Un hombre visionario, ese Eric Blair, más conocido bajo el seudónimo de George Orwell. Ya sabía de los regímenes totalitarios mucho antes de que este término comenzara a formar parte del lenguaje de los historiadores. Ya predijo el antagonismo entre las superpotencias y la Guerra Fría cuando Stalin, Churchill y Roosevelt se reunieron en Teherán en 1943.
Un par de años después de la Segunda Guerra Mundial publicó su famosa novela 1984. A Orwell no le gustaba el futuro que vaticinó. Retrató el panorama de un régimen de terror, que en un futuro cercano perfeccionaría las ideologías y métodos de Stalin y Hitler en Centroeuropa: un partido único dirigido por un Gran Hermano; normas de uso del lenguaje para introducir en las mentes el significado de las palabras mediante la llamada neolengua; la supresión de la intimidad; la vigilancia total, la reeducación y el lavado de cerebro de toda la población; y una policía secreta omnipotente cuya misión sería la de extinguir de raíz cualquier movimiento contra el régimen a base de torturas, detenciones en campos de concentración y asesinatos.
Afortunadamente, George Orwell se equivocó con este pronóstico, al menos en lo que respecta a esta parte del globo. Ni en sueños hubiera imaginado que se alcanzarían algunos de esos propósitos, sobre todo en lo que respecta a la vigilancia de todos los ciudadanos, aun sin el empleo de la violencia; ni que se podría prescindir de una dictadura para ello; ni que incluso una democracia pudiera lograr esos objetivos de una manera moderada y ya ni qué decir, pacífica.
Sobre la manera de conseguirlo, ya reflexionó un joven francés hace más de cuatro siglos en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Se llamaba Étienne de la Boétie y no le bastó con poner en la picota a los soberanos absolutistas de su época. Apelaba sobre todo a la conciencia de aquellos que toleraban la tiranía: “Son, pues, los propios pueblos”, afirma, “los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con solo dejar de servir, romperían sus cadenas. Es el pueblo el que se somete y se degüella a sí mismo; el que, teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la libertad y elige el yugo. (…) No creáis que ningún pájaro cae con mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo como esos pueblos que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la servidumbre por un simple halago, o una pequeña golosina.”
Pero hace mucho tiempo que la situación ya no tiene nada que ver con el monarca único, palpable e impugnable, contra el que se rebeló Étienne de la Boétie. No se trata de un Gran Hermano que nos controla, como decía Orwell, sino más bien de un sistema, como describió Max Weber en los años veinte del siglo pasado: “Es espíritu coagulado asimismo aquella máquina viva que representa la organización burocrática con su especialización del trabajo profesional aprendido, su delimitación de las competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquicamente graduados. En unión con la máquina muerta, la viva trabaja en forjar el molde de aquella servidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean algún día obligados a someterse impotentes como los fellahs del antiguo Estado egipcio, si una administración buena desde el punto de vista puramente técnico —y esto significa una administración y un aprovisionamiento racionales por medio de funcionarios— llega a representar para ellos el valor supremo y único que haya de decidir acerca de la forma de dirección de sus asuntos. Porque esto lo hace la burocracia incomparablemente mejor que cualquier otra estructura de poder”.
Weber llamó a esta servidumbre “la jaula de hierro”, pero incluso el perspicaz pensador se equivocó. Resulta que el calabozo se ha transformado en una casa relativamente cómoda, que más bien recuerda a una celda de aislamiento de buen tamaño con paredes de goma mullida. Nuestros guardas van con pies de plomo. Consiguen su principal objetivo estratégico —la vigilancia completa y la supresión de la intimidad— de forma silenciosa siempre que sea posible. Solo si no pueden hacerlo de otra manera, recurren a las porras. Prefieren mantenerse en el anonimato, no llevan uniforme, sino traje, se llaman a sí mismos gerentes o comisarios y no trabajan en un cuartel, sino en oficinas climatizadas. Brindan una labor totalmente filantrópica. Ofrecen a los presos seguridad, protección, comodidad y consumo. Así pueden ganarse la aprobación tácita de los residentes y asegurarse de que sus protegidos pulsan con afán el botón de me gusta de un teclado invisible.
Aún hay otro punto del análisis de Weber que se nos presenta hoy como anacrónico. Su ingenua creencia en las habilidades y en la fuerza de imposición del Estado es parte del pasado. Ya no solo porque los mercados financieros mundiales obliguen al gobierno a arrodillarse frente a ellos. Ni Berlín ni Bruselas ni Washington podría garantizar por sí mismo el control total de la población. Sus funcionarios son demasiado torpes e incapaces de llevar a cabo esta tarea. Tampoco están lo suficientemente familiarizados con la tecnología actual. Por eso las autoridades dependen de la economía, es decir, de las multinacionales que operan en el sector de las TI. Solo si ambas partes —los gobiernos y las empresas como Google, Microsoft, Apple, Amazon y Facebook— trabajan codo a codo, podrán coaccionar la libertad con éxito. Claro está, que en esta frágil alianza, las autoridades políticas tienen el papel de socios menores. Son las multinacionales las que poseen el conocimiento necesario, el capital necesario y los peones necesarios: informáticos, ingenieros, desarrolladores de software, hackers, matemáticos y criptógrafos.
En el siglo XX, la Gestapo, el KGB y la Stasi jamás hubieran soñado con los medios técnicos de los que disponen en la actualidad: cámaras de vigilancia omnipresentes, control automatizado de las líneas telefónicas y del correo electrónico, imágenes de satélite de alta definición, datos detallados sobre la localización de las personas, reconocimiento biométrico facial, todos los programas basados en fabulosos algoritmos y guardados en bases de datos de capacidad ilimitada.
El último movimiento de resistencia contra las ambiciones de las autoridades alemanas y de las multinacionales se produjo hace mucho tiempo y ya casi ha caído en el olvido. Fue en 1983, un año antes de la fecha de Orwell, cuando un censo nacional, relativamente inofensivo, provocó la tempestad. Entonces, un buen número de ciudadanos apeló al Tribunal Constitucional de Alemania y logró la victoria con su recurso. Dicho tribunal —con sede en Karlsruhe— falló en contra de las intenciones del gobierno y estableció la autodeterminación informativa como un nuevo derecho fundamental con el fin de proteger la personalidad. Fue una sentencia que hoy nos parece ingenua. Nadie la ha acatado nunca. Los encargados de la protección de datos, hace tiempo ya que, impotentes, tiraron la toalla en la ciberguerra contra la población.
George Orwell sigue estando en lo cierto en cuanto a la regularización del uso del lenguaje. Su neolengua se ha convertido en el nuevo sociolecto oficial. A los llamados cargos públicos les desagrada la Constitución. Diferenciarlos de los criminales informáticos es muy difícil. La nueva tarjeta sanitaria es en realidad un expediente médico electrónico al que cualquier hacker debería poder acceder sin muchas dificultades. Las redes sociales se aprovechan del exhibicionismo de sus usuarios para generar ganancias sin piedad.
El dinero en metálico es uno de los últimos residuos incómodos de la vida privada. Por eso es lógico que el Estado, codo a codo con las multinacionales, se empeñe sin dudar en suprimir el efectivo. Para ello, se sirven de las cada vez más numerosas tarjetas de crédito y de débito. Otros sistemas de pago mediante chip o inalámbricos están a punto de empezar a usarse. Es obvio lo que se pretende conseguir con todo esto: la vigilancia, preferiblemente total, de cada una de las transacciones. No solo el fisco tiene mucho interés en ello, sino también las redes antisociales, el comercio online, la economía crediticia, la publicidad y la policía. Además se procura eliminar cada recuerdo de la materialidad del dinero para así reducirlo a un conjunto de datos manipulables a su gusto.
Para no dejar ningún cabo suelto, conviene echar un vistazo a un escenario mediático aledaño, es decir, al intento por eliminar los derechos de autor. Se trata de una conquista tardía del siglo XIX. Hasta entonces, el privilegio de la lectura había permanecido en manos de una reducida minoría. Pero de repente, la novela se convirtió en una operación comercial a gran escala. Los escritores se dieron cuenta de que con la literatura podrían incluso ganar bastante dinero, ya que también participarían en los beneficios de las reediciones y traducciones. Pero por desgracia, su alegría se desvaneció pronto. Hoy las empresas líderes consideran la impresión tipográfica —que ahora se denomina en alemán con el término anglosajón print— un modelo caducado. Por consiguiente, estas empresas consideran el copyright un obstáculo, algo que las vanguardias digitales aplauden con júbilo. A los alegres piratas les parece absolutamente absurdo pagar por los contenidos que ofrece la industria de las TI. Los anteriormente llamados autores tendrán que trabajar gratis en el futuro. En cambio podrán tuitear, chatear y bloguear cuando les plazca.
Parece que a nadie le molesta que la vida media de la tecnología disponible —de acuerdo con los ciclos económicos de las empresas de TI— esté entre los tres y cinco años. Mientras que se puede disponer sin problema de un texto escrito en pergamino o en papel libre de ácido tras 500 o 1.000 años, debemos transferir a menudo los datos de un medio electrónico a otro, si se quiere evitar que se vuelvan ilegibles tras una o dos décadas. Pero por supuesto, esto ya estaba pensado.
La supresión de los libros impresos no es una idea reciente, hace tiempo que ya se anunció. Fue Ray Bradbury, quien en su best seller (!) Fahrenheit 451 describió y retrató la situación hasta las últimas consecuencias. En su historia utópica, poseer un libro supone un crimen capital. Las visiones de futuro de los grandes pesimistas tienden a la exageración. Dice mucho a favor de ellos y no en su contra, el hecho de que se les pueda rebatir. Esto se aplica a las de Bradbury, Orwell o Max Weber. Hablar de los sucesos, cuando ya son parte del pasado, es pan comido.
Inevitable como el amén en la iglesia, es la pregunta de dónde se encuentra la parte positiva de cada oscuro pronóstico. Es fácil responder. Es sumamente grato comprobar que hasta ahora todo lo que origina nuestra servidumbre voluntaria se impone de manera no sangrienta. No se han destruido de ningún modo los vestigios del pasado que quedaban, tal y como hiciera previamente Lenin en Rusia. La razón es evidente. La actitud tolerante de nuestro vigilante se basa en un sencillo cálculo de costes y beneficios. El esfuerzo por detectar a los últimos insubordinados alcanza límites insospechados cuanto más se acerca el estado ideal. Por eso se contentan con un 95% de la población vigilada. Sería muy costoso excluir a una pequeña pero perseverante minoría que se resistiera, por pura tozudez, a las promesas de la era digital. En cualquier caso, ese 5% supone, en Alemania, más de cuatro millones de personas. Así que: ¡que no cunda el pánico! Aun en el futuro habrá algunos que no consientan y puedan así de forma despreocupada y analógica comer y beber, amar y odiar, dormir y leer pasando relativamente desapercibidos.
Hans Magnus Enzensberger, Si Orwell levantara la cabeza…¿Por qué los ciudadanos dejamos voluntariamente que nos vigilen?, Der Spiegel.
Traducción de Deyaneira Aranda Aparicio [vonneumannmachine.wordpress.com]