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En este sentido, la igualdad que caracteriza –que debe caracterizar- a la izquierda no es fácil de compaginar con el nacionalismo. Porque la aspiración a la igualdad tiende por su naturaleza a ser universal, ya que cualquier límite que se ponga a ella implicaría introducir criterios discriminatorios, es decir, no igualitarios. Definir una unidad política según criterios de lengua, geografía, cultura, religión o cualquier otro implicaría cambiar el criterio de la igualdad de derechos para reemplazarlo por el de la igualdad empírica, ajeno a la izquierda en cuanto limitativo de la universalidad. De hecho las primeras luchas izquierdistas enarbolaban la bandera del “internacionalismo proletario” y la unión del proletariado de todos los países contra el enfrentamiento de naciones en la primera guerra mundial, así como la desaparición de los Estados en una etapa final. Y resulta significativo que haya sido precisamente Stalin, cuya figura no representa precisamente a la izquierda, quien haya reivindicado “el socialismo en un solo país” y aprovechado las revueltas nacionalistas de la Europa del Este. Parece mucho más coherente con el pensamiento de izquierdas la propuesta de una sociedad plural en la cual ciudadanos distintos gocen de iguales derechos e incluso la utopía de una ciudadanía universal que haya eliminado las fronteras junto con las relaciones de explotación entre sus habitantes.
Por el contrario, la derecha liberal, en la medida en que acentúa los valores de la competitividad y el libre mercado, está mejor dotada para defender posturas nacionalistas, ya que tales valores implican la formación de grupos de poder que se oponen a posibles competidores. La sociedad de clases que la derecha defiende implica precisamente la organización de la sociedad según criterios empíricos, como su nivel de renta y su papel en la vida económica. No es casual la coincidencia de grupos nacionalistas con sectores económicamente privilegiados. Por no hablar de la derecha fascista, con su exacerbación de los sentimientos raciales y nacionales, que se dirigen siempre a la exclusión de los diferentes.
Dicho lo cual, hay mucho que matizar. Puede entenderse la existencia de un nacionalismo de izquierdas en una nación oprimida por otra más poderosa. El nacionalismo de muchas naciones latinoamericanas, por ejemplo, creció al calor de un imperialismo extranjero que no dejaba otro camino para defender los derechos propios. Y en la historia, el nacionalismo ha sido también el arma con la cual se formaron los Estados europeos en su lucha contra los absolutismos, aunque resulte excesivo calificar de izquierdista la superación del feudalismo. Cuando no existen posibilidades de luchar por universalizar la igualdad, la construcción de unidades que busquen defenderse de una opresión exterior no implica una renuncia a los valores igualitarios de la izquierda. Pero dudo de que la eclosión de los recientes nacionalismos europeos, sobre todo los catalanes y vascos, puedan incluirse en esta categoría. Parece excesivo calificar de opresión de esos pueblos la insatisfacción por las condiciones de su relación con el Estado central y el resultado de sus discusiones acerca de fiscalidad y financiaciones. No deja de ser sospechoso que las regiones que reivindican con más fervor su independencia sean aquellas con un nivel de vida más alto; podría pensarse que antes que un intento de universalizar la igualdad, ese proyecto consiste en reservar para sí sus mejores resultados. Como tampoco parece inocente el intento del nacionalismo españolista de atribuir veleidades nacionalistas solo a las regiones que reivindican su secesión, ocultando cuidadosamente que el nacionalismo centralista solo puede aducir en su favor la inercia histórica de la unidad de España, argumento que tiene una considerable importancia pero que no constituye una razón sagrada e inmodificable y que también oculta más intereses económicos de los que está dispuesto a reconocer. Y mucha menor importancia todavía tienen las razones históricas, tanto las que aducen unos como otros, a menos que se considere un valor ejemplar la repetición de un pasado que poco tiene de modélico.
El otro matiz a tener en cuenta sale del ámbito de los principios para introducirse en ese difícil arte de lo posible que es la política. Tanto en el caso catalán como en el vasco, parece indudable que el sentimiento nacionalista e independentista es compartido por muchos sectores de la población, incluyendo grupos de izquierda. Y este es un hecho que hay que tener en cuenta, recordando que en la historia los factores emotivos tienen tanta importancia como los racionales y económicos. Por lo cual la estrategia de nuestro gobierno, que se limita a enrocarse en la legislación vigente como si se tratara de un dato inmodificable, no parece la mejor respuesta a un sentimiento ampliamente extendido y que requiere negociación, flexibilidad y realismo por todos los interlocutores, incluyendo sin duda la modificación de unos textos legales que han surgido de una realidad muy distinta a la actual.
En cualquier caso, sería deseable que el debate sobre este tema abandonara las descalificaciones, las amenazas y las grandes palabras escritas con mayúsculas que no dejan ver lo único que importa: la mejor manera de relacionarse los ciudadanos catalanes y vascos con los demás. Reconociendo que en los tiempos que corren el poder de los viejos Estados debe asumir formas variables y flexibles, articulando los ámbitos municipales, regionales, europeos y mundiales. Dedicar las energías a la sacralización de Estados independientes es, ante todo, una pérdida de tiempo.
Augusto Klappenbach, Nacionalismo e izquierda, Público, 07/05/2014