La apelación nacionalista a los sentimientos es constitutiva. Sucede con ideas fundamentales, como identidad (“yo me siento más catalán que español”), y también con otras más circunstanciales, como desafección (“no nos sentimos queridos”). Un uso peculiar del lenguaje. Querer a pueblos enteros me parece una desmesura para la que me reconozco incapaz. Tampoco lo demando. Resignadamente, sólo aspiro a que me quieran mi pareja y algún amigo. De mis conciudadanos espero que defiendan mis derechos y consideren mis opiniones. Por otra parte, para lo que importa, yo soy catalán, español, europeo y, puestos a precisar, terrícola. No estoy orgulloso de tales títulos que no he hecho nada para merecer. Por lo mismo, no le doy mayores vueltas a la idea de sentirme catalán, español, europeo o terrícola. Si mi vecino me dice que se siente americano o marciano, me parece raro, pero no le concedo a su sentimiento relevancia política, por más que no deje de preguntarme qué sentirá exactamente. Me empiezo a preocupar cuando quiere levantar fronteras a partir de tales extravagancias. No me gusta que los sentimientos de algunos decidan la ciudadanía de otros. Por ejemplo, no contemplo que los españoles, sintiéndonos explotados por —y distintos de— los gallegos, pudiéramos votar su expulsión.
Pocos testimonios más elocuentes de la función de las emociones en el relato nacionalista que la defensa en el Congreso del referéndum por parte de la representante de ERC, Marta Rovira: en Cataluña hay un sentimiento generalizado de desafecto por España que ha conducido a apostar por la independencia, un proyecto engrescado (emocionante) que supone un reto al actual marco político español y al que, con “voluntad política”, estamos obligados a buscar una salida.
La exposición de Rovira mostró con suprema eficacia y hasta brillantez dramática el busilis de la retórica nacionalista: las emociones como argumentos. En principio, no hay nada raro en ello. Las emociones pueden funcionar como explicaciones, al menos del comportamiento ajeno. Sin ir más lejos, muchos arruinan su vida por amor. Incluso apelamos a las emociones en primera persona, para explicar nuestras acciones, como sucede cuando un criminal afirma: “Por celos maté a mi mujer”. Sostiene que se cegó, que la emoción le venció. Se explica a sí mismo, como si lo que le sucede fuera ajeno a su voluntad. Eso sí, aunque con esa explicación busca disculparse o justificarse, no la invoca como principio, como sí hace aquel otro que dice: “la maté porque era mía”. En este caso, o en el del niño que no da otra razón para coger una cosa que su simple deseo (“es que lo quiero”), hay algo más: los sentimientos operan como fuente de legitimidad.
Lo mismo sucede con el nacionalismo. El sentimiento actúa como principio último. Se atribuye calidad moral a la emoción. Resulta valiosa por sí misma y no necesita justificación ulterior. La argumentación se apuntala en tres premisas: la primera sirve para liberarse de responsabilidad (“yo lo siento así”, “son mis sentimientos”); la segunda, para evitar la discusión (“son emociones, no razones”); la tercera, para imponer silencio sobre las emociones (“se han de respetar mis sentimientos”). De ahí, con cierta naturalidad, concluye: “No cabe pedirme explicaciones de aquello que rige mi conducta”. En esas condiciones, a los demás no nos queda otra que entender, comprender y, de facto, someternos a las emociones. Cualquier crítica resulta una afrenta, un agravio a la identidad. Rajoy y Rubalcaba, en sus intervenciones parlamentarias, parecían instalados en esa perspectiva: evitaban la crítica y, para “no ofender”, comprendían. “Tienes motivos, pero no te pongas así”, venían a decir.
La argumentación es eficaz, pero endeble. Aunque una emoción no es una razón se puede tasar racionalmente. Primero, en su base empírica. Si me dices que hay un león, experimento miedo. Cuando descubro que no hay tal, el miedo desaparece. No sólo eso: puedo pedirte responsabilidades, sobre todo si esa emoción me ha conducido a un comportamiento temerario como saltar por una ventana.
Las emociones no sólo se pueden evaluar por su realismo, sino también por su contenido. Las emociones del Ku Klux Klan o de quienes aplauden a los asesinos etarras son miserables, no merecen respecto. No podemos ignorarlas si hacemos política, pero eso es distinto de asumir que están justificadas, de aprobarlas.
En el caso de Cataluña, la retórica nacionalista apela a una aspiración de autogobierno que, al quedar insatisfecha, ha desatado la emoción “de sentirnos injustamente tratados” y, a la postre, el independentismo reactivo, el “España me ha hecho así”. Nuestro deber consistiría en buscar una “solución política” a ese “problema”. El derecho a decidir sería el primer paso.
Hay varios problemas aquí. El fundamental: sueños y sentimientos no justifican derechos. Si un derecho está justificado, tanto da que se reclame. Los derechos de los niños no dependen de manifestaciones de bebés. Y si el derecho no está justificado, los sentimientos no mejoran su calidad: los ricos del mundo se sienten injustamente tratados por el fisco. Su sentimiento es cierto; su reclamación, un disparate.
En todo caso, lo primero es averiguar si son correctos los supuestos empíricos de las emociones. Que no parece. Algún día habrá que entretenerse en sistematizar las fabulaciones de todo este tiempo, incluido ese mantra de que “la sentencia del Constitucional colmó el vaso”. De momento baste con recordar que en el 2006 sólo un 6% de los catalanes quería la reforma del Estatuto, que éste apenas recibió el refrendo —sobre el censo— del 35% de los catalanes y que la gota tardó en colmar el vaso: en las elecciones autonómicas que siguieron a la sentencia el independentismo explícito no sólo no aumentó, sino que pasó del 16,59% al 7% del voto total. Sencillamente es falso que hubiera reacción a una aspiración: ni había aspiración ni hubo reacción. Si las cosas cambiaron no fue por generación espontánea. En ello ha tenido mucho que ver la catarata de falsedades y promesas sin fundamento repetida a diario por los medios nacionalistas: sobre balanzas fiscales oficiales, sobre la Unión Europea, sobre el expolio, sobre sentencias del Tribunal de La Haya, sobre los límites a la solidaridad en los Estados federales y mil cosas más. Quimeras y mentiras muy precisas que están pendientes de explicación y de responsabilidades. Porque no había león y estamos a punto de saltar por la ventana.
Los datos son falsos, pero no podemos negar los sentimientos desatados, sea cual sea su alcance. Pero el número no los mejora. La historia está llena de sentimientos ciertos e indecentes que han servido para levantar fronteras y expulsar poblaciones, lo que, en el fondo, no es muy diferente. Reconocer que las emociones son ciertas no quiere decir que sean indiscutibles, que no nos quede otra que aceptar la moraleja nacionalista: hay que asumirlas y darles satisfacción. No hay que asumirlas por su trasfondo moral: una minoría decide excluir a los demás de la comunidad de decisión. Ni tampoco por pragmatismo, que alguna vez habrá que acabar con la estrategia siempre ganadora del nacionalismo, ese chantaje de “la independencia o algo a cambio” en el que, para colmo, al final, parece que todos debamos quedar agradecidos a los nacionalistas, por su tolerancia y voluntad pactista, y ellos tan ofendidos como siempre porque, a pesar de nuestra obstinación, “nos hemos visto obligados a darles la razón”. Y hasta la próxima. “Poner voluntad política”, que dicen algunos.
La solución tiene que ser política, pero en un sentido muy diferente. Consiste en discutir las emociones, evaluarlas, examinar cómo se han formado y su base moral y empírica. Como hacemos con el machismo, por ejemplo. Solo así se encaran los problemas. Cuando la recreación radiofónica de la Guerra de los mundos puso a miles de norteamericanos en las calles, las autoridades no movilizaron a las fuerzas aéreas para hacer frente al miedo y a los marcianos, sino que comenzaron por desmentir la invasión extraterrestre. El primero que tuvo que aclarar las cosas fue Orson Welles, el responsable. Pues eso. El primer paso para una solución realmente política consiste en desmontar las mentiras que propiciaron las emociones. Y deben darlo quienes las levantaron y azuzaron, los responsables. Cuestión de “voluntad política”.
Félix Ovejero,
Emociones y razones, El País, 30/05/2014