El capitalismo ha vuelto a entrar en línea de colisión con la democracia. Las señales de peligro se acumulan: bajo crecimiento, tendencias deflacionistas, endeudamiento, desempleo, bajos salarios, pobreza. El malestar social va en aumento. Respondiendo a este estado de cosas, la vida política de las democracias comienza a adquirir tintes populistas, xenófobos y autoritarios. Las elecciones europeas han encendido las alarmas.
No es la primera vez que ocurre. Ya sucedió hace cien años, en el periodo de entreguerras. En aquella ocasión, el mal funcionamiento de la economía propició experimentos políticos como el nazismo, el fascismo y las dictaduras. La democracia descarriló en Europa continental. A la vez, quebraron los fundamentos éticos del capitalismo y la civilización europea entró en una profunda crisis moral.
¿Qué tienen en común en estas dos etapas que pueda explicar esta colisión entre capitalismo y democracia? La desigualdad de renta y riqueza. Veamos por qué.
La evolución de la desigualdad en los últimos cien años presenta tres etapas claramente diferenciadas:
La primera, entre 1914 y 1944. Medida en porcentaje de renta y riqueza que acumulaba el 10% más rico de las sociedades, la desigualdad alcanzó sus mayores cotas durante este periodo. Es la llamada
gilded age, la “edad dorada” de la acumulación de la riqueza. El capitalismo entró en colisión con la democracia.
La segunda, entre el final de la II Guerra Mundial y mediados de los años setenta del siglo pasado. Las economías de mercado vivieron un valle de relativa igualdad durante esos 30 años. Fue el momento en que el capitalismo inclusivo se reconcilió con la democracia.
La tercera, entre los años ochenta del siglo pasado y el inicio de este siglo. La desigualdad ha vuelto con todo su fuerza. Una nueva
gilded age. El capitalismo ha dejado de ser inclusivo y ha entrado de nuevo en línea de colisión con la democracia.
Como vemos, cuando la desigualdad se agudiza, la economía de mercado choca con la democracia.
El motivo es que la democracia tiene una lógica política profundamente igualitaria: una persona, un voto. La desigualdad económica quiebra esa lógica. Hace que en la vida política el voto de los muy ricos sea más influyente que el de los demás. Como dijo en 1932 el escritor norteamericano Scott Fitzgerald, “los muy ricos son diferentes de ti y de mí. Su riqueza les hace cínicos y pensar que son mejores que nosotros”.
La desigualdad tiene una gran importancia. Pero ¿cuáles son sus causas? ¿La origina el capitalismo o las instituciones y las políticas públicas?
El reciente y exitoso libro El capital en el siglo XXI, del economista francés Thomas Piketty, ha dado una respuesta contundente: es el capitalismo. La causa es sencilla: la tasa de beneficio del capital es sistemáticamente mayor que la tasa de crecimiento de la economía, que es lo que beneficia a la mayoría de la gente. El capitalismo tendría una tendencia innata a la desigualdad.
Todo el mundo reconoce la aportación de
Piketty al establecer de forma concluyente el hecho de la desigualdad. Es una contribución para el Nobel. Pero no todos están de acuerdo con el diagnóstico de las causas. Para algunos son otras: por un lado, el aumento desproporcionado de las retribuciones de los financieros y altos directivos; por otro, el mal funcionamiento de las instituciones y de las políticas públicas, especialmente los impuestos. La polémica durará.
En todo caso, si la desigualdad importa, ¿qué hacer para reducirla?
El análisis de
Piketty tiene en este punto algo de fatalista. Propone un impuesto global y progresivo sobre la riqueza, una solución poco viable. Y lleva el debate sobre el capitalismo a los términos maniqueos de hace cien años. Por un lado, sus defensores a ultranza; por otro, los que sostienen que la única solución es su desaparición.
En circunstancias similares, en los años de la primera gran desigualdad,
John Maynard Keynes se preguntó si lo que fallaba era “el motor o la dinamo”. Pensaba que “con una gestión acertada, el capitalismo puede ser más eficaz para alcanzar metas económicas que cualquier otro sistema conocido. Pero en sí mismo tiene graves inconvenientes en muchos sentidos”. Uno de ellos es el desajuste recurrente entre ingresos y gastos privados que lleva a la economía a recesiones profundas, desempleo masivo y desigualdad. Para salir de esas situaciones,
Keynes recomendó a los Gobiernos cebar la “dinamo” mediante la gestión de la demanda efectiva.
A esta innovación económica keynesiana se vino a sumar la que es probablemente la mayor innovación social del siglo XX: un nuevo contrato social entre ricos y pobres en el seno de las democracias. En EE UU se le llamó
new deal. En Europa, “Estado de bienestar”. La mezcla de esas dos innovaciones creó el pegamento que durante los años centrales del siglo pasado reconcilió capitalismo inclusivo y democracia. Fueron los mejores años de nuestras vidas. Algunos dicen ahora que fue un sueño. Pero no veo razones para este fatalismo.
Hoy, el reto vuelve a ser reconciliar capitalismo con democracia. Se necesita un nuevo pegamento, un nuevo contrato social. Para ello habrá que hacer, al menos, tres cosas: volver a meter el genio financiero en la botella, como se hizo en 1933 con la ley
Glass-Steagall; restaurar la capacidad recaudatoria y equitativa de los sistemas fiscales; y definir las prioridades del gasto público para construir una sociedad de oportunidades para los más débiles.
La batalla durará décadas. El resultado es incierto. Pero si se pudo conseguir en el pasado, ¿por qué no se puede lograr de nuevo?
Antón Costas,
Capitalismo, desigualdad y democracia, El País, 20/07/2014