Parece que la palabra "neurociencia" es suficientemente explícita. Fácil de pronunciar. Pero en realidad es una palabra muy reciente. Fue inventada en 1962 por Francis O. Schmitt, biofísico en el Massachussets Institute of Technology. Schmitt estuvo influenciado por los descubrimientos en biología molecular de la década de 1950. Es conocida la historia del descubrimiento de la estructura del ADN:
Francis Crick y
James Watson irrumpieron en el Eagle Pub de Cambridge en 1953 visiblemente alterados y proclamaron: «Hemos descubierto el secreto de la vida». El secreto de la vida, según ellos, era la estructura en doble hélice del ADN y el rol que jugaban los 4 nucleótidos que codificaban los aminoácidos representados con sus iniciales: G, A, C, T. A partir de este momento, la biología molecular pareció ir desvelando todos los detalles de este secreto de la vida. Pero el secreto de la vida no era el secreto del cerebro. Y lo que dijo Schmitt es que necesitábamos entender el cerebro del mismo modo que la biología molecular había empezado a entender el cuerpo. Según él, para ello era necesario un salto cuántico, un salto que, a su vez, nos ayudaría a entender mejor nuestra auténtica naturaleza humana:
Es urgente llevar a cabo un salto cuántico en nuestro conocimiento de la mente: no sólo como un mero ejercicio académico de investigación científica, no sólo para intentar comprender y aliviar las enfermedades mentales (las más devastadoras y estadísticamente significativas de todas las enfermedades), no sólo para crear un tipo de ciencia completamente nuevo a través de la ya muy avanzada intercomunicación entre mentes —que nos permita sobrevivir a la presente crisis mundial y avanzar hacia un nuevo salto cuántico en la evolución humana—, sino quizás también para una mejor comprensión de la mente que nos permita aprender algo más de la naturaleza de nuestro propio ser.
Esta era la esperanza de Schmitt en los años 60, y él se inventó el término «neurociencia» para describir este proyecto de forjar una nueva disciplina interdisciplinar que permitiría desvelar los secretos del funcionamiento del cerebro. Cincuenta años más tarde, otro eminente investigador del cerebro, Vernon Mountcastle, dijo:
La acumulación de medio siglo de conocimientos sobre el funcionamiento del cerebro nos ha llevado a afrontar la cuestión de qué significa ser humano. No pretendemos que la solución esté ya a nuestro alcance, pero afirmamos que lo que hace humano al hombre es su cerebro (…). Todo lo mental y, por supuesto, las mentes son propiedades emergentes de los cerebros.
En cincuenta años nos hemos desplazado de una situación en que la idea de que podíamos conocer el cerebro en términos de biología molecular era sólo una esperanza, a la afirmación de una creencia que hoy comparten la mayoría de los especialistas en el área de la neurociencia. En el cerebro hay la base física de la mente. La mente es lo que el cerebro hace, los procesos mentales emergen de procesos físicos en el cerebro. Ya no somos dualistas, somos materialistas —así pues, ¿en qué lugar podrían suceder estas cosas sino en el cerebro? Todo lo mental se reduce a propiedades emergentes del cerebro. Lo sabemos, dicen los neurocientíficos, aunque no podamos ser más precisos sobre cómo esto ocurre, aunque persista una laguna explicativa entre nuestro conocimiento de lo que ocurre con nuestras neuronas y lo que ocurre con nuestro pensamiento, habla y acción. Aunque no seamos capaces de establecer estas conexiones, sabemos que el sonido que nuestra boca emite es resultado de muchas cosas que pasan —así lo esperamos—dentro de nuestro cráneo.
Sea como sea, durante cincuenta años, la neurociencia fue una cuestión de laboratorio. Pero hoy en día ya no es así. El prefijo «neuro» se ha venido a asociar con una amplia gama de objetos que antes se interpretaban a nivel psicológico. Si nos fijamos, por ejemplo, en la neuropsiquiatría, veremos que afirma que sólo seremos capaces de comprender los trastornos mentales cuando seamos capaces de comprenderlos a nivel cerebral. Los trastornos mentales son cosas cerebrales. O fijémonos en el neuroderecho: ¿por qué hay quién viola la ley? ¿Cómo estar seguro de que alguien —testigo o defensa— está mintiendo o diciendo la verdad? O también, la neuroeconomía: ¿cómo se toman las decisiones en los mercados? ¿Por qué se elige una opción antes que otra? ¿Por qué decido invertir mi capital en un sitio y no en otro? ¿Dónde tiene lugar esta decisión? En el cerebro. O pensemos en el neuromarketing: ¿por qué elijo Coca-Cola antes que Pepsi? O en la neuropolítica: ¿cómo se explican nuestras tendencias políticas? ¿Por qué unos somos conservadores y otros radicales? ¿Qué es lo que ocurre en mi cerebro cuando elijo votar a uno antes que a otro? O en la neuroeducación: ¿cómo aprenden los niños? Seguro que esto es también algo cerebral. La neurociencia social: ¿por qué los humanos vivimos en grupos? ¿Cómo somos capaces de interactuar unos con otros? ¿Cómo puedo comprender qué está pasando en la mente del otro cuando interactuamos? ¿Qué es lo que hace posible que sienta algún tipo de empatía por el otro? Seguramente esto debe ser algo cerebral. Y, por supuesto, la neurociencia juega un rol importante en el aparato militar y de seguridad. En un nivel más general, identificamos también lo que podríamos llamar «neuropolítica», la idea de que, de un modo u otro, nuestros conocimientos de neurociencia nos permitirán predecir y prevenir todo tipo de problemas sociales y personales, organizarnos mejor socio-políticamente a la luz de un mejor conocimiento del cerebro. En todos estos aspectos y en muchos más la neurociencia ya no es meramente una cuestión de laboratorio. Ha devenido una cuestión que concierne a la vida cotidiana.
Nikolas Rose,
La neurociencia y sus implicaciones sociales, en
El transfondo biopolítico de la bioética, Anna Quintanas eds. Documenta Universitaria, Girona 2013
Transcripción del seminario que el autor realizó en la Universidad de Girona el 7 de octubre de 2011 (sesión tarde)