Detestaba situarse en la retaguardia por eso se vino a luchar contra Franco. Una intelectual reconocida que abandona la academia por la fábrica para poder hablar sobre la opresión. Mística, sí, pero que no dudó en combatir al catolicismo y al judaísmo por su contribución a la historia de la violencia. Simone Weil, la judía que nunca quiso serlo, la pensadora de la que Camus dejó dicho que no se imaginaba un renacimiento espiritual de Europa “sin tener en cuenta sus exigencias”.
Estaba obsesionada, igual que Hannah Arendt, con el fantasma del totalitarismo que recorría toda la cultura occidental. La violencia del orden totalitario que había contaminado todos los valores europeos se concentraba en la fábrica, de ahí su decisión de irse a trabajar de obrera para descifrar los mecanismos del poder que esclavizaban al trabajador. Los resultados de su singular indagación, expresados en notas, diarios y cartas, están recogidos en este libro, La condición obrera, que Robert Chenavier ha editado con el mimo de una edición crítica.
Esta mujer radical e impaciente que murió a los 34 años por compartir voluntariamente en la enfermedad las carencias médicas y alimenticias de los más pobres, sabía, sin embargo, que los males de Europa no se arreglaban con una revolución, aunque fuera la soviética, sino con ideas claras sobre las causas profundas del culto a la violencia. Violento era el Estado moderno que disolvía el individuo en la masa y violenta era la fábrica que convertía al obrero en esclavo de la máquina. Pero las raíces estaban escondidas en una zona aparentemente alejada de los rifirrafes del poder, a saber, en la religión.
A Simone Weil le interesa sobre todo el cristianismo, la religión que ha vertebrado Occidente. Y se detiene en el siglo XIII cuando, como cuenta en La inspiracción occitana, Inocencio III decide exterminar a los cátaros occitanos para imponer por la fuerza la unidad de la doctrina. Con ese gesto del catolicismo se inaugura en Europa una cultura totalitaria que hará fortuna mientras se despide un modo de ser plural que había caracterizado a los cátaros en Provenza o al franciscanismo de Umbría. La Iglesia católica está marcada con ese hierro hasta hoy, de ahí el juicio sumarísimo de Weil: “El totalitarismo de la Iglesia es de la misma catadura o peor que el de Hitler”.
Es conocido el antijudaísmo de Weil, una judía asimilada que nunca disimuló su animadversión al pueblo del que procedía. Su generosa solidaridad con los oprimidos no parecía incluir a los judíos, ni siquiera en 1942, cuando el Gobierno de Vichy la hizo sentir que estaba tan amenazada como los demás. La razón de este desafecto está en su particular teología política, según la cual la querencia del cristianismo al totalitarismo, que acabará conformando a Occidente, nace del concepto “pueblo elegido”. Tiene razón Weil al decir que la elección divina, heredada por el cristianismo del judaísmo, pero que aquel universaliza (pueblo elegido será el pueblo que mande en cada momento), explica el afán imperialista de los Estados europeos. Es lo mismo que dice Hegel. Se equivoca, empero, al pensar que en el judaísmo ese concepto tiene una connotación política. Weil lee el judaísmo con las lentes del antisemitismo cristiano. Eso le lleva a afirmar que “el totalitarismo es Israel” con la misma soltura con que comparaba al catolicismo con el hitlerismo.
El trabajo en la fábrica le permite calibrar la densidad del totalitarismo que ya había detectado en sus análisis filosóficos. El problema es la máquina que el capitalismo de los años treinta había colocado en el centro de la producción. La máquina esclaviza porque se apodera del tiempo del trabajador, al imponer el ritmo de trabajo; también roba la dignidad del obrero pues vale solo lo que produce, y lamina los sentimientos solidarios, ya que para sobrevivir hay que endurecerse ante el sufrimiento ajeno. Pese a todo, lo más sobresaliente de su experiencia en la fábrica es que, contra lo que decía Marx, la emancipación del obrero no consiste en liberarse del trabajo sino en realizarse en el trabajo. Weil estaba convencida de que el trabajo es el lugar donde el hombre alcanza la condición humana.
A nosotros hoy, anegados en la crisis que nos aflige, suena extraño esta voluntad de plantear una forma de trabajo donde el trabajador sea sujeto y no una pieza más. Hoy solo interesa tener trabajo y no sus condiciones emancipatorias. Si hemos llegado a este punto no es tanto porque las hayamos conquistado sino porque el trabajo esclavizante ha conseguido borrarlas de la conciencia. Una prueba más de que el indudable progreso material sobrevenido desde entonces no significa necesariamente un progreso en la libertad. Por eso seguimos leyendo a Simone Weil pese a su desmesura y a sus extravíos.
Reyes Mate, Mística y política, Babelia. El País, 22/03/2014