, el público, parece recuperar algo que se le había expropiado y que se comunicaba en los suplementos culturales de los periódicos como una especie de BOE de la cultura. Ya no estamos en los tiempos de la era dorada de la crítica, con autoridades soberanas, construida sobre el abismo entre la crítica y la gente. Cualquiera puede ejercer de juez en asuntos de gusto. Los críticos son replicados en la red, del mismo modo que las posibilidades de comentar las noticias abren un nuevo espacio de contestación, en muchas ocasiones banal, pero siempre con un efecto desautorizador. La figura del comentador introduce un elemento de horizontalidad en un medio que se había construido sobre la relación vertical. El espacio público se ha fragmentado en comunidades de gusto y ya no hay autoridad que pueda imponer un canon de obligado cumplimiento.
Las concepciones negativas de esta nueva época han desplegado un argumentario que va desde la queja ante la banalización hasta las visiones apocalípticas y conspiratorias. En la práctica cotidiana, nuestros juicios de gusto se construyen a través de recomendaciones elaboradas a partir de procedimientos algorítmicos y agregatorios (“clientes que han comprado esto, también…”). El consumidor es el rey al que únicamente se le sugiere sobre la base de adivinar sus preferencias. ¿Hay una muestra mayor de soberanía? Y sin embargo, ¿puede construirse el buen gusto teniendo en cuenta únicamente lo que ya nos gusta?
Las concepciones críticas de Internet van desde quienes se lamentan por una lógica que, en vez de ampliar nuestro horizonte, no hace más que confirmar nuestros prejuicios, hasta las visiones apocalípticas que creen haber descubierto, tras este amable cortejo al cliente, una siniestra conspiración. Ni unos ni otros han entendido, en mi opinión, que se trata de un proceso dialéctico y ambivalente, que permite desarrollos futuros donde articular mejor libertad e información. Y parecen olvidar la función de los filtros, sin los cuales no podríamos vivir en un entorno de tanta densidad informativa. No podemos defender nuestra autonomía informativa si no comprendemos la naturaleza de esos filtros y aprendemos a gestionarlos. Otra cosa es que esos filtros puedan mejorar, ser más neutrales o dar a conocer los criterios de su selección.
¿Podemos concluir de todo esto que el asesoramiento algorítmico a los usuarios ha hecho innecesaria la crítica en el sentido tradicional? Seguramente, no. De entrada, porque la proliferación de estos procedimientos no significa que la crítica vaya a desaparecer, sino que se ha pluralizado, que hay más crítica, no menos, con lo que este incremento significa. Internet ha multiplicado la producción de la crítica; hay crítica sobre cualquier cosa y en una cantidad insólita, de todos los gustos y calidades, de acuerdo con los diferentes nichos del gusto. En esta maraña de valoraciones los medios han perdido su antigua función monopolística, o sea, el poder de regular el acceso al discurso público, establecer los temas y ser los protagonistas del debate. El público ha tomado en sus manos la organización de su propia atención. Pero en este contexto la crítica puede volver a ser lo que una vez fue: el juicio de unos expertos que no se limitan a registrar los gustos dominantes, sino que irrumpen con propuestas inesperadas, que no se dirigen a un cliente concreto, sino que aspiran a decir algo con valor universal. De este modo los críticos podrían verse liberados de la obligación de informar al usuario de lo que en el fondo ya sabe.
Daniel Innerarity,
Algoritmos del gusto, Babelia. El País, 08/02/2014