En fechas recientes, la revista científica Plos One publicó
un artículo con los resultados de una investigación según la cuál las diferencias en rendimiento escolar en el Reino Unido tienen, en un porcentaje muy importante (superior al 50%) origen hereditario. Los autores afirmaban que el sistema educativo británico es muy homogéneo y que, por ello, las diferencias que se pudieran producir entre centros escolares, distritos o regiones son muy pequeñas; eso explicaría que las diferencias que subsisten se deban, sobre todo, a factores genéticos. Además, sostienen que las diferencias asociadas a la herencia son las que explican que el desempeño varíe entre unos individuos y otros dentro de una misma aula. Se da la circunstancia de que el investigador que lidera el grupo, Robert Plomin, ha publicado hace poco, junto con la pedagoga Kathryn Asbury, un libro titulado
G is for Genes-The impact of genetics on education and achievement, en el que defienden la idea de que la existencia de un modelo educativo único para todos los estudiantes británicos es negativa porque no permite adaptarse a las aptitudes de cada uno, que serían diferentes en función, precisamente, de su herencia genética. Según ese punto de vista, los educadores deberían garantizar la adquisición por todos los estudiantes de unos mínimos básicos, a la vez que promoverían el desarrollo de las capacidades específicas de cada uno en las disciplinas para las que estén mejor dotados. La propuesta de Plomin y Asbury ha provocado controversia. Muchos genetistas son críticos con algunos de estos conceptos, como el de
heredabilidad, así como con los métodos utilizados. Y esgrimen resultados de otras investigaciones y, en concreto, los de una reciente publicada en la revista Science en la que, trabajando con una muestra de 127.000 personas, identificaron variantes genéticas que explicaban una diferencia en resultados académicos de un… ¡0’02%! o lo que es lo mismo, el equivalente a un mes de escolarización en toda la educación obligatoria. Así pues, no parece que las cosas estén nada claras en el terreno científico. Los educadores, por su parte, temen que en vez de utilizar la información genética para mejorar la formación de todos, acabe sirviendo para mejorar, sobre todo, la de los estudiantes aventajados. Y se han mostrado especialmente preocupados por el hecho de que Robert Plomin haya sido consultado por Dominic Cummings, asesor del ministro de Educación británico, Michael Gove, y autor de un controvertido informe para el Ministerio el pasado mes de octubre en el que se mostraba partidario de la investigación en genética para su aplicación a la educación. Del estudio de Plomin y colaboradores me ha extrañado, sobre todo, la afirmación de que el sistema educativo británico ofrece resultados muy homogéneos, pues las evaluaciones realizadas en el marco del conocido programa PISA dan cuenta de la existencia de importantes diferencias entre áreas geográficas en el Reino Unido. Y lo más lógico es que tales diferencias tengan, como ocurre en otros casos, relación con el nivel socioeconómico y cultural medio de las distintas zonas. Por esa razón, y por las dudas que suscita a una parte importante de la comunidad científica, se me antoja, cuando menos, imprudente tratar de llevar a la práctica educativa conclusiones extraídas de estudios tan problemáticos. El filósofo escocés
David Hume dejó escrito que “afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias”. Pues bien, este es un ejemplo magnífico de la pertinencia de esa cautela y de la necesidad de extremar el escepticismo al valorar los resultados e implicaciones de un trabajo de investigación científica, máxime tratándose, como en este caso, de un asunto muy delicado y de gran impacto social.
Juan Ignacio Pérez,
Genética en las aulas, Cuaderno de Cultura Científica, 25/05/2014
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Sobre el autor:
Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU