Tony Judt publicó
El peso de la responsabilidad en 1998, pero solo ahora, desde hace unos meses, el libro puede leerse en español, traducido por Juan Ramón Azaola. El retraso es providencial. Me da la impresión de que es ahora cuando más nos urge aprender de la seriedad y la claridad de
Tony Judt y reflexionar sobre algo tan escasamente cultivado en España como la responsabilidad pública, tanto la de los que actúan en la política como de quienes intervienen a viva voz o por escrito en los debates fundamentales sobre la vida en común.
Judt escribe sobre
Léon Blum,
Albert Camus y
Raymond Aron, pero el primer ejemplo de responsabilidad admirable en el libro es el suyo, y su muerte prematura nos hace todavía más conscientes de él, porque nos privó de una inteligencia clara, original y valerosa que cada día se echa más de menos. La responsabilidad de un escritor empieza por el ejercicio escrupuloso de su propia tarea: leyendo sus perfiles de
Blum,
Camus y
Aron, lo primero que se admira de
Tony Judt es su solvencia rigurosa de historiador, la amplitud de todo lo que ha investigado sobre cada uno de sus tres personajes y lo atentamente que parece haber leído todo lo que escribieron y casi todo lo que se ha escrito acerca de ellos. Judt no se andaba con generalizaciones ingeniosas, ni con palabrería o autoindulgencia, síntomas tan comunes de la irresponsabilidad intelectual.
El libro, entre otras cosas, es una síntesis de la historia de Francia y de los intelectuales franceses desde la época del caso Dreyfus hasta las derivaciones de Mayo del 68, porque ese es el tiempo en el que se despliegan las vidas de sus tres protagonistas. Hay personas que abarcan en sus existencias individuales duraciones de siglos.
Léon Blum fue un joven activista en defensa de la inocencia del capitán Dreyfus en los mismos círculos literarios en que se movían
Émile Zola y el joven
Proust, su coetáneo casi exacto, pero vivió para ser primer ministro del Frente Popular, prisionero en Buchenwald, estadista eminente en la Francia posterior a la guerra, casi en vísperas de los primeros pasos de la Unión Europea.
Raymond Aron es del todo una figura de lo que
Hobsbawm llamó el breve siglo XX: nacido en 1909, tenía recuerdos claros de la
Primera Guerra Mundial, y vivió para asistir en primera fila a todas las conmociones del 68 y ver la presidencia de
François Mitterrand.
De esas tres vidas francesas, la más corta fue la de
Albert Camus: parece mentira el poco tiempo que tuvo para hacer tantas cosas, luchar en la Resistencia, escribir unas cuantas obras maestras, intervenir con apasionamiento temerario en los debates más difíciles de su época, ganar el Premio Nobel a los 46 años, morir absurdamente en un accidente de tráfico a los 49, llevando en una maleta el manuscrito de la que tardaría treinta años más en revelarse como su mejor novela, El primer hombre, en la que se escucha la misma voz inmediata y perentoria que en los apuntes íntimos de losCarnets.
Lo que une a esos tres hombres tan distintos entre sí, dice
Judt, es también lo que los hace ajenos a la mayor parte de los literatos, intelectuales y políticos del país y de las épocas en las que vivieron: un sentido exigente de la responsabilidad personal, entendida en una doble acepción; la responsabilidad, en primer lugar, de mirar el mundo con los ojos abiertos y con la necesaria atención, y no atolondradamente o confusamente, a través de categorías ideológicas, o de las modas o los lugares comunes; y la responsabilidad, además, de actuar y escribir en virtud de las propias conclusiones obtenidas mediante la observación, la reflexión y la crítica, aunque eso supusiera ponerse en contra de la facción o del grupo al que uno pertenecía, enfrentarse a los mismos que hasta entonces lo habían acompañado y ahora lo llamarían apóstata, renegado, incluso traidor.
En momentos cruciales de su vida política,
Léon Blum eligió llevar la contraria: en 1920, con una clarividencia parecida a la que tuvo en España
Fernando de los Ríos, se opuso a que el socialismo francés abandonara su tradición reformista y democrática para someterse a la disciplina leninista de la Tercera Internacional, que gozaba en ese momento en la izquierda de todo el prestigio de lo radicalmente nuevo; en los años treinta alertó contra la ceguera de quienes, en su propio partido, se obstinaban en un pacifismo suicida frente el rearme agresivo de la Alemania de Hitler; y en 1940 fue uno de los pocos diputados que se negaron a rendir indigna pleitesía al mariscal Pétain. Era judío y tuvo que soportar todo el veneno del antisemitismo francés: pero no ocultó ni rebajó su condición, ni la puso por encima de su ciudadanía republicana.
Albert Camus venía de otro margen, el de su clase social y su origen argelino, y aprovechó tanto como
Blum lo mejor del modelo educativo de la Tercera República, que era igualitario y a la vez exigente, y sin el cual habría sido imposible que aquel hijo de una mujer analfabeta y muy pobre pudiera desarrollar sus mejores facultades.
Camus, advenedizo en París, vivió una gloria precoz y un derrumbe muy rápido, y en ambos casos ejerció la plenitud de su responsabilidad personal y pagó el precio de su disidencia. El mismo sentido de la responsabilidad que lo llevó a luchar en la Resistencia contra el totalitarismo nazi lo llevó después a denunciar los crímenes del totalitarismo soviético. En la Resistencia se jugó físicamente la vida; en su negativa a secundar las modas intelectuales que aprobaban la tortura, el asesinato y las cárceles en nombre de la utopía revolucionaria se jugó el prestigio y obtuvo el desprecio de los más selectos entre sus contemporáneos. En un rasgo de humor negro que no es infrecuente en países propensos a las intoxicaciones ideológicas,
Camus, que había luchado de verdad, fue llamado cobarde por
Jean-Paul Sartre, a quien los combates por la liberación de París le habían pillado oportunamente de vacaciones.
Cuanto más arreciaba la pasión intelectual francesa por el extremismo político y los delirios verbales, más resaltaba el desapego, la reserva, la minuciosidad observadora de
Raymond Aron. A diferencia de sus colegas iluminados de marxismo y enfervorizados por cualquier tirano que se declarara antiimperialista, Aron había estudiado de verdad a
Marx, y era consciente de sus intuiciones certeras y de sus nebulosos mesianismos. En el fondo se consideraba un heredero del antiguo racionalismo francés, con su tradición de claridad, agudeza e ironía, el que iba de
Montaigne a
De Tocqueville. Instalados confortablemente en sus cafés y en sus cátedras vitalicias, los intelectuales predicaban las virtudes apocalípticas de una revolución que arrasara con todo:
Raymond Aron, que había visto con sus propios ojos cómo Alemania se rendía a la barbarie de un día para otro, tenía una conciencia muy precisa de la enorme fragilidad de la democracia, cuyas ventajas solo se vuelven visibles cuando se ha perdido. Decía, con admirable sobriedad, que en la política nunca se elige entre el Bien y el Mal, sino entre lo preferible y lo detestable.
El peso de la responsabilidad empieza en el momento de medir las palabras.
Antonio Muñoz Molina,
Los responsables, Babelia. El País, 27/06/2014