Un nuevo fantasma recorre la actualidad española: el llamado “populismo”. Con la entrada en escena de Podemos han saltado todas las alarmas entre las élites políticas y económicas: no solo se ha visibilizado electoralmente la apertura del cerrojo del régimen del 78,fielmente custodiado por el “turnismo” bipartidista; la consecución de 1.200.000 votos, recolectados desde una composición social transversal y heterogénea, ha causado tanto perplejidad entre los comentaristas acreditados como una significativa proliferación discursiva plagada de clichés y lugares comunes desde las plantillas ideológicas al uso. En la medida en que la nueva composición sociológica desnudada por el 15-M y su ciclo de movilizaciones han permanecido ninguneados, por no decir caricaturizados muy por debajo del radar político y mediático delestablishment,el fenómeno Podemos solo puede ser simplificado como una irrupción salvaje e inquietante desde un supuesto “afuera” del sistema. Todo lo infame (los procesos políticos de aprendizaje latinoamericanos, la afectividad desbordada, lo irracional, la ira antipolítica…) queda condensado bajo una proyección defensiva que habla más del sujeto que la emite que del objeto.
En este sentido, más que amenaza real de barbarie o que servir como aliciente para el análisis, la difusa etiqueta de “populismo” solo sirve de cajón de sastre para trazar un cordón sanitario respecto a un debate aún más decisivo: el del agotamiento de las caducas categorías políticas acuñadas en los últimos tiempos por las tradiciones socialdemócrata y liberal. Un erosionado marco que ha sido aprovechado fructíferamente en todo caso desde los años setenta por la nueva hegemonía neoliberal. Bajo este ángulo, la denigración del concepto “populismo” parece constituir el punto ciego de las habituales “puertas giratorias” entre los viejos marxistas y los nuevos liberales.
Por todo ello resulta muy sintomática la comparación que, en términos puramente reactivos, algunos politólogos han realizado de esta emergencia con el clima psicosocial de la República de Weimar durante la crisis de los años treinta. Así,
José María Lassalle, en su artículo del pasado 2 de junio España en Weimar o Bolivia, ha definido Podemos como una “estrategia subversiva de antipolítica populista dirigida hábilmente” que, revitalizada bajo consignas posmodernas, amenaza con ser, nada más y nada menos, “antesala del totalitarismo y soporte de una emocionalidad que rechaza los cauces deliberativos racionales que sustentan el modelo de legalidad institucional representativa”.
¿Antipolítica? Independientemente de constatar cómo este diagnóstico sobre Podemos subestima con trazos gruesos todo el proceso de politización y democratización de la sociedad civil que se ha desarrollado con los “círculos”, asambleas ciudadanas, y al calor de nuestras primarias, es curioso comprobar cómo esta simplificación defensiva del fenómeno sirve a
Lassalle para descuidar un balance más pertinente de las lecciones de Weimar. Entonces, la bestia afectiva del populismo fascista fue incubada precisamente por el aséptico abandono que la izquierda ortodoxa, con su teoría de los “dos mundos” enfrentados (clase trabajadora / clase burguesa), y el rancio señoritismo de la tradición liberal evidenciaron respecto a la fatigosa tarea de impulsar una pedagogía política desde bases populares. “Todos —escribía
Gramsci— querían ser labradores de la historia; nadie quería ser estiércol de la historia. Pero ¿se puede arar la tierra sin haber echado antes el abono? Algo ha cambiado, porque ahora hay quien se adapta a ser estiércol, el que sabe que tiene que serlo y se adapta”. Si las frustraciones, angustias e insatisfacciones no encuentran espacio político, ¿es culpa del “populismo” o de los “labradores de la historia”? Bajo esta lectura, toda comparación entre
Gramsci y
Carl Schmitt, como la que sugiere
Lassalle, no parece muy feliz, dada la resistencia del primero al fascismo y la complicidad, dejémoslo así, del segundo.
No es un dato menor que la estrategia de Podemos haya desbloqueado políticamente una situación de amorfa indignación y desafección al margen de sus dos reacciones naturales: el cinismo y la resignación. Si en el pasado fueron el elitismo intelectual y la obsesión por las identidades cerradas de clase los factores ideológicos que terminaron allanando el camino a la barbarie, hoy el ascenso del populismo de derechas en Europa no es más que el efecto búmeran de esa desertización de lo político en manos de la mera gestión técnica que tanto la socialdemocracia de la “tercera vía” como el neoliberalismo han practicado orgullosamente en las últimas décadas. En este sentido, comparar a Marine Le Pen con Pablo Iglesias apunta a una reflexión alicorta; no solo implica ignorar hasta qué punto la estrategia política de Podemos es, en conexión con el 15-M, el mejor cortafuegos para cualquier involución regresiva hacia la xenofobia y el fascismo, sino intensificar ese aislamiento intelectual patricio de anacrónico cuño erasmista que asistió impotente a la derrota de Europa con su apelación a la moderación.
Desde entonces, en efecto, como resalta
Lassalle, la nueva fisonomía social cincelada por las nuevas tecnologías comunicativas y las redes no ha hecho más que poner en crisis el modelo “inmunitario” de las élites humanistas y provocar sus jeremiadas por la pérdida de sus privilegios culturales. La situación de “alteración de los procesos perceptivos en la sociedad del espectáculo y el éxtasis pornográfico de las imágenes sistemáticamente descontextualizadas” que describe apocalípticamente
Lassalle, citando a Greppi, fue también un hecho decisivo en la estrategia mediática de las luchas políticas de Weimar. Para muchos teóricos como Kracauer, Benjamin, Bloch o Brecht, lamentarse del nuevo signo tóxico de los tiempos no parecía, sin embargo, la mejor solución en términos pedagógicos. De hecho, el aprendizaje comunicativo que se ha hecho en Podemos desde experiencias anteriores abre un interesante debate sobre cómo introducir herramientas de politización a través de medios masivos, una línea roja hasta ahora para muchos movimientos sociales anteriores, que temían, no pocas veces con buenas razones, la cooptación de sus gestos críticos bajo la “sociedad del espectáculo”.
La barbarie no está fuera, sino dentro, en nuestras entrañas, ésa fue la gran lección de Weimar. Interpretar la actual coyuntura en términos de blanco y negro, advirtiendo ensimismadamente del peligro “emocional” en la política, solo da alas de hecho a la reacción antipolítica. Y en este momento ese “bucle tan alarmante” de ver a un “pueblo asumiendo colectivamente aquella frase nietzscheana que afirmaba que hay que vivir peligrosamente” no procede del populismo, en todo caso mero epifenómeno de la traición a la política de nuestras castas tecnocráticas, sino de la ideología neoliberal, que busca desarrollar su hegemonía destejiendo toda vertebración social para impulsar la competitividad de una nueva épica empresarial. Que el falso miedo al lobo “populista” no sea coartada para perder de vista a los verdaderos lobos. Los de dentro.
Germán Cano,
El fantasma populista, El País, 14/06/2014
article de
Lassalle,
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