Uno de los temas recurrentes en la teoría sobre la democracia es el de si posee o no valor epistémico, si garantiza que las decisiones colectivas sean las
correctas,tanto en lo moral como en lo puramente técnico. El viejo asunto de la relación entre democracia y verdad, que se torna acuciante cuando los Gobiernos comienzan a mostrar sus limitaciones en la gestión de crisis profundas.
En los años treinta del siglo pasado la democracia liberal cayó en un descrédito profundo en la Europa continental por su aparente incompetencia en la gestión de la crisis de 1929 en unas sociedades de masas; fascismo y comunismo fundamentaron su atractivo juvenil en su eficacia. Y aunque nuestros sistemas están hoy más vacunados contra el simplismo populista, la duda vuelve: ¿es la democracia un sistema de Gobierno que lleva a decisiones acertadas, o es más bien el Gobierno de unos mediocres incompetentes que no dan una a derechas, como el borboteo popular rumorea?
Conviene de entrada recordar algo que, de puro sabido, se suele olvidar: la democracia es un sistema político diseñado para producir decisiones colectivas socialmente aceptables. No para producir las mejores o más acertadas decisiones (eso lo haría mejor un comité de sabios), sino para conseguir que la sociedad acepte las decisiones de sus gobernantes gracias a haber participado en su génesis. La democracia responde a las exigencias de autonomía e igualdad de las personas, para lo cual asume como presunción básica que cada individuo es el mejor juez de su propio interés a la hora de decidir. Una presunción que es empíricamente falsa: casi nadie es buen juez de su interés a largo plazo, ni tampoco de los medios adecuados para lograrlo. Y, sin embargo, la democracia la toma como axioma, lo que parece alejar este sistema de cualquier valor epistémico: malamente pueden producir decisiones correctas quienes no son buenos jueces de su interés.
Y hay más: porque el ciudadano no decide directamente las
issues conflictivas, sino que elige a los representantes que lo harán por él. Y suponer que vaya a elegir a unos representantes sabios es una quimera. Si los sabios se postularan en las elecciones no saldrían electos, porque los comunes nunca identificarían al sabio, ni este estaría dispuesto a someterse al criterio de esa mayoría. Aunque esto es ficción, porque elige sí, pero solo entre los candidatos que los partidos han seleccionado mediante unos procesos muy opacos en los que la habilidad requerida es particular. La competencia del político no es la del sabio o técnico, es la del “carrerista” que sabe ascender en una organización mediante el uso de cualidades relacionales (carácter, tacto, pacto, intriga, compra de voluntades, etcétera) que solo de refilón tienen que ver con el saber o con la preparación intelectual o moral. Lo cual, en principio, y aunque pueda sonar a cínico, es positivo: se elige el tipo de personas adecuado para la gestión democrática, que es el tipo de los que saben…
tratar y negociar. Un Parlamento no es una asamblea para consensuar la verdad científica o moral, sino una reunión de especialistas en patrocinar tanto sus intereses como los intereses de sus patrocinados (el alegado
interés común) ante un tribunal en el que ellos mismos son los jueces.
Si estas características no alejaran ya bastante al Gobierno democrático de la decisión más correcta, sucede además que esos mismos políticos están sometidos a la distracción que supone su propio futuro. Actúan pensando tanto en los resultados como en la reelección, es decir, mirando las encuestas de opinión. Y además, sometidos a la exigencia de sincronizarse con una realidad acelerada que no da tiempo para mucha reflexión.
Dicho lo anterior, la desoladora conclusión debiera ser la de que las democracias son los peores sistemas para generar decisiones políticas correctas. Y no es así, son los mejores a medio plazo, la experiencia lo demuestra. Si no, hace tiempo que habrían naufragado pues no existe legitimidad más requerida que la eficacia. La cuestión intrigante es el por qué de ello, visto que ni el elector ni el elegido brillan por su competencia.
La respuesta parece estar, sencillamente, en la pluralidad de actores e instituciones en la sociedad y en la apertura del sistema a su interacción conjunta, por disonante y cacofónica que resulte a veces. No es el hecho de que haya sabios al mando lo que trae el acierto, sino el hecho de que haya muchas opiniones y muchos intereses interactuando de manera caótica. Desilusionante, pero el consenso no es creativo, el acierto nace del disenso y la discusión. Por algo Carl Schmitt, que aborrecía la democracia, la calificaba del Gobierno propio de la
clase discutidora. Lo relevante es, entonces, no cegar la discusión abierta de intereses y opiniones y, en este sentido, es tan importante para el sistema el mantener la capacidad de las instituciones reflexivas (las
sabias) para generar opinión de alta calidad técnica y moral (para lo cual precisan de independencia, no de democracia sino de independencia), como la capacidad del público para discutirla desde su propia raíz con argumentos
simplones (aunque a los medios sí se les debe pedir más competencia).
Lo correcto nace del caos exasperante de la discusión. Y también, por qué no decirlo, de no asustarse demasiado ante la complejidad cognitiva de los retos actuales de la sociedad ni ante el volumen inmenso del conocimiento disponible. Es cierto, todo ello se vuelve cada vez más inabarcable, pero las sociedades siempre han discurrido atajos cognitivos válidos para manejar el saber que producían. Mientras no cieguen la libre discusión, las democracias seguirán proveyendo decisiones de un nivel aceptable para el público siempre que, como decía Ralf Dahrendorf, este tampoco espere demasiado de ellas.
José María Ruiz Soroa,
¿Acierta la democracia?, El País, 04/03/2014