La historia la escriben los vencedores. Por eso Silicon Valley es el sitio de los millonarios menores de 30 con intelecto para cambiar el mundo desde un MacBookPro –hay cosas que no se consiguen desde un PC–.
Pero hay un submundo en el valle, no digamos de perdedores, llamémosles almas en pena que flotan en el limbo de las rondas de financiación. Lo conforman genios llegados de todas partes para buscar su oportunidad, y codearse con otros
nerds. Porque entre
nerds se decide el futuro, el resto somos basura genética. Todos creen que su idea es
disruptive porque quien no aspire a la disrupción no merece pisar San Francisco. Son aspirantes a emprendedores, el peldaño más bajo de Silicon Valley, fundadores de
startups sin clientes. Chicos de 20 entregados al insaciable dios de las startups, una deidad que pide sangre joven.
Conocí a algunos en una Hackers House de SOMA (San Francisco) mientras ayudaba con la mudanza a mi amigo Nick. Estuve cuatro horas y nunca cambiaron de actividad: aporreaban sus ordenadores sin hablar. Era un piso reconvertido en hostal para estancias de entre cuatro semanas y dos años.
Nick, programador y antiguo empleado de la NASA, hubo de superar tres entrevistas para ser aceptado en la casa. La última con un experto que evaluaba la viabilidad de su proyecto. Los aspirantes no
techies son rechazados sistemáticamente por la capitana, una chica que me aclaró: “En realidad no rechazamos a nadie, solo le hacemos muchas preguntas hasta que desisten”.
Por 40 dólares por noche, Nick alquiló una litera en una habitación compartida con 10 personas. Era feliz. El trastorno de compartir ducha, lavadora y retrete se diluía ante el plan de estar bien acompañado, en términos intelectuales. Un mes después se refería a su comuna como si fuera la Universidad de Stanford: “La estimulación intelectual es única. Hay que rodearse de la gente correcta si realmente pretendes cambiar el mundo”.
Al poco tiempo fue evidente que los compañeros de Nick pasaban la fase más traumática de una
startup, conocida como
Series A crunch. Después de un año habían conseguido algún dinero, 500.000 dólares, lo suficiente para desarrollar el producto, pero ahora ningún inversor potente ponía los millones –“the real money”– para seguir adelante. La consecuencia es “un cruel goteo de prometedoras startups que no van a ninguna parte”, según TechCrunch. Un informe de CB Insights asegura que más de mil acabaron así sus días en 2013.
En la habitación de Nick todos debían dinero y aparentaban diez años más. Alguno sufría ataques de ansiedad. En tres meses habían mandado miles de correos electrónicos y asistido a cien reuniones con potenciales inversores de las que volvían con las manos vacías. Muchos ya habían tenido que despedir a su único empleado. Mi amigo estaba empezando. Todavía le hacía ilusión conseguir 500.000 dólares.
“Aquí es fácil más que nunca conseguir medio millón, lo difícil es cinco millones”, explica a
Wired Paul Martino, fundador de Bullpen Capital. “Los cinco millones que en 1999 iban a una empresa de 10 personas se dividen ahora entre 10
startups”. Según Martino esto es otra burbuja: “No de dinero como en 1999, sino de
startups que no deberían estar naciendo”. En su opinión, lo mejor para un novato como Nick es no conseguir esos primeros miles de dólares y volver a su trabajo de ingeniero, con menos ambición pero más alegría, y sin quedarse atrapado un año más en el limbo.
Un limbo que garantiza de modo orgánico el éxito de Silicon Valley. Una masa crítica sacrificada para que unas cinco empresas zarandeen el mundo. Alex Payne, un exingeniero de Twitter, opina que estas
startups representan “una fuerza de trabajo montada por grandes inversores que corren con sus gastos mínimos para que no desaparezcan, pero que nunca las dejarán ser autónomas”. Unos pocos se harán millonarios, el fracaso del resto es una cuestión de diseño.
Karelya Vázquez,
Todos no van a ser Mark Zuckerberg, El País semanal, 29/06/2014