Los esfuerzos para comprender el universo son una de las poquísimas cosas que elevan la vida humana un poco por encima del nivel de la farsa y que le otorgan algo de la elegancia de la tragedia.Steven Weinberg,
Los tres primeros minutos del universo (1977)El 21 de marzo de 2013 se produjo un acontecimiento extraordinario que, inmerecidamente, no suscitó excesiva atención por parte de la prensa y pasó prácticamente inadvertido para el gran público. El equipo científico
Planck 1 publicaba la fotografía más precisa de nuestro universo tal y como era cuando contaba con tan solo unos pocos cientos de miles de años de vida. Dado que nuestro universo es sólo varios cientos de miles de veces más antiguo (trece mil millones de años), puede afirmarse, sin exagerar, que la foto publicada en marzo es el retrato del universo cuando éste era aún un pequeño «bebé». Dicho retrato es, no obstante, tan preciso como para permitirnos identificar todas las características adquiridas por el universo inmediatamente después de su nacimiento, características adquiridas cuando su edad era de sólo 10-35 segundos (un lapso tan pequeño que resulta imposible de imaginar). Sin embargo, lo más sorprendente de toda esta historia es que las características reveladas por el retrato del jovencísimo universo estaban en perfecta consonancia con lo que los físicos teóricos habían predicho treinta años antes de que se realizara el experimento.Aunque pueda resultar difícil de asimilar, ya ha quedado experimentalmente probado que la Física Cuántica, responsable de la estabilidad de los átomos, ha determinado también la estructura de todo el universo, galaxias, estrellas y planetas incluidos. Además, es muy probable que incluso la totalidad de nuestro universo se produjera como consecuencia de una fluctuación cuántica a escalas mucho más pequeñas que el tamaño de los núcleos. Cabe imaginar que el número de universos producidos sea enorme, que, como nos dice el Zohar, «Dios cree nuevos mundos constantemente».Cuando pienso en todo esto, mi memoria me conduce de vuelta a Moscú en el frío invierno de 1979-1980. Un invierno en el que la temperatura descendió por debajo de los cuarenta grados bajo cero. Recuerdo ver a un hombre en la calle, tendido en la nieve, y pensar que estaba congelado. Sin embargo, cuando dos policías levantaron el «cuerpo inerte», el hombre, para mi sorpresa, empezó a cantar. No estaba muerto, sino terriblemente borracho, y el frío no parecía preocuparle. Algunos años más tarde me di cuenta de que había quizá sólo dos maneras de sobrevivir sin daños psicológicos en la antigua Unión Soviética: volverse alcohólico o hacerse científico. Yo he elegido la segunda opción
2 y por aquel entonces era un licenciado en el Instituto Técnico de Moscú, que estaba considerada como una de las escuelas más elitistas de la Unión Soviética. Para explicar cómo conseguí acabar allí tengo que retrotraerme al comienzo de los años setenta, cuando aún estaba estudiando en una escuela muy normal de una ciudad rusa de provincias.Mi ciudad era tan diferente de Moscú como Moscú pueda serlo de París (la única cosa que tienen en común es que la distancia de Moscú a París es la misma que la de París a Moscú). La película
Gorki Park muestra de manera bastante fiel cómo era la vida en el Moscú de aquellos días: todo era «gris», exceptuada la atmósfera intelectual en el seno de la comunidad científica. Sin embargo, esto lo aprendí mucho más tarde, después de trasladarme a Moscú. Antes estaba disfrutando de una vida normal con sus agradables cosas cotidianas en una pequeña ciudad rusa de la que un buen amigo mío dijo en cierta ocasión que era «un agujero del que nadie en este mundo ha oído hablar jamás»
3. Lo cierto es que teníamos pan y patatas suficientes y, de vez en cuando, carne. ¿Acaso se necesita algo más? Mucho más importantes eran las cosas inmateriales y mi ciudad contaba con una magnifica librería en la que podía comprar libros excelentes (en la actual Rusia capitalista esta librería ha desaparecido). Fui quizás el único cliente que compraba libros de física y matemáticas escritos por John Archibald Wheeler, Richard Courant, Yákov Zeldóvich, etc.
4Fueron estos libros, y no las clases en el colegio (que no eran nada buenas), los que despertaron mi interés inicial por la Física y lo hicieron mientras los leía por mi propio placer intelectual, sin ninguna intención de llegar a ser algún día un científico. De hecho, nadie en mi familia tenía educación universitaria y siempre había oído en casa que para entrar en la universidad se necesitaba tener mucho dinero para corromper a las personas adecuadas (afortunadamente, esto resultó no ser del todo cierto). Por otro lado, entre las personas que conocía no había nadie que tuviera lo que los rusos llamaban mucho dinero. En una ciudad rusa de provincias esto solía significar que un «rico» era alguien que podía comprarse un mal coche (los buenos no existían). Para la «clase obrera» normal, a la que pertenecían mis padres, comprarse un coche era algo imposible aun ahorrando todo el salario de por vida. Esta es quizá la razón por la que nunca aprendí a conducir: cuando era lo bastante joven para aprender, no podía imaginar que llegara a tener nunca dinero suficiente para comprar un coche. Cuando me hice mayor, y tuve la posibilidad de comprarme un garaje completo lleno de coches, había perdido ya todo interés por conducir.Afortunadamente para mí, el gran matemático ruso Andréi Kolmogórov tuvo la idea de fundar en Moscú una escuela matemática especial para chicos de provincia con talento. Pasé los exámenes de ingreso, que realicé con el propio Kolmogórov, y finalmente, en 1972, a la edad de dieciséis años, me mudé a Moscú, a la escuela de Kolmogórov. Allí estuve durante un año y al final me preparé para los exámenes de ingreso en la Universidad Estatal de Moscú, que eran muy difíciles, especialmente en matemáticas (no estoy muy seguro de que hoy fuera capaz de aprobarlos).Aquel año en la escuela de Kolmogórov fue muy importante porque, de lo contrario, habría suspendido los exámenes para ingresar en el Instituto Técnico de Moscú, donde comencé mis estudios en 1973. Cuando comparo cuánto estudiábamos con lo que lo hacen en la actualidad los alumnos de la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich, en la que ahora doy clases, me quedo un poco perplejo. Durante los dos primeros años empezábamos a las ocho de la mañana y las clases y los laboratorios se prolongaban hasta las ocho de la tarde. Así los cinco días de la semana, y pasábamos los sábados y domingos resolviendo los problemas, sin que nos quedara tiempo para ninguna otra cosa. Cada semestre teníamos alrededor de diez exámenes, así que hube de pasar un total de un centenar de exámenes (en comparación con los diez aproximadamente de mi universidad alemana). Entre ellos los había también, a buen seguro, de marxismo-leninismo y de la historia del Partido Comunista de la Unión Soviética, que estudiábamos durante cinco cursos y que sólo resultaban de utilidad para desarrollar capacidades demagógicas (que, paradójicamente, no me parecieron útiles de alguna manera hasta mucho más tarde, cuando empecé a vivir en una sociedad con una cultura completamente diferente).Además de estas asignaturas absolutamente inservibles, teníamos muchos cursos experimentales y enseguida reparé en que yo carecía por completo de talento y de interés para llegar a ser un físico experimental. Por otro lado, la teoría, que estudiábamos en el departamento de Física Química, era muy aburrida y consistía en su mayor parte en cuestiones de naturaleza aplicada, mientras que a mí me interesaban más el «cielo, las estrellas y la relatividad general».
El Instituto Técnico de Moscú había sido creado nada más concluir la Segunda Guerra Mundial, fundamentalmente con el objetivo de formar a especialistas en Física Nuclear, y estaba orientado principalmente a la Física aplicada. Como descubrí más tarde, cada año se permitía estudiar Física Teórica a tan solo veinte de cada seiscientos estudiantes, que eran divididos en dos grupos: uno tenía su sede en el Instituto Landáu y estaba dirigido por Lev Gorkov, mientras que el otro se radicaba en el Instituto Lebedev, y a su frente estaba Vitali Gínzburg, que recibió el premio Nobel en 2003 por sus trabajos sobre la superconductividad realizados conjuntamente con Lev Landáu. Para entrar a formar parte de cualquiera de estos grupos era necesario aprobar varios exámenes muy exigentes de Física Teórica. Los exámenes para entrar a formar parte del grupo de Gorkov eran decididamente mucho más difíciles y se realizaban en el estilo formalista de Landáu, donde la capacidad de realizar cálculos de manera rápida (algo que creo que puede aprenderse a hacer con facilidad) era claramente más importante que el entendimiento real de la Física. El estilo de Gínzburg era, sin duda, muy diferente (recuerdo que, más tarde, el propio Gínzburg me dijo que él no hubiera podido nunca aprobar el examen con Landáu) y no requería la capacidad de «competir con un ordenador». Este es el motivo por el que aprobé, no sin dificultades, los exámenes y, una vez superadas las trabas dentro de la Administración, que no favorecía el estudio de la Física Teórica (especialmente en los grupos en que la mayoría de los estudiantes eran judíos), entré a formar parte del grupo de Gínzburg.
Nunca he tenido una alta opinión de mis propias capacidades y lo primero que hice fue seleccionar un campo de investigación que no requiriera el uso de matemáticas en exceso complicadas y en el que el «nivel de arrogancia» no fuera tan alto como, por ejemplo, en la Física de partículas. Fue así como me convertí en astrofísico, al tiempo que soñaba con la posibilidad de que, con el tiempo, pudiera cambiarme a la Relatividad General y la Cosmología. Sin embargo, no podía imaginar ni siquiera en sueños que la Cosmología Teórica habría de convertirse en el futuro en mi principal profesión. Pensaba, además, que los buenos tiempos podían terminar pronto y que, después de licenciarme, podría acabar en algún instituto militar en el que se me encomendaría algún trabajo «útil» pero terriblemente aburrido. Así que trataba de no pensar en el futuro y no hacer planes a largo plazo. Vivía absolutamente al día, disfrutando de la Física tanto como podía.Había un buen motivo para adoptar esta actitud. El número de plazas en los buenos institutos de Moscú era muy limitado y la competencia era extremadamente alta (todas las plazas eran desde el principio fijas, ya que en la Unión Soviética no existía nada equivalente a las actuales plazas posdoctorales). Aún más importante era la
Moskowskaya propiska, el permiso para trabajar y vivir en Moscú que se exigía para ocupar una de estas plazas. Este permiso se concedía de forma automática sólo a quien hubiese nacido en Moscú o estuviese casado con una mujer que ya tuviera este permiso. En la Unión Soviética, el título de
Moskvich era de algún modo similar al título nobiliario en la Europa medieval. La manera más sencilla de conseguirlo era por medio del matrimonio, una posibilidad de la que no me valí. Muchos años después me concedieron el permiso por una decisión especial del Comité Central del Partido Comunista de Moscú e incluso me instalaron un teléfono en mi apartamento por orden del ministro de Comunicaciones de la Unión Soviética
5.A pesar de todos los problemas prácticos que hube de afrontar mucho después, cuando entré a formar parte del grupo de Física Teórica de Gínzburg me sentía completamente feliz. Sabía que mi futuro estaba asegurado durante los tres años siguientes y que durante ese tiempo podría hacer todo aquello que me pareciera interesante, al margen de cómo influyera ello en mi futuro, que no pintaba muy bien en cualquier caso. No me preocupé mucho, por tanto, de «cosas irrelevantes» y pude concentrarme por completo en la Física. Mi primer director formuló el tema para mi trabajo final en términos muy amplios. Me dijo que existían muchas teorías diferentes sobre la formación de las galaxias y que tenía que intentar formular una nueva teoría que fuera mejor que las ya existentes. Se trataba de una buena enseñanza, porque sin aprender a pensar no se podría «sobrevivir». Ahora creo que esta es, quizá, la manera más eficaz de quitarse de encima a estudiantes que no tienen un verdadero interés y carecen de capacidades para trabajar en el ámbito de la Física Teórica, en vez de guiarlos como si fueran «gatitos ciegos».Lo que me resultó extremadamente útil fueron los famosos seminarios de Gínzburg y Yákov Zeldóvich. Estos seminarios eran realmente sensacionales y los esperaba mucho más que los «días de celebraciones». Zeldóvich tenía su propio grupo, que competía amistosamente con el grupo de Gínzburg. A pesar de la saludable competencia, se alentaba la interacción entre los estudiantes de ambos grupos. Además, como Zeldóvich estaba más volcado hacia la Cosmología, me relacionaba con él mucho más que con Gínzburg. La «gran Física Teórica» en la Unión Soviética se concentraba principalmente por aquel entonces en torno a «unos pocos académicos fundamentales», como Vitali Gínzburg, Yákov Zeldóvich, Moisei Markov, Andréi Sájarov, Isaak Jalatnikov, Arkadi Migdal y otros
6.Todos ellos gozaban de igual consideración, sin que hubiera ninguna personalidad dominante, y mantenían relaciones amistosas entre ellos. El ambiente intelectual era, por tanto, mucho más democrático y saludable en comparación con los que habría de encontrar después de abandonar la Unión Soviética. Tengo que decir que, tras emigrar a Occidente, no encontré ningún lugar en el mundo que pudiera competir con el Moscú de los años ochenta en cuanto a concentración de intelectos y gran atmósfera científica. El ratio de intelecto
versus arrogancia era en Moscú mucho más alto que incluso en Princeton. A diferencia de Estados Unidos, donde a los estudiantes casi se les obliga a hacer aquello que es popular en el mercado
7, los estudiantes de Rusia eran libres de elegir lo que ellos querían hacer. En este sentido, disfrutábamos de una libertad intelectual mucho mayor que los estudiantes de Estados Unidos e incluso de Europa. Creo que este es uno de los principales motivos por los que la Física Teórica tuvo tanto éxito en la Unión Soviética y podía competir con el resto del mundo. Además, quiero subrayar que, independientemente de cualesquiera títulos y logros pasados, la «distancia jerárquica» entre académicos y estudiantes no era muy grande cuando se trataba de ciencia. Recuerdo muchas «luchas» con Zeldóvich y Márkov cuando les decía abiertamente, si así lo pensaba, que estaban equivocados. Un día, la mujer de Márkov, que era física experimental, me dijo que no debería hablar de ese modo a mi jefe. Márkov se limitó a sonreírme y dijo que no había ningún problema. Recuerdo que un día que Zeldóvich afirmó de alguien, que era considerado como una gran autoridad, que no decía más que estupideces, me quedé muy sorprendido. De Zeldóvich y Gínzburg aprendí que las autoridades no existen cuando se trata de ciencia y que, en la Física, sólo el experimento puede asumir el papel de papa.Hacia 1979 mi director decidió emigrar a Estados Unidos por motivos familiares. Yo acababa de comenzar mi trabajo de tesis y Gínzburg aceptó sustituirlo, a pesar de que mis intereses científicos no se solapaban demasiado con los suyos. Sin embargo, desde el principio el mismo Gínzburg me dijo que podía hacer lo que quisiera, pues pensaba que su principal tarea como director era no interferir con mis actividades de investigación. Para entonces yo ya había publicado dos trabajos de astrofísica sobre formación de galaxias que estaban relacionados directamente de alguna manera con observaciones. No obstante, me sentía bastante descontento con ambos artículos. Las observaciones, de hecho, no eran buenas en absoluto y permitían muchas interpretaciones diferentes. La sensación era que no había modo de decidir sobre bases experimentales qué teoría era mejor. Al final me sentí completamente decepcionado con la Astrofísica y en aquel momento no sabía realmente qué hacer.
Los grandes científicos y filósofos se han sentido siempre interesados, por supuesto, por el universo como un todo, comenzando por los antiguos griegos e incluso antes.
Arquímedes, por ejemplo, intentó calcular el diámetro del cosmos y el resultado que obtuvo fue de dos años luz (muy lejos del resultado correcto). En torno al siglo VIII, la cosmología puránica hindú sugirió que el universo pasa por ciclos repetidos de creación y destrucción, cada uno de los cuales tiene una duración de cuatro mil millones de años (casi el cálculo correcto).
Immanuel Kant supuso que las nebulosas eran universos islas fuera de nuestra galaxia de la Vía Láctea. Sin embargo, todo ello no era una verdadera ciencia, sino más bien conjeturas fantasiosas que tenían idénticas probabilidades de ser verdaderas o falsas.
Afortunadamente, Guennadi Chibisov, otro miembro del Instituto Lebedev, diez años mayor que yo, se acerco a mí y me sugirió cuantizar las inhomogeneidades y explicar así el origen de la estructura del universo. Cuando le pregunté, «¿Por qué no lo ha hecho nadie antes?», me respondió: «Porque no les importa». Ciertamente, el problema requería cálculos no triviales y un profundo conocimiento de teoría cuántica de campos. Sin embargo, en aquella época la mayoría de los físicos teóricos preferían bien hacer cosas formales, bien trabajar en la Física de partículas. La razón era que la Cosmología –la ciencia que trata del universo como un todo y de su origen– no estaba en muy buena forma en lo que respecta a su base observacional. La situación de la Cosmología a finales de los años setenta se encuentra muy bien descrita en el popular libro Los tres primeros minutos del universo, del físico de partículas Steven Weinberg (que recibió el premio Nobel en 1979 por el descubrimiento del modelo estándar de las interacciones electrodébiles). En este libro intenta excusarse en varias ocasiones por el hecho de, siendo un físico de partículas tan serio, haberse decidido a escribir un libro sobre un tema tan especulativo.
Al alejarnos de las grandes ciudades (mejor en las montañas), podemos contemplar un número increíblemente grande de estrellas en el cielo. Esas estrellas forman nuestra galaxia, que contiene alrededor de cien mil millones de astros. Si la luz tarda varios años en recorrer la distancia hasta la estrella más próxima, la luz necesita alrededor de cien mil años para alcanzar la estrella más remota de la galaxia. Con un pequeño telescopio pueden verse también algunos puntitos (nebulosas) que se diferencian en su forma de las estrellas y que no son tan brillantes como ellas. Sin embargo, no fue hasta 1923 cuando el astrónomo estadounidense
Edwin Hubble, con un telescopio de cien pulgadas en el Monte Wilson, cerca de Los Ángeles, pudo observar las distintas estrellas que componen la nebulosa Andrómeda y determinar que esta se encontraba con seguridad fuera de nuestra galaxia. Este fue el comienzo de la astronomía extragaláctica, que desde entonces se ha basado en hechos firmes establecidos observacionalmente. También se identificaron algunas de las restantes nebulosas como objetos extragalácticos, cuya distancia con respecto a nosotros se fijó en varios millones de años luz. Hoy se ha determinado la existencia de alrededor de varios centenares de miles de millones de este tipo de objetos, que no son otra cosa sino galaxias similares a la Vía Láctea en que vivimos. Las estrellas, por tanto, forman objetos apelotonados –galaxias– con un tamaño de alrededor de cien mil años luz, que a su vez están separadas entre sí por una distancia de varios millones de años luz.
Mediante la observación de las líneas espectrales (luz emitida por los elementos químicos conocidos con una longitud de onda definida),
Hubble descubrió, a finales de los años veinte, que la longitud de onda de la luz emitida por las galaxias era un poco mayor de lo que se esperaba, esto es, con un desplazamiento hacia el rojo. Interpretó este corrimiento hacia el rojo como un efecto Doppler debido al movimiento de la galaxia observada. Algo así como si, de alguna manera, intentara escaparse de la nuestra. Creo que todo el mundo ha tenido alguna vez una experiencia personal con el
efecto Doppler. Imagine que se encuentra cerca de los raíles de un tren. El sonido del silbato del tren suena de forma diferente cuando el tren se acerca y después de haber pasado. Cuando se acerca, el sonido tiene frecuencias más altas, mientras que el silbato del tren que se aleja suena más grave y está dominado por frecuencias bajas, corridas hacia el rojo. Quizás haya prestado también atención al hecho de que, cuanto mayor sea la velocidad del tren, más drástico es el cambio del sonido.
Hubble descubrió que las galaxias más lejanas tienen el espectro más corrido hacia el rojo, lo que quiere decir que están alejándose de nosotros a mayores velocidades, y que estas son proporcionales a la distancia. Lo que esto nos indica es que el universo está expandiéndose. Este descubrimiento fue, sin duda, el comienzo de la Cosmología científica basada en hechos, y no en fantasías.El hecho de que todas las galaxias estén escapándose de nosotros no significa, sin embargo, que vivamos en el centro del universo. De hecho, si suponemos que el universo es a grandes escalas homogéneo e isótropo
8, el observador de cada galaxia debería ver la misma imagen de la expansión. ¿Cómo puede entenderse esto? Imaginemos que el radio de la Tierra empezara a crecer. Entonces las distancias entre las ciudades (en caso de que sobrevivieran) empezarían también a crecer y, teniendo en cuenta las velocidades relativas a las que las ciudades «escapan unas de otras», descubriríamos exactamente la misma ley que Hubble descubrió a partir de las galaxias. Sin embargo, en este caso no hay ninguna ciudad privilegiada y los habitantes de cualquiera de ellas ven la misma imagen de la expansión.Con el descubrimiento de
Hubble quedó claro que nuestro universo está evolucionando como un todo. En realidad, esto no supuso ninguna gran sorpresa. Aunque, en 1917, incluso
Einstein pensaba que el universo no cambiaba a grandes escalas, en 1922, el físico ruso Aleksandr Friedmann, al resolver las ecuaciones para la gravedad de
Einstein en el caso de un universo homogéneo e isótropo, descubrió que las únicas soluciones genéricas que admiten estas ecuaciones son las que describen un universo bien en expansión, bien en contracción. Asumiendo que la masa total del universo es alrededor de cien mil millones de veces mayor que la masa de nuestra galaxia, Friedmann pudo incluso calcular cuándo comenzó esta expansión y el resultado que obtuvo para la edad de nuestro universo fue de diez mil millones de años. El descubrimiento de
Hubble, por tanto, puede considerarse como una brillante confirmación de la predicción teórica de Friedmann. Sin embargo, sobre la base de sus datos,
Hubble descubrió que las galaxias en su conjunto tenían una edad de alrededor de mil millones de años, lo que estaba en abierta contradicción no sólo con la predicción de Friedmann, sino también con la edad de la Tierra, que parece ser mayor. Lo cierto es que esto ponía en duda toda la idea de la expansión del universo, porque la Tierra no podía ser más antigua que el universo. Más tarde se descubrió que
Hubble había subestimado las distancias hasta las galaxias por un factor de diez como consecuencia de los conocidos como errores sistemáticos en que suelen incurrir los astrofísicos. La conclusión más importante que se derivaba del descubrimiento de
Hubble era que el universo se creó hace varios miles de millones de años
9 y, en este caso, nos enfrentamos de inmediato a numerosas incógnitas.
Por ejemplo, se sabe muy bien que la gravedad es una fuerza atractiva y que, por tanto, lo único que puede hacer es ralentizar la expansión. La pregunta evidente es entonces: ¿quién o qué había pr