Ninguno de nosotros hemos elegido nuestro lugar de nacimiento. Ni tampoco las oportunidades que nos ofreció nuestro entorno social y familiar. Lo cierto es que no es fácil sobrevivir a 16 años de sistema educativo. Hoy día, muy pocas personas conservan la intuición, la autenticidad y la creatividad innata con la que nacieron. Sin embargo, al entrar en la edad adulta somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.
Por más que a veces la presión de la sociedad pueda ser asfixiante, nadie nos ha apuntado con una pistola a la hora de elegir nuestros estudios, optar para un determinado empleo, solicitar una hipoteca, casarnos o tener hijos. Y entonces, ¿por qué en general somos tan obedientes? ¿Por qué hacemos lo que se supone que hemos de hacer, siguiendo al pie de la letra las consignas que nos propone el sistema?
La respuesta a estas incómodas preguntas es que estamos demasiado acostumbrados a recibir órdenes. Primero, de nuestros padres en casa. Luego, de los maestros en la escuela. Más tarde, de los jefes en el trabajo. Y finalmente, de los políticos en la sociedad. Parece que siempre son otros quienes señalan la dirección que han de tomar nuestras decisiones y acciones. Tanto es así que en general no utilizamos nuestra iniciativa hasta que alguien desde fuera nos dice que podemos hacerlo.
Más allá de someternos sumisamente a la autoridad o de combatirla con violencia, existe un punto intermedio cada vez más adoptado por un mayor número de ciudadanos: la “desobediencia civil”. Su definición clásica, popularizada en 1849 por el filósofo
Henry David Thoreau, alude al “acto de no acatar una norma de la que se tiene obligación de cumplimiento”. Esto es precisamente lo que hicieron, de forma pacífica, los últimos tres grandes líderes de la historia: Mahatma Gandhi (a favor de la independencia de India de Gran Bretaña), Martin Luther King (en pro de los derechos civiles para los afroamericanos en Estados Unidos) y Nelson Mandela, quien dedicó su vida para abolir la segregación racial (
apartheid) en Sudáfrica.
¿Y qué hay de nosotros, los ciudadanos de a pie? Más allá de salir a la calle y protestar, el mayor acto de desobediencia civil consiste, por un lado, en tomar las riendas de nuestra vida emocional. Para lograrlo, es esencial que nos emancipemos de las expectativas inconscientes que nuestro entorno social tiene puestas sobre nosotros. Solo así podremos seguir la voz de nuestro corazón, convirtiéndonos en quienes estamos destinados a ser.
También es fundamental que aprendamos a hacernos cargo de nosotros mismos a nivel profesional, dejando de depender económicamente de las instituciones establecidas. Madurar pasa por comprender que en realidad no necesitamos de ninguna figura de autoridad, pues en última instancia cada ser humano es el principal autor de su propia vida. Por último, es imprescindible recordarnos de tanto en tanto que la única persona a la que hemos de rendirle cuentas es aquella a la que vemos cada mañana en el espejo.
Borja Vilaseca,
¿Por qué somos tan obedientes?, El País semanal, 11/05/2014