La biopolítica contemporánea está impregnada de futuridad —preocupación por el futuro, y por traer el futuro al presente y gestionarlo desde el presente en nombre del futuro. En ninguna otra parte es esto más cierto que en el caso del cerebro. Hace un par de años apareció publicado en Nature un artículo que hablaba de la necesidad de maximizar el «capital mental». La expresión «capital mental» no ha tenido mucha predicación, pero sí lo que ella conlleva: la idea es que una nación no tiene solamente capital físico, humano o social, sino también capital mental —el capital almacenado en las capacidades mentales o cognitivas de los individuos humanos. Estamos, desde luego, en una economía basada en el conocimiento y, ¿dónde se halla este conocimiento? En los individuos humanos. ¿En qué parte de estos individuos? El capital mental es el capital almacenado en la salud y la eficacia del cerebro humano. Y la salud y la eficacia del cerebro humano determinan el buen funcionamiento de los seres humanos en todo tipo de situaciones que requieren de su inteligencia, sus habilidades, su flexibilidad y su eficiencia. Según este argumento, el capital mental es crucial no sólo para cada individuo sino para la nación en su conjunto. Para cada
omnes et singulatim, para decirlo con
Foucault. El artículo de la revista Nature presentaba un gráfico muy útil sobre el desarrollo del capital mental a lo largo de una vida destacando todo aquello que podía causar un incremento en dicho capital (progenitores adecuados, dieta saludable, etc.) y todo lo que podía causar su disminución (tabaco, alcohol, estrés, etc.). El argumento del artículo se resumía en una llamada a fomentar, como sociedad, todos los aspectos que incrementan el capital mental y a reducir todos aquellos que puedan causar su deterioro. Antes sugerí que la idea de la apertura al futuro, que requiere a la vez acción en el presente para minimizar lo malo y maximizar lo bueno, es un elemento central en la biopolítica contemporánea. En ninguna otra parte se ve más claro que en relación con el cerebro y, de forma particular, el cerebro de los niños. Porque, según afirman, el cerebro de un niño en desarrollo es el recurso más importante en lo que atañe al capital mental. Es cierto que el cerebro del niño se desarrolla a gran escala durante los primeros cinco años de edad y que a continuación experimenta otra transformación fundamental durante la pubertad. Cuando aparecieron los primeros humanos en África la esperanza de vida era de 30 años. El Homo sapiens alcanzaba la pubertad a los 13. Como ha señalado el neurocientífico francés
Jean Pierre Changeux, los seres humanos evolucionaron para pasar la mitad de sus vidas desarrollando el cerebro que les acompañaría a través de la segunda parte de sus vidas. La idea de que el cerebro se desarrolla segundo a segundo, momento a momento, a lo largo de la vida del niño combinada con la idea del carácter abierto del cerebro, de la neuro-plasticidad y la idea de que debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para maximizar nuestro capital mental, genera la obligación de maximizar los cerebros de los niños. Este imperativo parece aún más convincente a la luz de las cifras de los costes de los trastornos mentales. Diez años atrás, un informe de la Organización Mundial de la Salud predijo que en 2020, si se mantenían las tendencias de aquel momento, la depresión pasaría a ser la segunda causa de pérdida de años de trabajo por invalidez. Esta es una de las muchas publicaciones que intentaban calcular el impacto futuro de lo que se viene a llamar, hoy en día, «enfermedades del cerebro» —una expresión que ahora se refiere a cualquier cosa entre un desajuste mínimo y el Alzheimer. Estos trastornos, que incluyen las adicciones y la obesidad, son ahora concebidos como enfermedades del cerebro lo cual es un síntoma que confirma la mutación de estilos de pensamiento a la que me he estado refiriendo. Estos informes estiman que en la Unión Europea, cada año, uno de cada cuatro adultos sufre algún trastorno psiquiátrico diagnosticable y que un 50% sufre un trastorno de este tipo a lo largo de su vida. El último informe señala un incremento en la estimación y sugiere que, cada año, un 30% de la población europea sufrirá algún trastorno psiquiátrico no diagnosticado. No se trata de pacientes en sanatorios u hospitales psiquiátricos, sino de estimaciones sobre la incidencia de trastornos no diagnosticados. A continuación, calculan los costes inmensos de estos trastornos. Podemos suponer que lo dicho concierne a los economistas sociales. Un artículo muy influyente de algunos de mis colegas del Instituto de Psiquiatría del King’s College, calcula el coste económico del comportamiento antisocial grave: cuando uno de los niños que ha manifestado comportamiento antisocial grave en la escuela llegue a los 26 años el coste será diez veces mayor del de aquellos que no lo han manifestado. Parece evidente que la intervención está más que justificada. Hay que intervenir pronto, salvar grandes cantidades de sufrimiento individual, familiar, costes sociales, cargas económicas y las demás consecuencias nefastas. Ya no se trata de «vigilar y castigar», a eso yo le llamo «identificar e intervenir». ¿Quién osaría argumentar que un servicio de prevención de salud es algo malo? Durante cincuenta años, los radicales hemos acusado a los servicios de salud del mundo entero por ser servicios de enfermedad más que de salud. Por supuesto, un auténtico servicio de salud no se limitaría a curar enfermedades, debería intentar prevenir patologías y promover una buena salud. Esto es precisamente lo que esta gente se propone: intervenir en el cerebro en nombre de la minimización de los trastornos, en nombre de la salud. Pero tal vez debamos tomar más en consideración las implicaciones que ello conlleva.
Identificar e intervenir pronto. Este es el lema. Intentar encontrar, lo más temprano posible, síntomas de potenciales patologías y luego intervenir por el posible riesgo, aun cuando no exista un diagnóstico real de la patología. ¿Por qué esperar a que los chicos muestren un comportamiento antisocial, o una depresión, o un trastorno bipolar? Intentemos identificar los síntomas más tempranos. Y puesto que se trata de trastornos cerebrales, estos síntomas deben encontrarse en el cerebro. Busquemos pues biomarcadores cerebrales —a través de la imagen y desde la codificación genética— que nos permitirán predecir, con tiempo, si un niño es susceptible de desarrollar estos trastornos particulares y entonces intervenir de antemano para evitar algo terriblemente indeseable. Con este objetivo, mis colegas del Instituto de Psiquiatría investigan con gemelos de ocho años de edad que han dado muestra de trastornos de conducta en la escuela. Utilizan escáneres cerebrales y, en algunos de estos gemelos, han identificado patrones de actividad cerebral que consideran similares a patrones de adultos psicópatas. Han sometido los niños a diversos test y los resultados son similares a los de los psicópatas adultos. Ciertamente, está bien poder identificar con seguridad que un niño va a transformarse en alguien susceptible de mostrar comportamiento antisocial grave porque la vida de este niño, si nadie interviene, será una vida desgraciada. Tendrá problemas con la ley, será mandado a un reformatorio, sus familias y sus vecinos serán desgraciados. Todos van a pagar por ello. ¿Seguro que es correcto intervenir? Estos científicos son humanistas. Su opinión es que esta es una herramienta muy importante para la prevención de la desgracia individual y social. Insisten en que no se trata de fatalismo, el cerebro es maleable y el propósito del tratamiento es la prevención. Pero, ¿qué consecuencias puede tener identificar a un niño como psicópata potencial a los ocho años? ¿Qué consecuencias tendrá informar a los padres, a la escuela, a los médicos, a los trabajadores sociales y al propio niño de que tiene un alto riesgo de desarrollar dicha condición? Cualquier comportamiento extraño o problemático del niño será escrutado como un signo potencial del trastorno emergente —también por el propio niño. ¿Y qué ocurre con los problemas en torno a la identificación misma y con el gran número inevitable de falsos positivos en los que los niños son erróneamente identificados con un alto riesgo, con todas las consecuencias de la intervención correspondiente? Estos son problemas muy graves incluso cuando los marcadores de trastornos futuros están bien especificados, lo cual no es el caso en ninguna patología psiquiátrica. Podemos imaginar las consecuencias de la generalización de dichos programas de identificación para conductas psicopáticas o antisociales.
Nikolas Rose,
La neurociencia y sus implicaciones sociales, en
El transfondo biopolítico de la bioética, Anna Quintanas eds. Documenta Universitaria, Girona 2013
Transcripción del seminario que el autor realizó en la Universidad de Girona el 7 de octubre de 2011 (sesión tarde)