by Forges |
No es ni siquiera preciso insistir en los niveles de realidad o en la complejidad de la superficie, ni en los diversos planos de nuestro mirar, ni en las diferentes perspectivas, para andarnos con ciertas precauciones. O en la intervención del deseo y de la voluntad en la caracterización de lo evidente. O del interés, por muy legítimo que sea. Incluso en tesituras complejas, cuando ya ninguna buena razón parece poder esgrimirse, cabe su invocación para zanjar posiciones.
El vínculo entre lo real y lo evidente es menos consistente que lo que se acostumbra a dar por supuesto. Vivimos en contextos sociales que sienten comodidad al considerar como establecido aquello que no merece discusión por la contundencia de su presencia. Y puestos a fijarnos en ello y a conversar al respecto pronto comprobamos que lo que caracteriza a lo evidente es lo poco evidente que suele ser.
No parece insensato cuestionar aquello que se ofrece de modo patente y sin la menor duda, toda vez que cabría ocurrir que simplemente fuera algo puesto a buen recaudo. Y a veces se trata de eso, de desplazar la dirección de la mirada a fin de evitar problematizar la cuestión, no sea que pierda su capacidad de ser provechosa.
Necesitamos algunas certezas para vivir. Y encontramos mayor comodidad si su claridad es tan incuestionable que merezca nuestra adhesión. Es curiosa y sintomática la frecuencia con la que decimos que algo “parece evidente” y en esta conjunción entre el parecer y la evidencia, ambos ponen de manifiesto hasta qué punto también lo evidente tiene no poco de apariencia, o si se prefiere, de aparecer. En efecto, se nos aparece como evidente y por eso nos lo parece. Y esta relación no es ajena al pensar, que no se reduce a testificar como verdad lo que las cosas parecen.
Precisamente por ello es necesario probar, incluso en caso de que lo encontremos evidente. El alcance de la presunción no es una mera cautela jurídica, es la constatación de una necesidad del modo de proceder del pensamiento y de la experiencia. En general, presumir algo sin duda acostumbra a ser mucho presumir. No siempre ni siquiera los testimonios más honestos coinciden en su declaración, ni en su juicio las decisiones más ajustadas. Así que conviene poner a prueba hasta lo evidente.
Incluso para ver inciden nuestras concepciones y nuestras convicciones. En ocasiones buscamos solventar la dificultad al amparo de que fuimos personalmente quienes vimos. Nos ponemos como garantes y tal es nuestra seguridad. Bien sabe Descartes que eso significa representarse algo, que también, en tanto que representación, es una representación de nosotros mismos. Y de eso se trata, de que es evidente para nosotros, o más exactamente, para mí. Así, al hablar de lo evidente, en realidad estamos hablando de nuestra seguridad y más concretamente también lo hacemos para estar más seguros. No es falta de honradez, es un determinado modo de vivir y de sobrevivir entre nuestras dudas y nuestras certezas.
Ver con claridad es asimismo delimitar lo que no vemos. Tanto que lo evidente suele serlo menos cuando pretendemos explicarlo. Y la cuestión es precisamente esa relación, la que se establece entre lo que vemos y lo que decimos. Es ahí cuando comprendemos que pretender asentimiento simplemente porque para nosotros no admite dudas es tan inapropiado como atribuir que si a los demás no se lo parece tanto es por su ceguera. No está claro que si es evidente no hay más que hablar.
No pocas veces consideramos suficiente con aducir que es natural, que es de sentido común, que es evidente, para así liberarnos de la necesidad de justificar o de aducir buenas razones. Cicerón señala en De Oratore que para persuadir y convencer es imprescindible “la comprobación de la verdad de aquello que representamos, ganarse las simpatías de nuestro público e influir en sus emociones a favor de lo que en cada caso requiera”. Delectare o conciliare y mouere no han de ser independientes del primordial probare. Y ello supone comprobar y demostrar. No es cosa de dar por supuesto y de limitarse a reclamar asentimiento.
Más llamativo resulta cuando lo denominado evidente se emplea en los espacios públicos para eludir debates o ridiculizar disensiones. De este modo, no es ni siquiera la apelación a la auctoritas de quien habla sino a su poder de establecer y de dirimir lo que ha de considerarse evidente. Entonces se habría de asentir. Sin más relación que la transmisión de contenidos, sin más recepción que la de ser receptáculo, se quiebra la comunicación. Y en tal caso propiamente no hay conversación.
La frecuente invocación de lo evidente, tratando de establecer como tópicos o lugares comunes lo que no es sino una posición propia, apresura la resolución sin ampararse en buenas razones. Sería un modo de imponerse. Sin embargo, es preciso hacer patente que la claridad ha de ser ratificada por el asentimiento. De no ser así, vamos instaurando todo un catálogo de evidencias, que únicamente lo son para quien las instituye.
Bien es cierto que no es cosa de empezar en toda ocasión, como si en cada caso hiciera falta detenerse morosamente en los principios y mostrar y demostrar una y otra vez cada afirmación. Eso no significa eludir los argumentos y menos aún el proceso de argumentación. Sin ella lo evidente se diluye ante nuestros ojos con la misma naturalidad con la que lo vimos u otros dicen verlo. Así lo evidente quedaría reducido a una visión. Y las visiones, incluso evidentes, son inquietantes. O por exceso o por defecto. Y poco recomendables. Salvo que no nos limitemos a tenerlas.
Ángel Gabilondo, Es evidente, El salto del Ángel, 21/02/2014