Pensar en otra cosa no es una simple modificación que consiste en añadir nuevos objetos con los que entretener la mente, sino que exige un desplazamiento que abra otras perspectivas y horizontes. Y es imprescindible procurarlo para activarnos, para oxigenarnos. Y no siempre ni es tan fácil, ni tan viable.
Los nombres propios, los sucesos, y si nos descuidamos hasta las peripecias y las anécdotas, se repiten. Nos cuesta movernos del sitio. Nos acomodamos y nosasentamos en la pura instalación en lo mismo. Y no ocurre sin más en la narración de lo que hablamos, también en la experiencia de lo que hacemos. No simplemente nos oímos decir, nos sentimos vivir en lo igual. Y ello debilita la entrega y la intensidad, para, a la par, procurarnos la sensación o de que lo que sucede ya está vivido, o ha perdido el aliciente de lo que merece la pena de serlo. Y tal parecería entonces que es cuestión de permanecer anclados en lo que, aunque no satisface, al menos no incomoda en exceso. No es un aliciente, pero tampoco un desafío. Así que nos quedamos en las mismas.
Amparados en semejante actitud, se preconiza conservar lo logrado y repetir lo que produce satisfacción, hasta conseguir, contra lo que se desea, que el propio deseo desaparezca. La garantía de la recompensa, por muy liviana que sea, podría ser interesante. Bastarían las gratificaciones, no ya la de la plenitud de los detalles, sino la del simple fulgor de lo seguro. No sorprendería que así planteado no salgamos de un cierto letargo, pues este no sería sino la consecuencia razonable de la apropiación de la cosa del pensar que, de tanto poseerla, dejaría de dar que pensar. Ya todo sería la mecánica celebración de lo que prácticamente ya no nos dice demasiado.
Se hace preciso, en tal caso, un desplazamiento. No basta con un desvarío, o con un desvío, ni con un alejamiento. Se necesitan otros retos, no meras variantes o distracciones, sin duda atractivas. Ellas no harían sino confirmar el actual estado de cosas. Y sería aún menos suficiente dar vueltas a la noria de lo ya decidido y vivido para aferrarse no tanto al pensamiento cuanto a lo ya pensado.
Pensar de otra manera es más que entretenerse en el merodeo por distintos asuntos. En última instancia, conlleva un cierto vivir otra vida. Y no siempre es tan posible. Ni siquiera es suficiente con cambiar formalmente, lo que no haría sino suponer la vuelta a un mismo comienzo. Puede decirse estrictamente que es una tarea del pensar, por cuanto requiere una decisión y una preferencia diferentes, y una modificación de las referencias establecidas que afecta incluso hasta a la categorización de lo que hay y de lo que pasa.
La transformación de la realidad y de las vidas cotidianas no se logra con meras acciones de cosmética. Pero es significativo hasta qué punto incluye el cuidado de aspectos concretos. Suele decirse que quizá de una u otra forma supone un viaje, el de la experiencia, y no solo el del cambio de lugar, sino el que procuraleer o elegir otras rutinas cotidianas, si bien es ya un privilegio poderlo hacer.
Ensimismados en la comodidad de lo diario, acostumbrados a un mismo trajín, el pensar parece refugiarse en la simple gestión de los asuntos frecuentes y rutinarios, donde lo corriente y lo vulgar obnubila cualquier otra posibilidad. Y no siempre por ausencia de oportunidades. A veces de fuerzas. Y no pocas de energía para no rendirnos o ceder ante la simple remisión a lo que ya sabemos y tenemos por definitivo.
Pensar en otra cosa es más que pensar en otras cosas, aunque hacerlo abre el espacio de una ocasión diferente, la de la irrupción de aspectos inauditos que nos liberen de lo que nos restringe a lo que ya pensamos. Pero ello supone que lo consideremos necesario. La cuestión comienza por no estimar que todo está bien así. Entonces, en efecto, pensar resulta inquietante y hasta peligroso. En especial para lo convencional. Y más que nunca imprescindible. Podría propiciar que fuéramos en cierto modo otros.
Ángel Gabilondo, Pensar en otra cosa, El salto del Ángel, 15/04/2014 [blogs.elpais.com]